• Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El Vitalismo filosófico  de Henri-Louis Bergson (1859-1941) partía de la premisa de que la física (las ciencias naturales) y la metafísica (la filosofía) eran territorios opuestos y que la primera no podía ser absorbida por la segunda. ¿Cuál de aquellos campos estaba en posición de explicar la vida?  Bergson pensaba que la vida no era un hecho positivo “fijo” sino un “fluir” que se filtraba por medio de un presente fugaz por lo que escapaba a las capacidades de la razón. La vida y el ser eran experiencias personales e íntimas que solo la metafísica era capaz de apropiar. ¿Qué le decía aquel argumento a un historiador?

Como se sabe la historia era considerada una ciencia social que se ocupaba de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio, razón por la cual los comentarios de Bergson poseían relevancia para los historiadores. Dado que para los vitalistas la historia y la vida no equivalían y la historia, como todas las ciencias, dependía de la razón para explicar los problemas que se planteaba, entonces aquel saber era tan incapaz para comprender la vida igual que las demás ciencias. El filósofo francés profundizó en el problema de la relación contenciosa entre la historia y la vida al afirmar que la diferencia entre ambas tenía que ver con la “textura” de cada una: textura es un concepto de origen latino que sugiere el tejido o estructura sensible de un objeto.

Henri-Louis Bergson

Dado que la  historia era un hecho fijo y la vida era un fluir, la textura de una y otra eran distintas. La historia, por lo tanto, era explicable con los recursos de la física  y las ciencias naturales y sociales pero no así la vida. La incapacidad de la física para comprender la vida provenía  del instrumento que utilizaban: la razón. La razón  era propensa a “petrificar” o “inmovilizar” el objeto para conocerlo por lo que no podía  percibir  el fluir de la vida y, si la fijaba, ya no la vería como era. La “verdad” requería la comprensión del fluir y su contingencia, por tanto, como el fluir es un cambio o revolución constante, la verdad también lo era. Los paralelos entre su propuesta y la interpretación del teólogo católico, naturalista y filósofo alemán Martin Heidegger (1886-1976) sobre el ser eran visibles. Heidegger concebía que el Ser / Sein no era una cosa acabada, petrificada y fija sino un proceso de construcción, cambiante y fluido, en suma,  un Siendo / Dasein: ser un siendo es vivir el cambio constante.

Al Vitalismo filosófico le preocupaba la “recepción” o “percepción” del tiempo. Bergson además afirmaba que el tiempo de la historia y el de la vida no eran iguales. Para comprender la diferencia deslindaba dos regiones simbólicas: una que coincidía con el “Tiempo Histórico o Científico”, y otra que coincidía con el “Tiempo Puro o Duración Real”. Su propuesta volvía sobre el asunto de la relación entre la determinación y la libertad, tema central de la interpretación histórica en todas las eras.

  • El tiempo histórico o científico era matemático, se percibía como una línea dibujada sobre una superficie y se presumía homogéneo, estandarizado y cuantificable en siglos, decenios, años, meses, semanas, días discontinuos, es decir, que empezaban y terminaban: era un locus, lugar o inercia. En última instancia actuaba como un referente ilusorio o un marco en cual se insertaba la vida histórica y social. El fatalismo al cual apelaba el cristianismo, o el determinismo al cual apelaban los ilustrados y los modernos, servían para comprenderlo en la medida en que afirmaban que en su contexto no había libertad para escoger y todo era forzoso. Este era el escenario de la historia.
  • El tiempo puro o la duración real no era cuantificable, ni homogéneo ni heterogéneo, se percibía como un fluir de estados que se disolvía el uno en el otro hasta formar un todo indivisible o continuo en el cual los fragmentos no comenzaban ni terminaban: era un actus, acto o dinamismo. El fatalismo cristiano o el determinismo moderno no eran de utilidad para comprenderlo porque en la vida había libertad para elegir. La elección no era producto de un acto racional sino que era espontánea, acorde con la intuición o el instinto. Este era el escenario de la vida.
  • El tiempo histórico o científico no era más que un referente artificial que ubicaba al ser humano es un lugar de esa línea imaginaria. El tiempo puro o la duración real era una sensación o percepción que ubicaba al ser humano dentro de una acción o un acto.

La implicación de aquella propuesta era que si bien la historiografía y las ciencias sociales servían para entender la historia y la sociedad, en la misma medida en que presumían la racionalidad y la determinación de cada acto, acababan siendo inútiles para comprender la vida.  La experiencia social o histórica que era lo que interesaba a los historiadores y sociólogos, transcurría en el tiempo histórico o científico, pero la vida transcurría  en el tiempo puro o la duración real. La conclusión inevitable era que  la vida  y experiencia social o histórica, no eran la misma cosa y no debían confundirse.

Aquella concepción dual del tiempo en Bergson poseía antecedentes en el pensamiento cristiano. Ejemplo de ello eran las observaciones de Agustín de Hipona para quien el tiempo era trinitario y su distinción, sobre la base de criterios diferentes, lo separaba en la aeternitas, el aevum y el tempus. También recuerda la noción de las duraciones larga, media y corta que Fernand Braudel (1902-1985) historiador vinculado a la nueva historia social y económica francesa formularía a mediados del siglo 20. En Bergson, la concepción dual del tiempo le servía para cuestionar las interpretaciones deterministas, es decir, el principio de que todo efecto tiene su causa, tan apropiada para el ilusorio tiempo histórico o científico. El determinismo dejaba la impresión de que lo ocurrido no hubiese podido ocurrir de otro modo por lo que validaba el acontecer de una manera grosera, al negar la posibilidad de la libertad de escoger de entre una diversidad de opciones. El determinismo animaba una sensación de impotencia ante los determinantes y las estructuras por lo que, mal utilizado, tendía a equiparar al ser humano a la condición de un autómata. La quiebra del principio del determinismo representó  una revolución gnoseológica significativa.

Bergson, por último, aceptaba que el ser humano era dual, “Mente” y “Cuerpo”, reflexión resultado de la difusión del artefacto del psicoanálisis. Desde su punto de vista la mente era mucho más que actividad cerebral eléctrica y, por medio de ella, apropiábamos o edificábamos al Yo y al Otro. Al Yo lo construíamos a través de la sensación espontánea y la continuidad que era la forma en que percibimos el tiempo puro o la duración real, en el cual se movía,  sin filtro alguno. Al Otro lo construíamos en el tiempo histórico o científico, en el cual se movía, a través de la percepción artificial y la discontinuidad pero filtrado por múltiples situaciones.

El valor fundamental de la mente era además que aquel era el órgano de la memoria, un atributo que poseían todos los organismos vivos. Pero Bergson distinguía dos tipos de memoria.

  • Primero, la memoria sensorial que grababa los hábitos adaptativos y automáticos que ejecutábamos y que era común a los animales y los seres humanos. El concepto sugiere el habitus discutido posteriormente por el sociólogo francés Pierre-Félix Bourdieu (1930-2002).
  • Segundo, la memoria pura que era exclusiva de los seres humanos. El cerebro era concebido como un filtro que permitía que un recuerdo saliera a flote naturalmente cuando era necesario para algo concreto. Para Bergson, el cerebro estaba diseñado como una máquina para olvidar, no para recordar.

