• Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

La historiografía era una disciplina universitaria y una industria cultural significativa en 1900. Los profesionales y académicos vinculados a la disciplina reconocían los límites de los paradigmas sobre los cuales se sostenía aquella. La reflexión filosófica de los últimos 30 años del siglo 19 había sido muy precisa en cuanto a ello. Un sector significativo de los historiadores aceptaba que era ilusorio pensar que la razón, la ciencia y la teoría del progreso fueran capaces de explicar del todo a la humanidad. Les preocupaba que la historiografía tradicional y el Gran Relato Moderno había excluido o tratado con superficialidad la discusión de la sociedad y la cultura de la explicación y que a lo sumo, cuando reflexionaban sobre aquellos espacios, los  veían como un “reflejo” o “emanación” de la política y el derecho y no como escenarios autónomos de aquellos. Su actitud demostraba que la ansiedad de universalidad que se había propuesto durante el periodo de la  Ilustración no se había cumplido por lo que se hacía necesario retomar el proyecto de una “historia total” desde una perspectiva innovadora.

La «historia total» a la que aludían debía poseer una nueva complejidad. No era suficiente incluir o sumar las historias de todas las culturas del mundo como había sugerido Voltaire en su reflexión el siglo 18. El desarrollo de las ciencias sociales y humanas académicas durante el siglo 19 había dejado claro que a la hora de escribir la historia también había que tomar en consideración las densas y complejas relaciones humanas que se daban más allá de la vida política y jurídica. Pensar históricamente o introducir al discurso de los historiadores las  dimensiones materiales, sociales, culturales y emocionales del género humano no era una tarea fácil pero debía ser enfrentada. La faena implicaba, por un lado, que se debía reconocer que aquellas dimensiones poseían cierta autonomía de los determinantes políticos y jurídicos y que, por otro lado, influían en aquellos. La nueva complejidad se podría  resumir en la idea de que unas dimensiones y otras interactuaban en un circuito y se influenciaban una a otra de manera dinámica y dialéctica. Para conseguir esos objetivos algunos historiadores decidieron que había que aprovechar los avances de ciencias sociales tales como la economía, la geografía, la antropología, la sociología y la psicología. Ante la historiografía tradicional se desarrollaría una historiografía nueva que cambiaría de modo dramático la manera de pensar al ser humano en el tiempo y el espacio.

La ruptura con la historiografía tradicional no fue total: ninguna ruptura lo es. Los defensores de una historiografía nueva reafirmaron algunos de los valores de la historiografía tradicional. Las continuidades más significativas fueron, a saber:

  • La idea de que la historia era comprensible y poseía una relación estrecha con la vida ciudadana
  • La idea de que la historia poseía una estructura que mantenía unida sus partes y que esa estructura podía ser conocida por el observador
  • La idea de que la documentación guardada en los archivos históricos, no solo la institucional y la jurídica sino también la que descansaba en otros depósitos de la memoria como las bibliotecas y los museos, era una fuente fundamental para interpretación del pasado y el conocimiento del presente
  • La idea de que había que  mantener cierta distancia de la filosofía y la metafísica por su carácter especulativo

Sin embargo también alentaron la creatividad de los profesionales del campo en varios aspectos en los que diferían con la historiografía tradicional.  Las discontinuidades más significativas fueron, a saber:

  • Introdujeron en la historiografía métodos de las ciencias sociales
  • Aceptaron con cautela el perspectivismo y el relativismo sugeridos el vitalismo filosófico y confirmado por la física relativista y cuántica
  • Volvieron a comprometerse con la meta de producir una historia científica pero le dieron un sentido distinto al concepto “ciencia”. Historiadores como el francés Marc Bloch (1886-1944) y el holandés Johan Huizinga (1872-1945), y filósofos de la historia como William Henry Walsh (1951), consideraban el trabajo de los historiadores como un “tipo especial” de ciencia o como una “disciplina intelectual” que combinaba recursos de las ciencias llamadas exactas con otras disciplinas interpretativas de carácter reflexivo y creativo.

