• Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

El tema de este libro es el tratamiento del genocidio y la violencia extrema en la historiografía sobre el siglo 20 y los problemas epistemológicos que ello ha generado desde la década de 1960 al presente. Al final del camino el autor elabora una puntual reflexión sobre el mismo asunto en el marco de la ficción literaria y la cinematografía: las miradas logocéntricas y videocéntricas sus posibilidades y limitaciones, son sometidas a un estudio crítico intenso. Debe reconocer que, a la luz del Holocausto, el siglo 20 constituye un modelo inequívoco de lo que puede denominarse la “barbarie moderna”. Hay algo de refinamiento y vulgaridad difícil de explicar en el arte de explotar y matar racionalmente, según se manifestó en los campos de concentración y exterminio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

El volumen de Carlos Pabón Ortega, Historia, memoria y ficción. Debates sobre la representación de la violencia extrema, constituye además un comentario valioso sobre la historiografía del siglo 20 y la representación dominante de aquella centuria como una dominado por el totalitarismo y el extremismo. Racionalidad e irracionalidad se combinaron a la hora de producir el efecto sugerido. En gran medida aquel fue resultado neto del dualismo de la Guerra Fría (1947-1989) que la lógica de la post Guerra Fría ha reafirmado.  El maniqueísmo extremo sigue siendo clave para legitimar aquella metáfora, a pesar de que la cultura del siglo 20 no creó de la nada la representación. Me temo que en Occidente, lo que eso signifique en el presente, el dualismo maniqueo es parte de una herencia imposible de borrar que extiende sus raíces a la mirada del Providencialismo Cristiano, fenómeno que debería tomarse en cuenta a la hora de enfrentar la lectura de Pabón Ortega en torno a la representación del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema en cualquier medio.

El siglo 20 fue uno mal aspectado desde antes de su inicio y su término cronológicos.  El derrumbe de un orden mundial controlado por un puñado de países europeos en el marco de las competencias imperialistas de la Gran Guerra (1914-1918) así como la Revolución Bolchevique (1917); y la aceleración de la mutación del capitalismo liberal en capitalismo financiero, sugerían que el lugar privilegiado de Europa en el entramado mundial ya no sería el mismo. Una serie de eventos ocurridos alrededor de 1898 -el ascenso de Estados Unidos al ruedo geopolítico internacional fue uno de ellos- preludiaban la tendencia.

Hace unas cuantas semanas, al comentar una antología de textos de autores anarquistas puertorriqueños de principios del siglo 20 recopilados por el Dr. Jorell Meléndez Badillo, llamé la atención sobre la terrible imagen que el siglo 20 producía en algunos de los teóricos antologados. El pesimismo en torno al siglo 20 y el optimismo cándido a tenor de la inevitabilidad de la revolución y el advenimiento de la acracia, una actitud heredada del progresismo burgués equiparable a la esperanza cristiana de salvación, se concertaban en las voces de lo ácratas. El hundimiento de un orden puede animar una cosa o la otra: el optimismo y el pesimismo son dos esferas inseparables. Los autores anarquistas a los que hago alusión reflexionaban al filo de la Gran Guerra iniciada en 1914 y antes de la Revolución Bolchevique de 1917, proceso que tampoco llenó sus expectativas.
En medio de la lectura me sentí tentado a comparar la impresión, también pesimista y cargada de melancolía, que producía el siglo 20 en el ya anciano sociólogo krausopositivista Eugenio M. Hostos Bonilla en un breve ensayo de 1901. La idea del siglo 20 como una etapa en la cual algo/todo se desplomaba marcó también, bajo circunstancias peculiares, a pensadores como Oswald Spengler y a historiadores como Arnold Toynbee: la decadencia y la muerte de la civilización obsesionó a ambos. El resentimiento que contra sus reflexiones mostró Lucien Febvre en sus Combates por la historia siguen siendo emblemático. El siglo 20, escenario de la revolución de 1917 con su filón de esperanza, también fue el siglo de las grandes desilusiones. La disolución del socialismo realmente existente desde 1989, encarnó el fin de una época y el inicio de otra.