Para un historiógrafo de fines del siglo 19 o principios del siglo 20, aquellas posturas debieron resultar intelectualmente amenazantes: su conocimiento de la historia era un asunto de la memoria sensorial incapaz de comprender la vida que era el territorio de la memoria pura. La afirmación de que historia y vida no equivalían estaba clara. Pero al llegar a aquel nivel, el pensador había salido de los límites de la historia y se encontraba en campo abierto del psicoanálisis.

 

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En lo que corresponde a la historiografía, el Vitalismo filosófico partía de la premisa de que la modernidad había enfrentado el problema de la explicación de la vida desde una perspectiva desatinada. El primero de los errores había consistido en pensar que la vida y la historia eran una misma cosa. De acuerdo con aquella filosofía los sentidos y la razón, las ciencias naturales, humanas, sociales y sus escuelas interpretativas, si bien eran de utilidad para explicar la historia, poco podían hacer para esclarecer la vida. Entre la una y la otra había, por lo tanto, una diferencia que los colocaba básicamente en dos polos opuestos: la historia se podía reducir a las premisas de aquellas pero la vida no.

El segundo de los errores había radicado en presumir que tanto la historia y la vida  eran procesos estructurados teleológicamente, o sea, determinados y conducentes a un fin previsible según habían afirmado la teología, la filosofía y las ciencias dominantes. Los vitalistas afirmaban que, si bien era probable que la Historia Hecho según la convertimos en Historia Relato mediante la narración poseía los rasgos de un cosmos u orden, no se podía afirma lo mismo respecto a la vida. Suponer que la vida era estructurada implicaba negar el efecto que el “azar” y lo “inesperado” tenían en ella y, por lo tanto, negar toda libertad al sujeto o al ser humano. El debate sobre el balance entre la libertad y la determinación, en este caso, se resolvía en favor de la libertad. La idea de que la estructura que se afirmaba tenía la Historia Hecho era una hechura del historiador también estaba clara tras la referida argumentación. El resultado neto de aquella disquisición era que la historia y la vida no eran equiparables: la primera atravesaba por un proceso al cabo del cual era sometida al principio de la determinación para resultar comprensible pero la segunda ofrecía un espacio para la libertad. Un corolario de aquella mirada era que negaba la afirmación clásica de Cicerón: la historia no podía ser la maestra de la vida y someterse a ella. En cierto modo sugería lo contrario: la vida debía ser la maestra de la historia y liberarse de ella.

Friedrich Nietzsche (1885)

El Vitalismo filosófico también cuestionaba la idea de que el ser humano era un ser enteramente racional, un zoon politikón como decía Aristóteles, aspecto en el cual coincidía con los avances del psicoanálisis en el proceso de maduración de la Psicología moderna durante el último tercio del siglo 19.  El psicoanálisis asumía que el ser humano, a pesar de su racionalidad y sociabilidad, poseía aspectos irracionales o animales. La irracionalidad manifiesta en las intuiciones, los instintos y los apetitos del cuerpo, las emociones, la voluntad de subsistir, el dolor, el placer moldeaban la identidad y penetraban los actos que los seres humanos ejecutaban en el escenario histórico y social concreto. En consecuencia afirmar la racionalidad de la historia no era posible. No tomar en consideración esos aspectos podía servir para los propósitos de entender la historia pero, para comprender la vida, debían ser tomados en cuenta. Entre la una y la otra había, por lo tanto, otra diferencia que las oponía: la historia se podía reducir la racionalidad  pero la vida no.

Aceptar aquel criterio implicaba admitir que el comportamiento humano en el tiempo y el espacio no siempre era racional y estructurado, es decir no respondía de manera necesaria a un conjunto de determinantes. Por el contrario, un acto histórico podía ser efecto del azar y ser arbitrario, inesperado y fortuito. De igual manera, una decisión histórica podía ser fruto del impulso, del instinto, del egoísmo, de la voluntad de poder. De ello derivaba que el principio de determinista que se sostenía sobre la relación causa/efecto en una explicación histórica se  debilitaba: las certidumbres abrían paso a las incertidumbres. El Vitalismo filosófico estimulaba, por lo tanto, la elaboración de preguntas originales a las huellas y rastros del pasado a la hora de formular un juicio historiográfico por lo que enriquecía la disciplina.

Nietzsche compendiaba con precisión la crítica vitalista al gran relato moderno sobre la base de un conjunto de propuestas radicales

  • El rechazo de la razón, la racionalidad y la ciencia en favor de la valoración del instinto, la intuición y la estética en el proceso de interpretación.
  • El rechazo del progreso lineal y la continuidad teleológica o dirigida a un fin loable en favor de la valoración de los ciclos y la discontinuidad azarosa o dirigida a un fin incierto.
  • El rechazo del determinismo causal en favor de la casualidad, la contingencia y el azar o fortuna en el sentido de Maquiavelo en el proceso de explicación.
  • El rechazo del argumento historicista de que la historia era el lugar o el escenario en que se tomaba conciencia del ser en favor de la postura de que la conciencia del ser se desarrollaba en la vida.
  • En cierto modo lo que afirmaba era que aquellas eran abstracciones o dispositivos artificiales que servían para explicar la historia, otro dispositivo artificial, pero resultaban inútiles para explanar o revelar al ser humano individual en sus escenarios vitales. Con ello llamaba la atención sobre dos asuntos controvertibles.
  • Por un lado, sugería que la razón y la racionalidad contrario al consenso de los ilustrados no liberaba al individuo sino que, por lo contrario, tendía a esclavizarlo. Si en efecto no lo liberaba entonces solo su opuesto, la “irracional Voluntad de Vivir” de la mano de las intuiciones y los  instintos, era capaz de semejante tarea.
  • Por otro lado, si bien aceptaba que la memoria y el recuerdo transformadas en historia distinguían al ser humano como animal racional de los demás animales los beneficios de aquella capacidad eran en verdad pocos y que la historia en lugar de favorecerlo tenía la capacidad de perjudicarlo.

Para Nietzsche la memoria y el recuerdo eran la condición general de la historia Pero el filósofo alemán intuía que sus opuestos, la omisión y el olvido, eran la condición más general de la vida. Una consideración análoga convenció a Bergson de que el cerebro era en verdad una “máquina para olvidar” y algo similar había sugerido Renan, según ya se ha discutido, cuando enfrentaba el problema teórico de la configuración de las identidades nacionales para concluir que tan valioso era para aquellas lo que se recordaba y se preservaba como lo que se olvidaba y dejaba a un lado. El psicoanálisis denominaba aquel proceso con el concepto “represión” que significaba la capacidad de moderar o suprimir asuntos o sentimientos inconvenientes o incómodos. La represión, la omisión o el olvido no eran sino un mecanismo de defensa que permitía al individuo y en este caso el ser humano histórico, mantener en el inconsciente recuerdos o ideas embarazosas aunque ello no evitaba que pudiesen afectarlo en algún momento bajo condiciones particulares.