Los propulsores de una historiografía nueva se cuidaron de evitar ciertas posturas que derivaban del vitalismo filosófico según lo habían expresado Nietzsche y Bergson, entre otros. La actitud crítica ante la razón y la ciencia no significaba abadona la racionalidad con el fin de abandonarse a la intuición y la estética. De igual manera, tampoco debía conducirlos al nihilismo o el escepticismo extremo como sugería el pensamiento nietzscheano. Por el contrario, partiendo de la alianza con las ciencias sociales, aquellos pensadores se consideraban en posición de restituir y reinventar la historiografía y ratificar de manera creativa la  confianza en los ideales modernos y en la cultura occidental.

Los focos de discusión camino a una historiografía nueva maduraron en Estados Unidos y en Francia a principios del siglo 20 a partir de tres experiencias.

  • La New History asociada al historiador James Harvey Robinson (1863-1936)
  • La “Historia Total” asociada al historiador Henri Berr (1863-1954)
  • La “Historia Social y Económica” centrada en la revista Annales y a las personalidades de los historiadores Marc Bloch y Lucien Febvre (1878-1956) en Francia

Los elementos comunes de las tres experiencias fueron varios. Por una parte, tomaron distancia de los temas ligados al denominado “Dios de la Modernidad”, es decir, el estado-nación según lo definió el historiador cubano de origen catalán Josep Llobera (1939-2010) en un libro publicado en 1994. La actitud implicaba que el tema central de aquella materia dejó de ser la política, la guerra y las relaciones internacionales por lo que la presencia del lenguaje de la ciencia política, la jurisprudencia y la diplomacia se redujo. El resultado neto de ello fue que el interés por el acontecimiento, las figuras proceras y las elites de poder también decreció. Por el contrario, su interés se desvió hacia la economía, la sociedad, los procesos de interacción humana y los personajes colectivos, actitud que llamaba la atención sobre la naturaleza de las clases sociales en pugna y el lugar que ocupaban los seres humanos concretos en el proceso de producción material.

En términos filosóficos, rompieron con la idea de que la sociedad y el mercado eran el resultado neto de las estructuras del estado (las instituciones) y del derecho (las leyes) y asumieron que había una relación más dinámica entre aquella. El giro interpretativo legitimó y fortaleció la aproximación a disciplinas de las ciencias sociales tales como la sociología, la economía y la geografía. Todo sugiere que la historiografía nueva poseía coincidencias con los postulados del Materialismo Histórico, filosofía especulativa de la historia que expresaba preocupaciones análogas. 

En términos de las áreas de trabajo que más llamaban su atención, mostraron particular interés por el estudio de las “culturas” o “civilizaciones” tanto en sus aspectos materiales como espirituales. “Cultura” es un concepto abarcador proveniente del latín que alude a la capacidad humana para producir bienes materiales e inmateriales. “Civilización”, también del latín, refiere los celebrados logros del comunidades urbanas desde la antigüedad. La historiografía nueva favorecía una mirada macroscópica e interpretaba aquellos dos conceptos como la expresión de las relaciones sociales manifiestas en su seno. El interés por las culturas y las civilizaciones legitimó la interacción de los historiadores innovadores con la antropología y la sicología. Aquella actitud favoreció el desarrollo de las miradas macroscópicas y abarcadoras del pasado más que la nacionales o locales por lo que servía bien al propósito de  crear una historia total, según el sueño de los ilustrados, pero con instrumentos más confiables.

Aquella actitud ha sido identificada con el nombre de “giro social” concepto que sugería el reconocimiento de la importancia de la sociedad y sus expresiones culturales en el proceso de comprensión de la situación de los seres humanos en la historia, a la vez que validaba la estrecha alianza de los historiadores con las ciencias sociales. La nueva disposición no debe ser interpretada en el sentido de que se abandonó por completo la investigación del estado-nación sino que aquella  se elaboró a la luz de los saberes sociales.