En ese sentido la premisa presente en este volumen de que el “siglo 20 corto” conceptualizado por Eric Hobsbawm fue también el paradigma de la “barbarie moderna” posee un enorme valor ilustrativo. Contradice la concepción ilustrada del “progreso” como una promesa civilizatoria y humanizadora capaz de asegurar el mejoramiento material y moral de todos. La intelectualidad de fines del siglo 18 y principios del 19, como se sabe, confiaba en aquel principio etéreo con una convicción equiparable a la fe. El “siglo 20 corto”, por otro lado, sigue constituyendo un reto intelectual para los historiadores del presente: los eventos recientes entre Rusia y Ucrania sugieren que sus dislates no han sido dejados atrás.

Un asunto que llamará la atención de cualquier lector de este libro de Pabón Ortega es la centralidad que otorga al Holocausto en el desmantelamiento del modelo progresista cándido aludido. La primacía otorgada al Holocausto en ese proceso de ruptura puede responder a varias cosas. Por un lado, a la naturaleza del evento que, en ocasiones resulta inefable, es decir imposible de articular en palabras, condición que lo coloca en la frontera de la ficción. Por otro lado, puede responder al papel histórico y cultural que tuvo la cultura judía en la formulación de la identidad de Occidente. La cultura representada por las víctimas del Holocausto, a pesar de la distancia temporal entre la Antigüedad y la Modernidad, dos orbes cuya continuidad se asume como incuestionable, es considerada una de las bases del Cristianismo y de Occidente.  Durante siglos se ha aceptado que Occidente es el resultado de la compleja hibridación de valores judíos, helénicos y latinos, otra trinidad sacralizada.  Aclaro que voy a descartar la relevancia geopolítica de Israel moderno en la identidad occidental porque quiero prescindir de argumentaciones geopolíticas incómodas en este comentario.

El problema planteado por Pabón Ortega en su libro tiene que ver con los debates respecto al Holocausto, en especial su transición del olvido tras la Segunda Guerra Mundial cuando el tema era tabú; a la memoria cuando el asunto regresó del Leteo durante la década de 1960.  No se puede descartar la relevancia del hecho de que fuesen consideraciones jurídicas -había que ubicar a los perpetradores y los victimarios del crimen para castigarlos- lo que transformó el Holocausto en un tema central de discusión para cierta historiografía.

El fenómeno puso de frente dos registros del pasado que siempre han poseído una relación problemática. De un lado la Historia, un examen disciplinar y sistemático resultado de un método más o menos estandarizado apoyado en la distancia espacio temporal del evento aludido. De otro lado, la Memoria, un examen personal y emocional articulado alrededor de la cercanía espacio temporal del evento aludido. En general se trata de dos tipos de testimonios respecto a un evento traumático que, irremediablemente, chocarían en algún momento. Desde mi punto de vista, uno y otro campo articulan una impresión de los hechos en dos registros temporales distintos: el tiempo matemático cronológico y el tiempo vital humano. La sombra del vitalismo de Henry Bergson está detrás de este comentario.

El modelo documental, propio de la Historia, y el modelo testimonial, propio de la Memoria, colisionaban al palio de consideraciones filosóficas que algunos ya hemos dejado atrás. Me refiero el dualismo, desde mi punto de vista también maniqueo, entre la objetividad que asume el primero como distintiva; y la subjetividad que se adjudica como inseparable del segundo. Debo recordar que las fronteras entre objetividad y subjetividad en la historiografía siempre han sido difusas y cuestionables: se trata de un problema que debió superarse hace tiempo.

La interesante reflexión de Pabón Ortega respecto al Giro Lingüístico, una expresión vinculada al Giro Cultural que comienza a florecer también en la década de 1960, y el desenvolvimiento reciente de lo que he denominado el Giro Interior, vinculado a la Historia de las Emociones, confirman que objetividad y subjetividad son presunciones operativas complejas que iluminan el problema de la “verdad posible” de modos distintos pero complementarios. La relevancia de los comentarios de Pabón Ortega tiene que ver con un asunto de más alcance. Me refiero a la consideración de que la revolución definitiva contra la Historiografía Tradicional y Positivista y el modelo historiográfico documental en general correspondió a la reflexión del Giro Cultural y del Giro Lingüístico y no a la del Giro Social como por lo regular se afirma. La memoria y el testimonio ocuparon un lugar protagónico en ese proceso de ruptura. 