En su conjunto Nietzsche no sólo demostraba que la historia y la vida no equivalían sino que entre ambas mediaba un abismo insuperable. Pero ello no debería interpretarse como que no se estudiara la historia. La invitación era en realidad a que se le mirase de un modo crítico y menos iluso. Michel Foucault (1926-1984) filósofo y estudioso de la historia de las ideas y uno de los herederos críticos del  Vitalismo filosófico del siglo 20 insistía en que los seres humanos estudiaban el pasado con el propósito de “dejarlo fuera” para así  evitar que se convirtiera en un freno para el presente: lo estudiaban para reprimir los inconvenientes que podía generar.

El filósofo alemán afirmaba que la historia estaba emparentada con vida en tres sentidos concretos cada uno de los cuáles generaba una interpretación o mirada histórica específica. En el fragmento número “2” de la “Segunda consideración intempestiva” publicada en 1874, Nietzsche  elaboraba una evaluación sobre la historiografía tradicional o el gran relato moderno que vale la pena revisar. Nietzsche no enunciaba precisiones objetivas sino que, más bien, proponía tres metáforas sugerentes las cuales, de paso, echaban por la borda la idea de la unidad o universalidad o identidad de la historia en la medida en que reconocía que la narración o relato del pasado era en verdad contingente, relativo y cambiante: la historia no era una sustancia sino una forma que, desde su perspectiva, podía adoptar tres formas distintas.

  • En primer lugar, podía actuar como un agente activo y pujante, sentido que desembocaba en la “historia monumental”. De acuerdo con aquella actitud el protagonista de la historia era el “hombre de acción”, el “poderoso” que se admiraba del pasado grandioso y lo observaba como quien caminaba por una galería de arte. Su virtud era que estimulaba el respeto a la grandeza pasada. Su defecto era que la admiración acrítica de aquel lo extasiaba e inmovilizaba por lo que interrumpía “su marcha hacia la meta”, el futuro. Dicha actitud, si bien permitía que se recordase “lo grande”, mutilaba la creatividad. Para Nietzsche aquel era un escenario en el cual la historia estaba en posición de perjudicar la vida: respetar en exceso el pasado y sus valores podía frenar la inventiva. El resultado neto de aquella actitud que podría identificarse con el romanticismo nostálgico era que conducía a concluir que la grandeza del pasado sólo sería posible en el futuro si se restablecían los tiempos pretéritos postura que implicaría un retroceso. Pero, dado que en la realidad de las cosas el pasado si bien podía ser recordado nunca sería restituido, la propuesta no alimentaba más que una ilusión. La historia monumental no solo exageraba la perfección y la armonía de los tiempos pasados sino que evitaba aceptar que en aquellos también habían ocurrido procesos conflictivos e infamias. Sobre aquella base el pasado quedaba reducido a la condición de una imagen edulcorada y su culto podía justificar el desprecio del presente y la ansiedad reaccionaria de regresar a aquel.  La veneración extrema del pasado podía convertirse en “parodia” o generar una versión irreal de las cosas. La afirmación de que “todo tiempo pasado fue mejor” traducía en el lenguaje común aquella mirada.
  • En segundo lugar, podía actuar como un agente que invitaba a conservar y venerar, sentido que desembocaba en la “historia anticuaria”. La historia anticuaria poseía la virtud de que, practicándola, se demostraba que entre el pasado y el presente había una continuidad, certeza que hacía posible que los seres humanos se sintiesen parte de una tradición y/o continuadores de ella. Pero de igual modo, poseía el defecto de que podía animar la evasión del presente, un recurso extremo en el cual el historiador ha decidido huir de su contexto específico y “permanecer dentro de lo habitual y añejo” como si se tratase de su guardián, cohibiendo el desarrollo de formas nuevas de vivir por lo que podía tener un efecto conservador y pasatista.
  • En tercer lugar, podía actuar como una fuerza que hacía sufrir a aquel que, “oprimido por un malestar presente”, “juzga y condena” y conminaba a la búsqueda de la liberación, sentido que desembocaba en la “historia crítica” o “científica”. La virtud de aquella consistía en que estimula la voluntad de cambio y propiciaba una mirada más justa del pasado. Pero poseía el defecto de que era capaz de promover el rechazo al pasado y generar la desvinculación de una y otra esfera. No solo eso, de acuerdo con Nietzsche el exceso de crítica ante el pasado podía mutilar la voluntad de saber y estimular el presentismo o el culto excesivo al hoy.

Nietzsche presentaba tres actitudes o formas que podían generarse de la relación con la historia acorde con cada una de las miradas. La primera conducía a la admiración por la grandeza de pasado y a la inmovilidad, la segunda estimulaba el deseo de huir del presente y refugiarse en el pasado, y la tercera la ansiedad por vivir el presente y enfrentarlo. En los tres casos el lugar desde el cual se emitía el juicio era el único posible, el presente, el cual actuaba como plataforma ineludible a la hora de mirar al pasado histórico o auscultar el futuro utópico o distópico. Aquellas tres formas de la historia compartían un mal común: todas partían de un punto de vista metafísico o sobrehumano que veía la historia como un proceso autónomo que estaba detrás de la vida organizándola o dictándola al margen de la voluntad humana. En términos filosóficos los que defendían aquel punto de vista partían de la premisa de que detrás del acontecer humano en el tiempo y el espacio había una “sustancia” o fundamento estructurador fuera del control humano. Lo cierto era que, en ausencia de una “sustancia” o fundamento estructurador, la concepción del historiador como un ser racional que descubría un orden existente no era más que una farsa. La realidad no era el orden o cosmos sino el desorden y el caos. Si el orden o cosmos no estaba allí ¿por qué siempre parecía tan obvio? Nietzsche sugería que el orden o cosmos que se adjudicaba, al pasado en este caso, era producto del historiador.

El historiador observaba el caos fluyente de las cosas y le creaba, inventaba o construía un orden con el propósito de comprenderlo o apropiarlo, es decir, adecuarlo a su entendimiento. Apoyado en esa presunción elaboraba tanto la “historia monumental”, la “historia anticuaria” o la “historia científico” por lo que la narración o el relato eran efecto de la percepción y un producto estético o de la creatividad. Al cabo de aquel proceso el historiador olvidaba que la narración o relato no eran sino una creación suya y terminaba objetivándolo o adjudicándole una condición de realidad que lo conducía a creer que él, el historiador y la humanidad, eran producto de lo narrado y lo relatado. Aquel era un proceso de reificación o cosificación en la medida en que transformaba una idea (inmaterial) en un objeto (material), en el sentido que le dio Marx a ese concepto en su tesis sobre Feuerbach antes discutida. La sumisión a la narración o relato se explicaba por la necesidad de adjudicar sentido a su entorno que Eliade y Jaspers atribuían a la condición humana.  La imagen de la historia como una narración o relato voluble, fluido, plástico,  tentativo o líquido era evidente.