El hecho de que la tendencia del giro social tuviese preocupaciones similares a las que expresaba el Materialismo Histórico surgido a mediados del siglo 19 debe tomarse con cuidado. En cierto modo, el Materialismo Histórico adelantó la discusión de la historia con componentes de las ciencias sociales. Sin embargo, a principios del siglo 20 habían madurado ciencias sociales nuevas mientras otras habían sido reformuladas y, en términos generales, habían cambiado al convertirse en disciplinas universitarias y académicas propias de los países más avanzados del mundo.

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador
Nota de lectura a Umberto Eco (2007) ¿De qué sirve el profesor? en La Nación 21 de mayo

El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se elabora en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores o curiosos. El hecho de que la sociabilidad y el contacto virtual parezcan querer imponerse a las formas convencionales de socializar y relacionarse con el resto del género humano es indicativo de ello.

Umberto Eco (1932-2016)

En lo que incumbe a este campo de trabajo de los historiadores, una de las secuelas más visibles de todo ello ha sido que la universidad ha dejado de ser la única institución en condición de emitir juicios, confiables o no, con respecto a la representación del pasado. Aunque la competencia entre una variedad de emisores de saber no es un asunto nuevo, las tensiones se han multiplicado hasta el presente minando la confiabilidad que poseía el intelectual académico.

El debate posmoderno de la década de 1990 fue uno de los componentes de ese problema en la medida en que articuló un inteligente cuestionamiento en torno a la solidez y la confiabilidad de la Historia Relato según la había formulado la tradición occidental moderna amparada en la racionalidad instrumental y las teorías progresistas. En algunos casos se llegó a argumentar de modo convincente que aquellos instrumentos no eran sino una ficción al servicio del poder de una ideología que a se identificaba con el capital y otras con todo lo contrario. La impugnación y el desafío, como se indicó, se expresó contra todos los proyectos emanados de la modernidad.

En ese sentido el nuevo orden capitalista neoliberal y la globalización han estimulado un cambio profundo que ha tenido efectos puntuales en la práctica de la reflexión histórica mundial.

  • En lo que incumbe a la concepción de eso que llamamos historia, condujo a la revisión de la tácticas (métodos) y estrategias (teorías) para representar el pasado. Una parte significativa de los instrumentos interpretativos de la época de la Guerra Fría perdieron toda utilidad tras el fin del conflicto.
  • En lo que concierne a la figura de historiador, estimuló la reflexión sobre su condición como productor de conocimiento y justificó la revisión de las metodologías y las fuentes de información legítimas a la hora de formular sus conclusiones.
  • Y en lo que atañe a la historiografía como un campo profesional y académico viabilizó, y a veces forzó, la revisión de los procedimientos para su reproducción, es decir, la educación y difusión del saber, sin excluir los artefactos de su distribución editorial en donde texto e hipertexto comenzaron a competir espacios. Todo ello ha reconfigurado lo que antes se consideraba una “comunidad de saber” más o menos estable.

¿Cómo han enfrentado la historiografía y los historiadores el acelerado proceso de cambio? En cierto modo estos profesionales deberían ser los mejor preparados para enfrentar cualquier transformación esperada o inesperada en el medio en el cual se desplazan: la historiografía no es otra cosa que la observación cuidadosa de la condición humana en un contexto de tiempo y espacio. Las reacciones, sin embargo, no dejan de sorprender.

En un conocido artículo de Umberto Eco (1932-2016) titulado “¿De qué sirve el profesor?” reproducido en 2007 en el periódico digital La Nación de Argentina, el semiólogo y filósofo italiano afrontaba el problema del papel de la Internet en la educación en el siglo 21. Su motivo fue responder la pregunta de un estudiante: “Disculpe, pero en la época de la Internet, usted, ¿para qué sirve?”. Eco reconocía que desde 1990 los medios de comunicación masiva y la revolución informática habían contribuido a la devaluación del Maestro / Profesor y la Escuela / Universidad convencionales en el proceso educativo. Estaba de acuerdo en que la revolución informática, igual que antes la radio, la televisión y el cine, tenían la capacidad de “informar” en las esferas extraescolar y extrauniversitaria y que su autoridad intelectual estaba en posición de competir con la de la escuela y la universidad. La competencia era desigual porque los recursos a los que apelaban aquellos medios eran más digeribles que aquellos los que recurrían las instituciones tradicionales: el dualismo maniqueo entre lo “interesante” y lo “aburrido” se evidenciaba.