El discurso de Pabón Ortega sugiere que, en el marco de la memoria y el testimonio, se encuentran los instrumentos más apropiados para elucidar el problema alrededor del cual gira su reflexión: la representación del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema, es decir, los eventos traumáticos que marcaron el siglo 20. La necesidad de “historizar la memoria”, comprender su situación cambiante a lo largo del tiempo y el espacio, es más probable desde la empatía, los lazos emocionales y las intuiciones que estas miradas suponen. En este aspecto me parece estar escuchando los susurros de Marc Bloch redivivo. Claro está, el dilema de la confrontación entre la objetividad científica y la subjetividad emocional no existiría si no se asociará la objetividad al fetiche de la “verdad”, un concepto que corresponde a una realidad fija e inmóvil; y la subjetividad al fetiche de la “ficción”, un concepto que sugiere al fingimiento que no corresponde a la realidad fija e inmóvil. Reconocer la plasticidad y la polisemia de la “verdad” resulta decisivo.

Uno de los puntos cardinales de ese debate se relaciona con la naturaleza de la “documentación”: el modelo historiográfico documental pretendía apoyarse en registros materiales; y el modelo testimonial legitimaba un sinnúmero de registros emocionales. Todo sugiere que las impertinencias del viejo Voltaire siguen asediando a numerosos observadores del pasado hasta el día de hoy. Pabón Ortega se ocupa de elaborar una crítica bien pensada en torno a los límites del modelo historiográfico documental y las virtudes potenciales del modelo testimonial a la hora de evaluar eventos traumáticos.

Dos discusiones particulares llaman mi atención de esta lectura. La primera se relaciona con los lazos de la memoria a la práctica de la Historia Reciente en torno a eventos traumáticos: el siglo de los totalitarismos y los extremos es el mejor taller para este tipo de procedimiento. Las observaciones teóricas sobre Historia Reciente vertidas por Pabón Ortega son por demás interesantes. El hecho de que las críticas más intensas a la Historia Reciente se apoyen en argumentos propios del modelo historiográfico documental me parece determinante. Me refiero a la alegada imposibilidad de aquella práctica a la hora de aclarar el alcance de lo “reciente” por la carga subjetiva que anima el concepto. La precariedad de la noción “reciente” no debería ser argumento suficiente para descartar una experiencia interpretativa tan necesaria.

En un experimento de Historia Reciente que estoy elaborando, mi cronología matemática comienza en la década de 1990. No se trata de una decisión arbitraria aunque acepto que el contexto temporal puede ser cuestionado desde otras perspectivas y con argumentos legítimos. Una suerte parecida a la de la Historia Reciente tuvo la Historia de las Mentalidades confrontada por la Historia Social y Económica de los discípulos de Fernand Braudel, el Materialismo Histórico y la Historia Cultural según la pensaba Peter Burke. Lo cierto es que el modelo historiográfico documental, condición compartida por la Historiografía Tradicional, la Historia Social y Económica y el Materialismo Histórico, perciben una amenaza en cualquier espacio que se le ofrezca a la subjetividad en la producción de saber historiográfico y son propensos a deslegitimarlo. La reconsideración de la Memoria como una entidad polisémica, contingente, plástica, cargada de subjetividad pero historizable, es perentoria.

No se trata sólo de que la memoria oficial o “fuerte” choque con la memoria subterránea, alterna o “débil”; o que la Memoria de los victimarios y las víctimas sea distinta. La historicidad de la memoria ratifica que el balance de fuerzas puede cambiar: el caso del Holocausto así lo ha demostrado. Mayor relevancia tiene que se reconozca que el control de la memoria no es otra cosa que una lucha por el poder y se problematicen los efectos que ello pueda tener en un orden concreto. El asunto es más complejo: no se puede obviar que, en el territorio de las víctimas, también la memoria puede diferir por consideraciones sociales, culturales, psicológicas e incluso neurobiológicas. El estudio de la memoria invoca no solo la articulación de recursos propios del psicoanálisis, tan presente en la discusión historiográfica de los últimos 50 años, sino también de la neurociencia. Es posible que la Neurohistoria tenga algo que decir respecto estos asuntos en algún momento. La memoria y el olvido responden a factores psíquicos y sociales, es cierto. Pero también poseen componentes biológicos que deben observarse en su conjunto a fin de comprender la dialéctica entre la una y la otra.