Aquel planteamiento invitaba a un debate profundo en torno a la relación del historiador y la historia y, en consecuencia, del ser humano con el pasado a través de la historia y la memoria. Desde su punto de vista los seres humanos se apoderaban del pasado mediante la intuición y el instinto de conforme a su conveniencia o inclinaciones. La imagen que se desarrollaba de aquel era en lo fundamental una adecuación o acomodo o, si uso el lenguaje de Renan al hablar de la nación, un proceso de selección y una combinación de recuerdos y olvidos. Por ello un nacionalista esencialista, un materialista histórico, un liberal y un vitalista verían el pasado de modo diferente: miraban de modo distinto y cada cual miraba hacia aspectos diferentes. El pasado podía ser hipotéticamente uno pero la forma de verlo era potencialmente infinita. La  polisemia o multiplicidad de significados del pasado dependía de la perspectiva del observador por lo que la imagen del pasado no podía ser  única sino plural.

Nietzsche insistía además en que el historiador no podía evadir su perspectiva o su mirada como lo requería la teología, la metafísica o la ciencia, por lo que la objetividad científica, uno de los paradigmas del siglo 19, terminaba convertida en un mito. Negar su perspectiva o su mirada  equivalía a negar su individualidad o su yo y oponerse a la vida. En vista de ello, sugería la adopción de un perspectivismo permanente que lo facultara para comprender la volubilidad, fluidez, plasticidad o liquidez del mundo. La objetividad, la imparcialidad o la verdad asumidas como valores posibles, no eran sino condiciones ilusorias e inalcanzables. El fragmento citado de Nietzsche representaba una crítica muy puntual del concepto de la modernidad, de la historiografía tradicional y del gran relato moderno que influiría de manera gradual la discusión historiográfica de todo el siglo 20 en particular la segunda parte de aquel.

 

  • Mario R. Cancel Sepúveda
  • Historiador y escritor

En agosto de 2017 el Dr. Manuel S. Almeida se me acercó con el fin de invitarme a comentar su libro Dirigentes y dirigidos. Para leer los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci que Callejón publicaba en su tercera edición. En mi biblioteca tenía la de 2014, la segunda, de la que había comprado dos ejemplares de los cuáles uno acabó en manos del Dr. José Anazagasty Rodríguez también interesado en estos asuntos. Factores fuera de nuestro control forzaron la posposición de la actividad: dos huracanes y el encabalgamiento de la crisis que vive el país fueron algunos de ellos. Como resultado de ese retraso hoy habrá un gran ausente en este foro: Elizardo Martínez no se encuentra en la audiencia como hubiese querido. Desde aquí le doy un abrazo fraterno al amigo ausente.

De izquierda a derecha, Mario R. Cancel Sepúlveda y Manuel S. Almeida en el CEA de PR y C en San Juan, PR

Un prefacio personal

Mis lecturas de Antonio Gramsci (1891-1937) procedían de fines de la década de 1980. En mi biblioteca conservo el título Consejos de fábrica y estado de la clase obrera, obra que recogía su producción periodística del “Bienio Rojo” de 1919 y 1920. La colección era una apropiación original y creativa de la experiencia soviética producto de los “10 días que estremecieron al mundo”, metáfora acuñada por el comunista estadounidense John Reed en un libro de 1919. El 1917 fue el preámbulo de una guerra civil que duró hasta 1923, que puso a los Rojos a combatir a los Blancos, una amalgama que recogía a una oposición anti-bolchevique variopinta de liberales, conservadores, monárquicos, cristianos ortodoxos y mencheviques.  La apuesta de Gramsci se elaboró desde la Italia socialmente polarizada de la primera posguerra que, a pesar de sus advertencias, desembocó en el fascismo de Benito Mussolini (1883-1945). En marzo de 1919 ya “Il Duce” había fundado los “Fasci di Combattimento” en Milán.

El volumen Materialismo histórico y sociología de1921, era la crítica a un manual de Nikolái Bujarin publicado ese mismo año en Moscú. En el texto Gramsci trabajó la metáfora de la “filosofía de la praxis” para referirse a la dialéctica del Materialismo Histórico o el Marxismo. La metáfora sugería que aquella era una interpretación cuya reflexión sobre la realidad nunca terminaba porque la realidad era el paradigma del cambio constante. Lo que sus detractores vieron como “vacilación”, “inseguridad” o “incertidumbre”, para Gramsci era la expresión de una necesidad a la luz de la dinámica de lo real: lo que “es” (el objeto de conocimiento) cambia, por lo que la forma de “saber” y el sujeto cognoscente debían someterse a constantes ajustes. La verdad como “objeto terminado” era una ficción. La concepción “historicista materialista” de Gramsci sugería que, desde la perspectiva de la dialéctica y la filosofía de la praxis, toda afirmación categórica y definitiva respecto a un objeto era precaria. Su pensamiento protestaba contra la reducción de un sistema filosófico complejo a un catecismo, a un abecé o a un conjunto de fundamentos fijos. Siempre insisto en ello cuando confronto a los candidatos de historia con el problema de la “verdad probable” y el valor que posee esa “incertidumbre”, reflejo de lo que George L. Mosse nominó en un libro de 1961 como “la certeza (que se) disuelve”, una de las grandes marcas del pensamiento del siglo 20. En alguna medida la actitud incisiva de Gramsci era una expresión de ese fenómeno.

Al cabo de los años volví a Gramsci con el fin de conocer mejor la poética de su intimidad manifiesta en la correspondencia familiar que generó desde la cárcel. Reducirlo a la condición de “escritor encarcelado” me parecía una imagen amputada, carente de la humanidad que le reclamó el encierro al pensador reflexivo. Sabía que aquellos documentos era una expresión mediada por el flagelo de la ergástula política pero, como historiador, las cavilaciones bajo condiciones penitenciarias llaman mucho mi atención. Desde mi punto de vista, es imposible negar el papel protagónico de las intuiciones en procesos de esa naturaleza. Gramsci estaba en una posición única para pensar el problema del socialismo y el socialismo real en la medida en que estaba distante de aquellas luchas concretas. La toma involuntaria de distancia no dejaba de ser sana intelectualmente hablando.

Gramsci no era un caso aislado. Henri Pirenne (1862-1935) moduló la tesis central de su obra Mahoma y Carlomagno (1937) en un campamento de prisioneros durante la Gran Guerra de 1914. Durante la Segunda Guerra, Marc Leopold Benjamin Bloch (1866-1944) en Saint-Didier-de Forman y Fernand Braudel en un campo de concentración en Lübeck, pensaron dos obras fundamentales para los primeros y los segundos Annales: la Introducción a la historia y El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. La poca correspondencia de Pedro Albizu Campos producida en Atlanta o la reflexión filosófico-poética de Francisco Matos Paoli resultado de su estadía en el “Oso blanco”, Luz de los héroes (1951) y Canto de la locura (1962), me informan que los sistemas de castigo lo mismo flagelan que vivifican.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): un panorama