Eco enfrentaba el problema planteado como un humanista. Reconocía la existencia de una contradicción entre, de una parte, los medios de comunicación masiva y la Internet, y de otra parte, el Maestro / Profesor y la Escuela / Universidad. Estaba en posición de reconocer el poder “informativo” de las tecnologías, pero insistía en que “informar” era y debía ser una tarea “compartida” con el educador. La diferencia en la capacidad para “informar” de uno y otro era que, si bien el conocimiento impartido por los medios de comunicación masiva y la Internet era acumulativo, es decir, no filtrado, pasivo y potencialmente acrítico; el conocimiento impartido por el educador era selectivo, es decir, filtrado, activo y potencialmente crítico. El Maestro / Profesor que se movía en los ámbitos de la Escuela / Universidad tenía la capacidad de “informar” pero también cargaba la responsabilidad ética de “formar” y humanizar al educando. De eso se trataba el acto de “educar”. Eco retornaba a la cuestión de la educación bancaria como un opuesto de la educación crítica.

Según Eco la capacidad de “formar” se traducía en la pericia que tuviese el educador para provocar en los estudiantes la reflexión y el diálogo, y/o invitarlos a confrontar lo que se aprendía en la aulas con lo que se aprendía fuera de ellas. Del mismo modo que pensar históricamente no hace al ser humano historiador y que el pasado en bruto no es lo mismo que la historia, Eco afirmaba que el “dato” informativo solo no era suficiente y que se hacía necesario comprender el “por qué” y contextualizar lo que informaban los medios de comunicación masiva y la Internet, tarea que sólo podía completar el educador.

La mitad de la responsabilidad en la búsqueda de aquel propósito correspondía al educando o el estudiante y, claro está, a la actitud emocional y cognitiva que lo informase o caracterizase a lo largo del proceso de aprendizaje. En ese sentido la intuición y la voluntad, así como el raciocinio y la capacidad convergían para producir un saber cargado de humanidad que la Internet por sí sola no podía suplir. Eco no era un enemigo de los medios de comunicación masiva y la Internet. Su intención más bien era que aquellas esferas no se transformas en fuerzas enajenantes sino que, por el contrario, cumpliesen una función humanizadora.

Sus aprensiones eran legítimas: un progreso tecnológico valioso como aquel consumido conspicuamente y sin freno, podía convertirse en una trampa. El hecho de que en el mundo capitalista neoliberal aquellos medios no fuesen un bien público sino que un bien privado bajo el control de empresas capitalistas que lo habían convertido en una mercancía rentable en el marco de una economía de mercado era un punto para tomar en consideración. El hecho de que la vanguardia en esa industria estuviese dominada por intereses estadounidenses, la economía de consumo neurótico más grande del mundo levantaba bandera ante el pensador italiano. El debate planteado por Eco sigue vivo hasta el presente.

 

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Referencia: Johan Huizinga (1929/1994) “En torno a la definición del concepto historia” en El concepto de historia. México: Fondo de Cultura Económica.

La Historia Cultural no fue resultado solo del debate cultural de la década de 1960 y las tensiones entre la historiografía y las ciencias sociales y el Materialismo Histórico. La discusión en torno a la relación de la historiografía con las ciencias naturales o sociales ha estado presente de un modo u otro a lo largo de toda la historia de la disciplina y ha ocupado un lugar de preponderancia tanto en la filosofía como en la teoría de la historia . Un punto de flexión interesante en la evolución de ese debate lo representó la discusión presentada respecto al mismo asunto en la última parte del siglo 19 por el Vitalismo filosófico. En cierto modo la discusión en torno a la relación entre historia y vida contiene muchos puntos en común con la discusión en torno a la relación entre sociedad y cultura. En ambos casos, las primeras partes del dístico -historia y sociedad-, lo que buscan es representar intelectualmente unos sistemas de relaciones complejas identificados con los conceptos vida y cultura de una manera eficaz y transparente. El éxito o el fracaso del intento de traducción es lo que ha permitido que el debate respecto a estos asuntos siga enriqueciendo la disciplina, pero en última instancia se trata de debates que no tienen solución.