Las acotaciones de Pabón Ortega en torno a las intersecciones entre memoria, ficción y cinematografía deben ser tomadas con sumo cuidado. La primera vez que vi en mi casa Night and fog (1955) de Alain Resnais permanecí inmutable ante la sugerencia de las imágenes. Schindler’s list (1993) de Steven Spielberg no me produjo el mismo efecto. El cineasta François Truffaut afirmaba que la obra de Resnais y Germany year zero (1947) de Roberto Rossellini, eran dos de las mejores producciones de todos los tiempos. Aquellos filmes, atados a la imagen de una realidad ominosa, excedían el subgénero de la ficción o lo documental. La ansiedad por convertir el trauma en materia prime estética planteaba el problema ético de hasta donde debía permitirse llegar a la imaginación a la hora de (re)producir un evento traumático. Me parece que la “estética de la violencia,” una práctica que se ha impuesto en la narrativa occidental y puertorriqueña al palio de las narraciones fílmicas desde la década de 1960, según comenté en un libro de crítica literaria que publiqué en 2007, llegó para quedarse.

Un último comentario. Debo insistir en que las sugerencias interpretativas de Pabón Ortega a la luz del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema pueden ser de suma utilidad para la evaluación de la memoria de eventos no tan traumáticos como aquellos. Para el estudioso cuyo campo de acción está más allá de aquellos espacios sus indicaciones son orientadoras y esclarecedoras. La reinversión de esta meditación en otros territorios concretos de investigación historiográfica me parece esperanzadora.

Revisión de un texto compartido en el 17 de marzo de 2022 en el simposio virtual Lugares, Espacios y Poéticas de las Memorias Colectivas organizado por el auto y el Dr. José Anazagasty Rodríguez (RUM) y el Dr. Marcelo Luzzi (UPR).

Anuncio publicitario
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Para concebir un proyecto revolucionario, es decir, para tener una intención bien pensada de transformar el presente en referencia a un proyecto de futuro, es imprescindible tener algo de control sobre el presente.

Pierre Bourdieu, Contrafuegos (1998)

La crítica al Materialismo Histórico durante la década del 1970 y la disolución del socialismo realmente existente durante el 1990, aunque desprestigió a la izquierda en general, no significó la desaparición de aquellos imaginarios. El colapso del orden liberal derivado de la segunda posguerra mundial y el desarrollo de neoliberalismo de la posguerra fría dio la falsa impresión de que una transición inevitable y natural había ocurrido y de que la redención comunista había sido borrada permanentemente.

Lo cierto es que, en historiografía, ninguna transición es inevitable. Las crisis materiales e ideológicas son coyunturas propicias para la innovación: unos ídolos caen mientras otros se alzan. Los “nuevos” capitalismos y socialismos, maculados por un pasado funesto del cual el estalinismo y el nazismo fueron los mejores ejemplos, han sido la orden del día.  La reformulación del capitalismo y el socialismo no ha evitado la subsistencia de la retórica de la guerra fría en la posguerra fría. Numerosos significantes y significados obtusos heredados de aquel orden bipolar estorban la discusión cuando madura una protesta social. Conceptos como derecha, izquierda, comunista, fascista, nacionalista, anticolonialismo, descolonización, decolonización, liberal y conservador se nutren de la ambigüedad.   