La vida y la reflexión se intersecan en cada uno de nosotros. Esto equivale a decir que la praxis y la teoría son inseparables por lo que, la comprensión de la una depende de la otra y viceversa. La biografía del activista y pensador sardo puede ilustrarse alrededor de tres momentos. El Gramsci joven que entre 1911 y 1925 se moviliza en las redes del activismo obrero italiano alrededor del semanario Ordine Nuovo y vive los debates generados por la Rusia de 1917 hasta la solución de la Guerra Civil y la muerte de Vladimir Ilich Ulianov. El italiano se había formado bajo el imperio de las ideas de Benedetto Croce (1866-1952) y Luiggi Pirandello (1867-1936). El pesimismo filosófico de aquellos intelectuales era un atractivo que contrastaba con el progresismo optimista chato de una parte de la intelectualidad burguesa de la primera mitad del siglo 19. Croce era un pensador historicista de factura neokantiana cercano al expresionismo alemán; y Pirandello caminaba en su teatro hacia el existencialismo y la fenomenología más agresivas. Ambos traducían la desconfianza respecto a las certezas modernas, actitud que de un modo u otro acompañaría a Gramsci siempre.  La presencia del Vitalismo nietzscheano en Croce puede mirarse como una figuración del voluntarismo revolucionario de ciertos sectores por su capacidad cuestionar para el determinismo mecánico más ofensivo.  El intelectual sardo fue testigo desde 1914 de la escisión entre el Austromarxismo y el Marxismo-Leninismo, una de las bases de la pluralidad de ese sector ideológico hasta el presente.

El Gramsci de la frontera fue el que enfrentó el meandro de su arresto en 1926 y acabó en prisión en 1928. La dictadura fascista quería “impedir” que ese cerebro funcionara, según apuntó la fiscalía en el caso. El Gramsci maduro comprobó lo infructuoso de aquel esfuerzo.  Las meditaciones del prisionero, recogidas en los Cuadernos de la cárcel, son la materia de este volumen de Almeida. Aquellos 33 cuadernos -29 de notas y 4 de traducciones redactados en tres fases concretas- son un “archivo” lleno de complejidades y un verdadero reto metodológico e interpretativo. Si se trata de articular un sistema coordinado sobre la base esos registros, las dificultades pueden ser tantas como cuando se intenta comprender el imaginario de Ramón E. Betances Alacán por medio de su correspondencia.

A pesar todo, el trabajo “arqueológico” que hace Almeida con estos textos deja en el lector un cuadro puntual del conjunto. Por medio de lo que el autor denomina el “hilo rojo”, un “problema” o “columna vertebral” visible, el conjunto fragmentario cobra sentido. Ese “hilo rojo” es la preocupación de Gramsci por las peculiaridades que adoptan las relaciones entre dirigentes y dirigidos en el complicado contexto preguerra y un orden mundial que avanzaba hacia el bipolarismo tras la primera Guerra Fría que generó el triunfo de los bolcheviques en 1917. El tema central es la “lucha de clases” y su expresión tanto en el marco material de las relaciones sociales de producción como en el marco inmaterial de la superestructura ideológica.

El “hilo rojo” en más complejo que las migajas de Hansel y Gretel en el relato de los hermanos Grimm. No se trata de una mera pista a seguir a fin de llegar a un lugar premeditado, sino de un instrumento que le permite una lectura peculiar del papel del Estado, los partidos políticos, los sectores intelectuales, entre otros, tanto en el tejido del capitalismo como en el del socialismo emergente. La convergencia entre el giro del énfasis interpretativo gramsciano y algunas interpretaciones de los primeros Annales franceses, en especial la reticencia a la ortodoxia marxista, me parecen interesantes. La agencia que, en el entre juego de los dirigentes y dirigidos, le reconocía Gramsci al ser humano difería del determinismo ortodoxo del Materialismo Histórico vulgar y era otra convergencia con los primeros Annales. La idea de que la filosofía de la praxis en Gramsci encarnaba un lúcido esfuerzo revisionista es crucial, desde mi punto de vista, para valorar su obra. La reflexión de Almeida en este volumen no deja dudas en cuanto a esto.

El volumen está sabiamente dividido en cinco zonas imbricadas por aquel “hilo rojo”: una “Aproximación inicial a Gramsci y los Cuadernos de la cárcel” que sirve de armazón; una introducción a su escritura carcelaria en “Los primeros pasos: leyendo el primer cuaderno”, un estudio sobre sus resortes teórico-prácticos en “Hegemonía, estado y estrategia política en los Cuadernos”, y dos valiosas preámbulos a sus aspectos más teóricos en “Filosofía y marxismo en los Cuadernos” y “Crítica literaria, literatura y lenguaje en los Cuadernos”.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): una valoración puertorriqueña

En una reflexión que publiqué en 2003 sobre las conexiones del abogado independentista Rafael López Landrón con el socialismo en la década de 1910, llamó mi atención la alusión al socialismo italiano como fuente de autoridad. La referencia no era Gramsci, sino uno de sus némesis, Aquiles Loria (1857-1943). Loria convergía con los Austromarxistas Max Adler y Otto Bauer quienes trataron, el primero, hacer converger a Marx con Kant y, el segundo, al socialismo con el nacionalismo. Con ello aspiraban enfrentar el reto del Marxismo-Leninismo ruso. Loria había intentado fusionar el agua con el aceite: quería sintetizar el Materialismo Histórico con el Positivismo, sin considerar que el carácter dinámico de la racionalidad en Karl Marx y el carácter petrificado de la racionalidad en Auguste Comte y sus acólitos, eran excluyentes.

En el 2003 me sorprendió que los socialistas puertorriqueños prefiriesen mirar hacia teóricos como Loria, el positivista argentino Esteban Echevarría, el socialdemócrata francés Jean Jaurés, o al anarcocristiano Lev Tolstoi, y evitaran cualquier referencia a Lenin o a Gramsci. No quería explicar el problema con argumentos anacrónicos o deducciones simples.  Mis pesquisas subsiguientes, incluyendo la lectura del Gramsci y del libro de Almeida, me han dado pistas más precisas para enfrentar el dilema. De igual manera, cuando investigaba la relación de Betances Alacán con los movimientos socialistas, comunistas y anarquistas y anaco-sindicalistas en el París de fines del siglo 19, comprendí por qué aquellos sectores eran reacios a apoyar la independencia de Cuba (y Puerto Rico) en el contexto de la guerra de 1895.

Al estudiar el 1898 desde una perspectiva más cultural que geopolítica o económica, reconocí que el cambio de soberanía no solo había cercenado el mercado natural europeo a la vieja colonia hispana y entregado un bastión geoestratégico a Estados Unidos. El 1898 también implicó una ruptura en el territorio de la tradición socialista insular que siguió interpretando el problema de Puerto Rico con argumentos similares a los que le planteaban las izquierdas francesas a Betances Alacán en París. Nuestros socialistas estaban convencidos que la justicia socialista emanaría del capitalismo más avanzado y no de una ruptura con él. Confiaban en una interpretación ortodoxa de la evolución social y económica que el marxismo-leninismo estaba minando.