Uno de los momentos más decisivos en la evolución hacia una Historia Cultural madura fue la reflexión del antes citado historiador holandés Johan Huizinga en un texto de 1929 titulado “En torno a la definición del concepto historia” el cual formaba parte de su volumen El concepto de historia. Una lectura cuidadosa del mismo demuestra que Huizinga fue uno de los predecesores del Giro Cultural en sus diversas expresiones: la Historia de las Mentalidades, la Historia Cultural y de las Representaciones que sediscutirán más adelante.

Johan Huizinga

En una obra clásica, El otoño de la Edad Media, publicada en 1919, Huizinga explicaba el fin de la Edad Media y la transición al Renacimiento en el contexto de la historia europea con metáforas naturales impresionistas, técnica que convergía con la tendencia a la literaturización del lenguaje interpretativo de los historiadores. El concepto otoño proviene del latín y sugiere etimológicamente la noción de plenitud o auge de un proceso, condiciones que, como en la naturaleza auguran, nuevas formas de vida. La sugerencia era que el otoño de la Edad Media equivalía a un augurio de la modernidad encarnada en el humanismo y el renacimiento. Lingüísticamente Huizinga sugería que no se trataba de períodos discontinuos sino que eran parte de una continuidad.

Otro modelo al cual se puede apelar es su libro Homo ludens publicado en 1938 y en el cual estudiaba el “juego” categorizándolo como uno de los fundamento de la cultura. La introspección de Huizinga sugería que debía considerarse que el ser humano, más que un homo sapiens (sabio o racional) tal y como lo definió el naturalista sueco Carl Von Linneo (1707-1778), o un homo faber (productor o arquitecto) como lo veía el filósofo Bergson, era un homo ludens. El “juego”, ese ejercicio recreativo o competencia que por lo regular somete a los participantes a ciertas reglas, debía ser considerado como el fundamento operacional del proceso histórico. La impresión de que muchos de los logros humanos deberían ser considerados producto del azar o la fortuna estaba patente detrás de su argumentación. Desde su punto de vista, mirar hacia la cultura y los actos humanos en ese territorio tenía un potencial aclarador mucho más rico que mirar hacia la sociedad o la economía.

El texto “En torno a la definición del concepto historia” discutía la naturaleza o condición de la historia como disciplina y traducía una crítica a la forma en que los historiadores modernos, entiéndase aquellos que se habían formado a fines del siglo 19 y principios del siglo 20 en el marco de la historiografía académica y universitaria, lo definían. Detrás del planteamiento de Huizinga se percibía una protesta contra la historiografía tradicional, el Positivismo y el Historicismo qué coincidía con los propósitos de la historiografía nueva, ya que el holandés no aceptaba que la historia pudiese ser considerada una “ciencia exacta” o siquiera que fuese capaz de ello en algún momento. Al enfrentar el problema de por qué se consideraba a la historia cómo una “ciencia exacta”, atribuía el dislate a dos condiciones que fructificaron durante los siglos 18 y 19 que recuerdan el argumento del filósofo de la historia W. H. Walsh, a saber:

  • Por una parte, a su vinculación con las Ciencias Naturales y la Física Mecánica del matemático inglés Isaac Newton (1643-1727) en especial la aplicación de las leyes de la dinámica a la vida social histórica. La idea de que el estudio de la sociedad podía desembocar en una Física Social fue un planteamiento común a pensadores como Giambattista Vico,  Augusto Comte y Eugenio María de Hostos Bonilla, entre otros.
  • Por otra parte, a su vinculación con las ciencias sociales surgidas en el contexto de la Ilustración, la Revolución Francesa y que maduraron en el escenario del capitalismo avanzado de la segunda mitad del siglo 19. Numerosos científicos sociales vivieron convencidos de que podrían descubrir las leyes que explicaban el funcionamiento del mundo histórico y social con precisión.