La lectura de Almeida me ofreció unas pistas concretas. Si el “Bienio Rojo” (1919-1920) en Italia estimuló la radicalización del activismo socialista, en Puerto Rico el “First Red Scare” (1917-1920), la expresión estadounidense del fenómeno del 1917, tuvo un efecto distinto en el socialismo moderándolo política y socialmente. El hecho de que el Partido Socialista renunciase a cantar “La Marsellesa” y “La Internacional” en sus actos públicos y que en 1923 incluyera la estadidad como opción estatutaria en su programa, apuntaba en esa dirección. El impacto del Partido Comunista de Estados Unidos fundado en 1919 por Charles Ruthenberg, una organización de franca tendencia marxista-leninista, en las izquierdas locales fue secundario por lo menos hasta la década de 1930 bajo el impacto de la Gran Depresión.

Según un adelanto de investigación de Anazagasty Rodríguez en fuentes comunistas estadounidenses poco revisadas, desde mediados de década de 1920 algunos socialistas puertorriqueños disgustados con la moderación del programa social y político heredado del siglo 19 y con su alianza con poderosos sectores del capital, comenzaron a mirar hacia el marxismo-leninismo en Puerto Rico.  Su modelo fue el comunismo estadounidense de filiación soviética. La lectura de este volumen de Almeida me permite comprender, no explicar del todo, un proceso hasta el presente invisible cuya explicación enriquecerá la historia de los socialismos y los comunismos en este país antes de 1934 cuando nace un Partido Comunista Puertorriqueño en la isla bajo la marca de los soviets.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): una valoración desde la historiografía

El propósito de mi lectura 2107 era poner al alcance de mis estudiantes de teoría de la historia la reflexión de Almeida sobre Gramsci a fin de animar la crítica seria sobre un tabú: el Materialismo Histórico. Tengo la impresión de que en este país la afirmación vacía de materialismo es común y hasta redundante o a lo sumo alude al materialismo ortodoxo que Gramsci, entre otros, censuró. Para ello debía contextualizar la propuesta del pensador sardo en los debates historiográficos que enriquecieron la disciplina cuando, desde fines del siglo 19 hasta antes de la segunda Guerra Mundial, se derrumbó “paradigma tradicional” o el “antiguo régimen historiográfico”. Gramsci, sin ser historiador profesional, tenía mucho que aportar a ese debate. El Materialismo Histórico, el Neo-Hegelianismo, la Historia Cultural, el Neo-Kantismo y el Vitalismo, hicieron causa común contra el “paradigma tradicional” identificado con la obra de Leopold Von Ranke. El libro de Almeida me ofrecía las indicaciones que necesitaba para ubicarlo en ese esquema.

Se trata de un asunto marginal. Cuando se discute la revolución historiográfica de la primera parte del siglo 20 a la luz de la tradición francesa de los primeros y segundos Annales, el papel del Materialismo Histórico es reducido. Los estudiosos prefieren llamar la atención sobre las divergencias entre la Nueva Historia Social y Económica y el Materialismo Histórico o el Marxismo, y devaluar las convergencias. La actitud sorprende porque los materialistas históricos dentro de Annales no fueron poca cosa.   Allí estuvieron Ernest Labrousse, Pierre Vilar, Maurice Agulhon y Michel Vovelle, entre otros. Mi lectura de la lectura de la historia de Gramsci me dice que este poseía convergencias con la Nueva Historia Social y Económica a la luz de un marco compartido.

Los Cuadernos… de Gramsci y la centralidad del problema de las relaciones entre dirigentes y los dirigidos o entre gobernantes y gobernados, sugiere que la clave para una interpretación apropiada del devenir histórico depende de la manera en que el investigador se aproxime al problema de la lucha de clases, es decir, sugiere una interpretación política y cultural de su condición material. En última instancia, esa lógica lo ubica muy cerca de los estudios de coyuntura que dominaron la experiencia historiográfica francesa por los menos hasta 1970. Los estudios de coyuntura, concepto que provenía de la teoría económica del siglo 19, llamaban la atención sobre ciertas tendencias producto de la conexión de fenómenos distintos pero simultáneos. Gramsci encaja en el modelo de los estudios coyunturales desde el Materialismo Histórico en la medida en que, para su interpretación, la lucha de clases y las relaciones sociales de producción son un hecho primado para la explicación del devenir.

Un último comentario

Si sigo con cuidado la recomendación de la filosofía de la praxis de Gramsci, esta es una lectura tentativa.  También lo es la composición de sus Cuadernos… Las circunstancias en que fueron redactados, Almeida lo ha señalado, permiten apropiarlos como el borrador de una obra inconclusa que siempre estará sujeta a una revisión en la medida en que las condiciones en que se les lee cambian. Insisto en que el Materialismo Histórico por su carácter dialéctico, ha sido siempre un enemigo filosófico de toda ortodoxia y de cualquier proceso que tienda, según sugería Henri Bergson en su reflexión desde el Vitalismo, a congelar la imagen del pasado y convertirla en un hecho muerto. Desde dos extremos en apariencia antinómicos se repunta la misma conclusión. El pensamiento está bien servido con este libro.

Conferencia dictada en Debates Históricos: Ciclo de conversatorios. Aula Magna, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, San Juan Antiguo, 5 de mayo  de 2018. Auspicia Asociación Puertorriqueña de Historiadores, Centro de estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe y Asociación de estudiantes Graduados de Historia del CEAPRC; y publicada en la Revista Cruce: 13-19 en URL https://issuu.com/revistacruce/docs/movimientos-_17_mayo/13

 

 

  • Friedrich Nietzsche (1844-1900)

1. (…) El hecho de que la vida necesita de la Historia debe ser comprendido tanto como la afirmación que ha de evidenciarse más adelante y que estipula que un exceso del estudio de la Historia perjudica a la vida. La historiografía está ligada a la vida en tres sentidos: como aquello que es activo y pujante, como aquello que conserva y venera y como aquello que sufre y busca liberación. Á esta triple relación le corresponden tres concepciones de la Historia: una monumental, una anticuaria y una crítica.

2. La Historia pertenece, ante todo, al hombre de acción, al poderoso, al que desata una gran lucha y necesita modelos, maestros y confortadores que no halla en su entorno ni en su época. (…) Polibio, por ejemplo, fijándose en los seres activos, define el estudio de la historia política como la correcta preparación para el gobierno de un Estado y como la mejor maestra que, al recordarnos las desgracias de los demás, nos amonesta a soportar con tenacidad los vaivenes del destino. Quien haya aprendido a reconocer en esto el sentido de la Historia, sufre al ver cómo los curiosos viajeros y meticulosos micrólogos trepan las pirámides de las grandes épocas transcurridas. Donde descubre incentivos de imitación y mejoramiento, no desea encontrarse con el ocioso que, sediento de distracción o de sensaciones, deambula en estos lugares como entre los tesoros acumulados en una galería de arte.

3. En pos de no desanimarse y no asquearse al toparse con estos ociosos débiles y desesperanzados, entre los que aparentan ser activos cuando en realidad no son más que coetáneos agitados y gesticulantes, el hombre de acción mira hacia atrás e interrumpe su marcha hacia la meta para respirar hondo. Pero su objetivo es alcanzar la felicidad; quizás ni siquiera la suya, sino, a menudo, la de un pueblo o la de la humanidad entera. Huye de la resignación y utiliza la Historia como remedio contra ella. Generalmente, no lo aguarda recompensa alguna, sino la de ocupar un lugar de honor en el templo de la Historia donde podrá convertirse, a su vez, en maestro, consolador y consejero de los que vendrán después. Porque su consigna es: aquello que alguna vez sirvió para ensanchar y llenar del más esbelto sentido el concepto de «hombre» debe persistir eternamente para este propósito. Que los grandes momentos en la lucha de los individuos formen una cadena, que en ellos se unan las cumbres milenarias de la humanidad, que, para mí, la cima de un momento que hace mucho ha transcurrido siga viva, luminosa e imperiosa, ésta es la idea fundamental de la fe en la humanidad, tal como queda plasmada en la exigencia de una historia monumental. Pero es precisamente esto, la exigencia de que lo grande sea eterno, lo que enardece la lucha más aterradora. Pues todo lo que vive todavía exclama: ¡no! Lo monumental no debe realizarse. He aquí la consigna opuesta.

4. El acostumbramiento lerdo, aquello que es miserable y bajo y que llena los rincones más remotos del mundo, que humea alrededor de lo grande como una pesada atmósfera terrestre, se arroja al camino que lo grande ha de recorrer para alcanzar la inmortalidad cual un obstáculo engañoso, desviador y sofocante. (…) ¿Quién podría sospechar en ellos el acaecimiento de esta embarazosa carrera de antorchas que es la historia monumental y que sólo permite que perdure lo grande? Y, sin embargo, cada tanto despiertan algunos que, contemplando la grandeza del pasado, se sienten tan animados que la vida humana se les presenta como algo maravilloso y el fruto más bello de esa planta amarga les parece ser la conciencia de que otros han transitado la vida con orgullo y furor, otros con profundidad en sus sentidos y otros con respeto y veneración ante las tradiciones, dejando todos la misma enseñanza de que vive mejor aquel que desdeña la existencia. Allí donde el hombre vulgar toma tan afligidamente en serio ese intervalo de tiempo y lo dota de sus añoranzas, los hombres que estuvieron encaminados hacia la eternidad y la historia monumental supieron elevarse con una carcajada olímpica o, al menos, con una burla sublime y muchas veces descendieron con ironía a la tumba. Al fin y al cabo, ¿qué quedaba para ser enterrado, más allá de aquello que los había oprimido siempre, como la escoria, la inmundicia, la vanidad y animalidad de sus existencias? Ahora no se vería arrojado al olvido sino aquello que anteriormente había sido despreciado. En cambio, vivirá el monograma de su ser intrínseco, una obra, una hazaña, una iluminación extraordinaria o una creación: vivirá, porque el mundo posterior no podrá prescindir de él. Vista de esta forma transfigurada, la fama es algo más que, como dijo Schopenhauer, el bocado exquisito del amor propio. En efecto, es la creencia en la homogeneidad y continuidad de lo sublime de todos los tiempos, es una protesta contra el cambio de las generaciones, el carácter efímero de las cosas y la inestabilidad.

5. ¿De qué manera puede servir al coetáneo la contemplación monumental del pasado, la consideración de los hechos clásicos y extraordinarios de los tiempos transcurridos?

Por cierto, toma de ello la certeza de que lo grande fue una vez, en efecto, ha sido posible y, por lo tanto, será posible en el futuro. Su paso adquiere mayor valentía porque ahora está disipada la duda de si estará anhelando lo imposible. Supóngase que alguien crea que no harían falta sino cien hombres productivos, instruidos y activos bajo un nuevo espíritu para acabar con el intelectualismo que hoy está de moda en Alemania, ¡cuán fortificada se vería esa convicción si se percatara de que la cultura del Renacimiento ha sido erguida sobre las espaldas de tal centenar de hombres!

6. Y sin embargo -a fin de aprender de inmediato algo nuevo de este ejemplo- cuan fluctuante e inexacta resultaría tal comparación. ¡Cuántos aspectos heterogéneos deben ser soslayados para que tal comparación pueda surtir sus efectos, cuán forzosamente ha de ser encajada la individualidad de lo pasado dentro de una forma general, todas sus asperezas y delineaciones precisas a favor de la concordancia! En el fondo, sólo podría asumirse que aquello que fue posible alguna vez puede reproducirse una segunda vez si los discípulos de Pitágoras tuviesen razón en que los acontecimientos en la tierra se repetirían hasta en lo más diminuto y singular siempre y cuando se hallasen bajo la misma constelación de los cuerpos celestiales. De forma que, si las estrellas adoptasen cierta posición entre sí, un estoico volvería a unirse con un epicúreo para asesinar a César y, bajo otra constelación, Colón siempre volvería a descubrir América. Sólo si el mundo volviese a reiniciar su obra teatral cada vez de nuevo tras finalizarse el quinto acto, si fuese predecible el retorno, en intervalos determinados, de la misma combinación de motivos, del mismo deus ex machim, de la misma catástrofe, sólo entonces, el hombre poderoso podrá reclamar para sí la historia monumental con toda su veracidad icónica y, con ello, cada factum con su perfecta definición de particularidades y singularidades. Esto probablemente no se dará hasta que los astrónomos vuelvan a tornarse astrólogos de nuevo. Hasta entonces, la historia monumental no podrá adquirir nunca esa veracidad plena: mientras tanto, siempre unificará, generalizará y equivaldrá lo desigual, siempre atenuará la heterogeneidad de los motivos y móviles para presentar, a costa de la causa, como ejemplar de ser imitado, su effectus monumental. Debido a su abstracción de las causas, la historia monumental podría describirse, con cierto grado de exageración, como una colección de «efectos en sí» o como una serie de acontecimientos que siempre surtirán los mismos efectos. Lo que se celebra en las fiestas populares, los días de conmemoración religiosa o bélica son, en el fondo, ese «efecto en sí». Es esto lo que quita el sueño a los ansiosos, lo que pende como un amuleto del corazón del emprendedor, no la verdadera conexión histórica de causas y consecuencias que, una vez que fuese reconocida, sólo pondría en evidencia que nunca se produce dos veces un hecho histórico en el juego de dados que se desenvuelve entre el futuro y el azar.