Su argumento en torno a lo inapropiado de la concepción de la historia como una “ciencia exacta” era de sentido común. Si se la veían de ese modo, se excluiría una parte significativa del pasado de la disciplina en la medida en qué se devaluaría la escritura histórica pre moderna. En cierto modo lo que sugería Huizinga era que si se aceptaban los criterios de definición propuestos, Heródoto, Tucídides, Tito Livio, Flavio Josefo, Eusebio de Cesárea o Ibn-Jaldún, por solo mencionar algunos casos, no debían ser considerados historiadores por el hecho de que la exactitud no había sido un rasgo determinante en su obra. Concebir la historia como una ciencia exacta resultaba restrictivo. Lo más apropiado debía ser aceptar que la idea de la historia como una “ciencia exacta” era propia de una época pero no de todas: la historiografía no necesitó ser científica hasta el siglo 19. de igual manera, nada aseguraba que en el futuro la exactitud a la cual se apelaba volviera a devaluarse y la historia fuese considerada otra vez algo distante de las posibilidades de la exactitud o cientificidad. Lo que hacía Huizinga era poner en entredicho las premisas de la definición y concluía que la misma era excluyente y desde su punto de vista, una definición para ser eficaz debía ser general, concisa e inclusiva.

Una vez establecidas aquellas premisas Huizinga articulaba su personal definición de la historia. Desde su punto de vista la historia, en última instancia la Historia Relato, era un fenómeno cultural que tenía como objetivo producir una imagen comprensible de un fragmento del pasado, proceso por medio del cual le adjudicaba sentido a algo que, previo a ese ejercicio, no lo tenía. El sentido o significado del fluir del acontecer histórico era construido, articulado y comunicado por el historiador. La labor del historiador era una “forma espiritual” cercana al trabajo que ejecutaba la literatura, la filosofía o el derecho.

Aquellas afirmaciones distanciaban la historiografía del campo de las “ciencias exactas” y, por el contrario, la aproximaban a las artes y las disciplinas creativas. ¿Qué distinguía o hacía única a la historiografía ante aquellos campos de trabajo? Lo que diferenciaba el trabajo del historiador era su especial relación con el pasado, es decir, el hecho de que aquella expresión intelectual buscaba comprender el mundo a la luz del esclarecimiento del pasado y el hecho de que reconocía que entre uno y otro orbe, pasado y presente, había una estrecha y rica relación. El historiador reconocía que el pasado, a través de sus huellas o rastros, se proyectaba y seguía vivo en el presente en la medida en que se hacía accesible por medio de la memoria formalizada que producía el historiador.

La historia o el trabajo historiográfico no era sino la forma en que los seres humanos se “rinden cuentas” o se hacen responsables por los actos realizados en el tiempo y el espacio, o sea, en el “pasado”. La “rendición de cuentas” generaba un saber tan auténtico, seguro y confiable como el de una “ciencia exacta” pero de una naturaleza distinta. Era una “ciencia” en el sentido amplio de la palabra: era una forma de “saber” o “conocimiento”. Para Huizinga, cada “rendición de cuentas” se elaboraba de acuerdo con la cultura y la temporalidad que la emitía por lo que el producto de la gestión no era singular o único sino plural y múltiple. El “presente” incidía en la perspectiva del “pasado” de manera decisiva”.

Por último, Huizinga confirmaba que el “pasado” en bruto o por sí solo, no equivalía a la “historia”. El conocimiento del “pasado” se transmutaba en historia cuando el historiador y, debo añadir, sus interlocutores lo “comprendían” y lo poseían de una manera empática que invitaba a la tolerancia de la diferencia. En síntesis, para Huizinga la “Historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas del pasado”. Su sujeto, quien la piensa, es una “cultura”. Su objeto o propósito era la “rendición de cuentas” respecto a un “pasado delimitado” o definido. La imaginación de Huizinga puso sobre la mesa las preocupaciones fundamentales del Giro Cultural cuya expresión en la Historia Cultural acabó por generar una revolución intelectual perdurable a partir de la década de 1970.

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El Vitalismo filosófico  de Henri-Louis Bergson (1859-1941) partía de la premisa de que la física (las ciencias naturales) y la metafísica (la filosofía) eran territorios opuestos y que la primera no podía ser absorbida por la segunda. ¿Cuál de aquellos campos estaba en posición de explicar la vida?  Bergson pensaba que la vida no era un hecho positivo “fijo” sino un “fluir” que se filtraba por medio de un presente fugaz por lo que escapaba a las capacidades de la razón. La vida y el ser eran experiencias personales e íntimas que solo la metafísica era capaz de apropiar. ¿Qué le decía aquel argumento a un historiador?

Como se sabe la historia era considerada una ciencia social que se ocupaba de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio, razón por la cual los comentarios de Bergson poseían relevancia para los historiadores. Dado que para los vitalistas la historia y la vida no equivalían y la historia, como todas las ciencias, dependía de la razón para explicar los problemas que se planteaba, entonces aquel saber era tan incapaz para comprender la vida igual que las demás ciencias. El filósofo francés profundizó en el problema de la relación contenciosa entre la historia y la vida al afirmar que la diferencia entre ambas tenía que ver con la “textura” de cada una: textura es un concepto de origen latino que sugiere el tejido o estructura sensible de un objeto.

Henri-Louis Bergson

Dado que la  historia era un hecho fijo y la vida era un fluir, la textura de una y otra eran distintas. La historia, por lo tanto, era explicable con los recursos de la física  y las ciencias naturales y sociales pero no así la vida. La incapacidad de la física para comprender la vida provenía  del instrumento que utilizaban: la razón. La razón  era propensa a “petrificar” o “inmovilizar” el objeto para conocerlo por lo que no podía  percibir  el fluir de la vida y, si la fijaba, ya no la vería como era. La “verdad” requería la comprensión del fluir y su contingencia, por tanto, como el fluir es un cambio o revolución constante, la verdad también lo era. Los paralelos entre su propuesta y la interpretación del teólogo católico, naturalista y filósofo alemán Martin Heidegger (1886-1976) sobre el ser eran visibles. Heidegger concebía que el Ser / Sein no era una cosa acabada, petrificada y fija sino un proceso de construcción, cambiante y fluido, en suma,  un Siendo / Dasein: ser un siendo es vivir el cambio constante.

Al Vitalismo filosófico le preocupaba la “recepción” o “percepción” del tiempo. Bergson además afirmaba que el tiempo de la historia y el de la vida no eran iguales. Para comprender la diferencia deslindaba dos regiones simbólicas: una que coincidía con el “Tiempo Histórico o Científico”, y otra que coincidía con el “Tiempo Puro o Duración Real”. Su propuesta volvía sobre el asunto de la relación entre la determinación y la libertad, tema central de la interpretación histórica en todas las eras.

  • El tiempo histórico o científico era matemático, se percibía como una línea dibujada sobre una superficie y se presumía homogéneo, estandarizado y cuantificable en siglos, decenios, años, meses, semanas, días discontinuos, es decir, que empezaban y terminaban: era un locus, lugar o inercia. En última instancia actuaba como un referente ilusorio o un marco en cual se insertaba la vida histórica y social. El fatalismo al cual apelaba el cristianismo, o el determinismo al cual apelaban los ilustrados y los modernos, servían para comprenderlo en la medida en que afirmaban que en su contexto no había libertad para escoger y todo era forzoso. Este era el escenario de la historia.
  • El tiempo puro o la duración real no era cuantificable, ni homogéneo ni heterogéneo, se percibía como un fluir de estados que se disolvía el uno en el otro hasta formar un todo indivisible o continuo en el cual los fragmentos no comenzaban ni terminaban: era un actus, acto o dinamismo. El fatalismo cristiano o el determinismo moderno no eran de utilidad para comprenderlo porque en la vida había libertad para elegir. La elección no era producto de un acto racional sino que era espontánea, acorde con la intuición o el instinto. Este era el escenario de la vida.
  • El tiempo histórico o científico no era más que un referente artificial que ubicaba al ser humano es un lugar de esa línea imaginaria. El tiempo puro o la duración real era una sensación o percepción que ubicaba al ser humano dentro de una acción o un acto.