7. Siempre que el alma de la Historia resida en los grandes impulsos que toma de ella el hombre poderoso, cuando el pasado es descrito como algo digno de ser imitado, es decir, como algo imitable y repetible, corre el peligro de verse distorsionada, embellecida y, por ello, acercada a la poesía de libre imaginación. En efecto, existen épocas que permanecen indefinidas entre el pasado monumental y la ficción mística porque es posible tomar los mismos impulsos de ambos mundos. Puede decirse entonces que, en caso de que la contemplación monumental de la Historia impere sobre las demás perspectivas, más concretamente sobre la anticuaría o crítica, es la propia Historia la que sufre perjuicios: enormes partes de ella se ven destinadas al olvido y al desprecio, desvaneciéndose como un raudal interminable y turbio, mientras que sólo se destacan, como islas, algunos hechos decorados. Las pocas personalidades que permanecen visibles están dotadas de algo innatural y maravilloso, semejante a aquel arca dorada que los discípulos de Pitágoras creían ver en su maestro. La historia monumental engaña por sus analogías: con sus similitudes tentadoras incita al valiente a la osadía y conduce al entusiasmado al fanatismo. Si esta perspectiva histórica se traslada a las manos y las mentes de sagaces egoístas y ambiciosos malhechores, se derrumban imperios, se asesinan príncipes, se enardecen guerras y revoluciones y, por consiguiente, se multiplican una vez más los históricos «efectos en sí», es decir, las consecuencias que carecen de causas correspondientes. Suficiente hasta aquí, para indicar los prejuicios que puede causar la visión monumental de la Historia en los hombres vigorosos y emprendedores, sean éstos buenos o malos. ¡Cuánto más nefasto será su impacto si se sirven y apoderan de ella los frágiles y perezosos!

8. Recurramos al ejemplo más simple y frecuente. Imagínese uno a las naturalezas desprovistas o poco dotadas del sentido artístico, acorazadas y armadas por una historia del arte monumental, ¿contra quién esgrimirán entonces sus armas?

Contra sus enemigos íntimos, contra los espíritus intrínsecamente artísticos, es decir, contra quienes verdaderamente saben servirse de tal perspectiva histórica para la vida y dedican lo aprendido a una práctica sublime. Es a ellos que se les obstruye el camino, se les oscurece la atmósfera, cuando se danza alrededor de un monumento malentendido con idolatría y verdadera devoción como si se quisiera exclamar: ¡mirad, he aquí el arte verdadero y venerable, qué importan aquellos que todavía están por venir y los que anhelan! Aparentemente, este enjambre danzante está en posesión del «buen gusto»: porque el ser creativo siempre está en desventaja ante aquel que sólo mira y nunca pone manos a la obra, de la misma manera que el orador político de salón siempre ha sido más sagaz, más justo y más reflexivo que el gobernante de un Estado. Pero si se pretende trasladar al ámbito del arte el régimen del plebiscito y de la mayoría y arrastrar al artista ante el foro de los inoperantes estéticos para que se defienda, puede uno jurar de antemano que éste será condenado, no pese a, sino justamente porque así mismo sus jueces han proclamado solemnemente el canon del arte monumental, es decir, acorde a lo expuesto, el canon de un arte que a lo largo del tiempo ha surtido un «efecto», mientras que, a su vez, están despojados de la necesidad, la inclinación pura y la autoridad histórica para calificar el arte contemporáneo que, justamente por ello, todavía no es monumental. En cambio, el instinto les revela, que el arte puede ser asesinado por el arte: en efecto, lo monumental no ha de surgir de nuevo y para ello se sirven de todo aquello que está provisto de lo monumental desde antaño. Así resulta que son conocedores del arte porque desean acabar con el arte, así es que se presentan como médicos cuando en realidad promueven la elaboración de venenos, es por ello que sensibilizan sus lenguas y su sentido del gusto para jactarse de su fineza y rechazar con inmutabilidad cuanto alimento artístico se les presente. Ellos no quieren que nazca lo grande y su medio es la afirmación de que lo grande ya existe. En realidad, lo grande que ya existe les atañe tan poco como lo grande que está por nacer: sus vidas lo evidencian. La historia monumental es el disfraz con que el odio contra los coetáneos grandes y poderosos se viste de admiración saturada de lo grande y poderoso del pasado, es el medio con que falazmente invierten el verdadero sentido de su perspectiva histórica. Lo sepan o no, actúan como si su lema fuese: ¡dejad que los muertos entierren a los vivos!

9. Cada una de las tres perspectivas históricas sólo es justificada sobre un determinado fundamento y en un clima específico. En cualquier otro, se transforma en una hierba devastadora. El hombre que aspira a lo grande, si es que necesita del pasado, se apodera de éste por medio de la Historia monumental. Quien, por contrario, anhela permanecer dentro de lo habitual y añejo, cuida del pasado a modo de un historicista anticuario y sólo aquel que está oprimido por un malestar presente, y que desea a toda costa desembarazarse de esa carga, siente necesidad de una historia crítica, es decir, de una Historia que juzga y condena. Muchos males brotan del trasplante indolente de las hierbas: el crítico sin angustia, el anticuario sin pietas, el conocedor de lo grande sin aptitud para lo grande, son tales plantas devenidas hierbas malas, extraídas de su suelo materno y, en consecuencia, degeneradas.

Fragmento número “2” de Friedrich Nietzsche (2006) Segunda consideración intempestiva (1874). Buenos Aires: Libros del Zorzal.

Comentario:

El fragmento de Nietzsche establece que “un exceso del estudio de la Historia perjudica a la vida”. La implicación es que la Vida y la Historia no son la misma cosa, a la vez que se sugiere que la segunda no puede ser una maestra eficiente para la primera. El filósofo alemán afirma que la Historiografía está ligada a la Vida en tres sentidos.

  • Como aquello que es activo y pujante, ruta en la que produce la historia monumental
  • Como aquello que conserva y venera, ruta en la que produce la historia anticuaria
  • Como aquello que sufre y busca liberación, ruta en la que produce la historia crítica

Se trata de tres metáforas que de paso, echan por la borda la idea de la Unidad o Universalidad de la Historia y reconocen a este peculiar relato como un discurso contingente, relativo y cambiante.

Para la historia monumental, el protagonista de la Historia es el “hombre de acción”, el “poderoso” que se admira del pasado grandioso y lo observa como quien camina por una galería de arte. En su admiración, “interrumpe su marcha hacia la meta”-el futuro-, y se inmoviliza. Dicha actitud “sólo permite que perdure lo grande” y mutila su creatividad. En ese sentido, la Historia perjudica a la Vida. El resultado neto de esta actitud que podría llamar Romántica, es que desemboca en “la certeza de que lo grande fue una vez” y “será posible en el futuro” porque confía en la posibilidad de re-establecer lo pasado. Pero dado que el Pasado es irrecuperable, se trata de una propuesta vacía. Quien admira el pasado de ese modo también hace invisibles los hechos que no son grandiosos. Con ello el Pasado se transforma en una sombra de lo que fue y, al convertirse en Canon o Medida, conduce al desprecio del Presente. De ese modo, el clasicismo puede mutilar las posibilidades de la creación.

La historia anticuaria, por otro lado, es una manera de la evasión, un recurso extremo en el cual el historiador ha decidido huir del Presente y “permanecer dentro de lo habitual y añejo” como si se tratase de su guardián. La historia crítica, por último, es la  expresión de “aquel que está oprimido por un malestar presente” y “juzga y condena” con el propósito de liberarse de esa carga. Nietzsche presenta tres actitudes que pueden generarse de la relación con la Historia

  • La admiración por la grandeza de pasado que inmoviliza
  • La voluntad de huir del presente y refugiarse en el pasado
  • La voluntad de vivir el presente y enfrentarlo

El fragmento representa una crítica muy rica del concepto que la Modernidad se hizo de la Historia.

  • Mario R. Cancel
  • Escritor e historiador