La implicación de aquella propuesta era que si bien la historiografía y las ciencias sociales servían para entender la historia y la sociedad, en la misma medida en que presumían la racionalidad y la determinación de cada acto, acababan siendo inútiles para comprender la vida.  La experiencia social o histórica que era lo que interesaba a los historiadores y sociólogos, transcurría en el tiempo histórico o científico, pero la vida transcurría  en el tiempo puro o la duración real. La conclusión inevitable era que  la vida  y experiencia social o histórica, no eran la misma cosa y no debían confundirse.

Aquella concepción dual del tiempo en Bergson poseía antecedentes en el pensamiento cristiano. Ejemplo de ello eran las observaciones de Agustín de Hipona para quien el tiempo era trinitario y su distinción, sobre la base de criterios diferentes, lo separaba en la aeternitas, el aevum y el tempus. También recuerda la noción de las duraciones larga, media y corta que Fernand Braudel (1902-1985) historiador vinculado a la nueva historia social y económica francesa formularía a mediados del siglo 20. En Bergson, la concepción dual del tiempo le servía para cuestionar las interpretaciones deterministas, es decir, el principio de que todo efecto tiene su causa, tan apropiada para el ilusorio tiempo histórico o científico. El determinismo dejaba la impresión de que lo ocurrido no hubiese podido ocurrir de otro modo por lo que validaba el acontecer de una manera grosera, al negar la posibilidad de la libertad de escoger de entre una diversidad de opciones. El determinismo animaba una sensación de impotencia ante los determinantes y las estructuras por lo que, mal utilizado, tendía a equiparar al ser humano a la condición de un autómata. La quiebra del principio del determinismo representó  una revolución gnoseológica significativa.

Bergson, por último, aceptaba que el ser humano era dual, “Mente” y “Cuerpo”, reflexión resultado de la difusión del artefacto del psicoanálisis. Desde su punto de vista la mente era mucho más que actividad cerebral eléctrica y, por medio de ella, apropiábamos o edificábamos al Yo y al Otro. Al Yo lo construíamos a través de la sensación espontánea y la continuidad que era la forma en que percibimos el tiempo puro o la duración real, en el cual se movía,  sin filtro alguno. Al Otro lo construíamos en el tiempo histórico o científico, en el cual se movía, a través de la percepción artificial y la discontinuidad pero filtrado por múltiples situaciones.

El valor fundamental de la mente era además que aquel era el órgano de la memoria, un atributo que poseían todos los organismos vivos. Pero Bergson distinguía dos tipos de memoria.

  • Primero, la memoria sensorial que grababa los hábitos adaptativos y automáticos que ejecutábamos y que era común a los animales y los seres humanos. El concepto sugiere el habitus discutido posteriormente por el sociólogo francés Pierre-Félix Bourdieu (1930-2002).
  • Segundo, la memoria pura que era exclusiva de los seres humanos. El cerebro era concebido como un filtro que permitía que un recuerdo saliera a flote naturalmente cuando era necesario para algo concreto. Para Bergson, el cerebro estaba diseñado como una máquina para olvidar, no para recordar.

Para un historiógrafo de fines del siglo 19 o principios del siglo 20, aquellas posturas debieron resultar intelectualmente amenazantes: su conocimiento de la historia era un asunto de la memoria sensorial incapaz de comprender la vida que era el territorio de la memoria pura. La afirmación de que historia y vida no equivalían estaba clara. Pero al llegar a aquel nivel, el pensador había salido de los límites de la historia y se encontraba en campo abierto del psicoanálisis.