Al observar el fluido presente a la luz del fluido pasado, los historiadores enfrentan un gran desafío. En la obra En busca de la política (1999) el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) veía “el fin de las ideologías”, el “fin de las grandes narraciones” y “el fin de la historia” anunciado por Jean François Lyotard (1924-1998) en La condición postmoderna[1], como una invitación a redefinir el papel de los intelectuales en la sociedad.  Bauman partía del concepto “intelectuales orgánicos” de Antonio Gramsci (1891-1937),[2] para afirmar que la “clase ilustrada de la época moderna o posmoderna solo asume el rol intelectual orgánico para ser intelectuales orgánicos de sí mismos”[3]. El “descompromiso”, el “abandono del rol sintetizador tradicional” y la “privatización” e individualización de la noción de “agencia” en los intelectuales fue el resultado neto de ello.[4]

Para Enzo Traverso (1957- ), el intelectual inconforme de las décadas de 1960 y 1970 había perdido protagonismo. Bajo el efecto de las tecnologías y la nueva universidad, se convirtió en “un investigador y un profesor universitario (…) que ya no se siente como en casa en la universidad”, institución que funciona como un “espacio de fabricación de expertos”.[5] El “intelectual educador ya desapareció”, no tiene espacio en una universidad sujeta al principio empresarial de competitividad. La Universidad de Puerto Rico es un modelo puntual de ello.

Sin duda, el mesianismo profético secular que el psicoanalista humanista Erich Fromm (1900-1980) reconoció al marxismo en sus notas sobre el joven Karl Marx (1818-1883) no se ha extinguido del todo[6]. Aquel mesianismo permitió que, tras la década de 1990, el optimismo de los comunistas, una herencia del progresismo burgués que animaba la concepción materialista histórica clásica, se atenuara pero no desapareciera. La ilusoria certidumbre respecto al futuro, no fue exclusiva de los materialistas históricos. El evangelismo mediático que se desarrolló durante aquel período y la retórica neoliberal celebratoria de la libertad que coronó la disolución de la Unión Soviética lo compartían. Aquellos discursos proyectaban el consumo (de dios y su mensaje y de las mercancías y sus códigos, respectivamente) como base de la identidad y de “un Yo” funcional. En cierto modo, aquellas retóricas aparecían como alternativas al internacionalismo obrero imaginado como promesa de un orden sin contradicciones por los materialistas históricos bona fide.

Al parecer a lo que aspiraban evangélicos y neoliberales era a “un Yo” emancipado o amputado del proceso de producción, “un Yo” más allá del “hombre nuevo” de los materialistas históricos y del “super hombre” del vitalismo filosófico. El mercado se transformó en el espacio capaz de saciar cualquier necesidad material o inmaterial, así como lo era Dios para la cristiandad. El mercado y su “mano invisible” se equipararon a la “administración de las cosas” imaginada por los comunistas.[7] El “tiempo flexible” y la itinerancia del “job hopper” o “saltamontes laboral”, perversas metáforas de la libertad, sustituyeron el “trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario” de los comunistas; y el “asociado” de los pasillos de Walmart ocupó el sitio del “camarada” comunista. En lugar de “a cada cual de acuerdo con su necesidad y su trabajo”, la fórmula era “a cada cual de acuerdo con su capricho y su brío en el consumo”. Todo indica que la humanidad en el neoliberalismo debe imaginarse más allá de la libertad y el comunismo moderno. Para un historiador que conserva un pie en el 1968 y vivió el final de la guerra fría, la situación no deja de ser siniestra.

El concepto “melancolía de izquierda” inventado por Traverso, está vinculado a ese vuelco. Una lectura superficial del volumen interpretaría la melancolía como el reconocimiento de la derrota final de aquel imaginario. Traverso, lejos de proponer la muerte del pensamiento antisistémico y/o anticapitalista sugiere otra cosa. Desde su perspectiva, si se despatologiza la melancolía superando cualquier interpretación freudiana, la “bilis negra” podría animar al sujeto a “volver a ser activo”.[8] Esto significa que el Materialismo Histórico y el activismo socialista, para enfrentar el neoliberalismo, deberían romper con el progresismo vulgar y elaborar una reflexión profunda en torno a la pertinencia de su instrumentario interpretativo. Los ideales del 1789 -libertad, igualdad, fraternidad-, reinscritos en los de 1848 y 1917, requieren ser puestos al día. Su precariedad en el mercado postindustrial y la economía terciarizada lo amerita. En el neoliberalismo, dominado por la tiranía del consumo, la condición de la clase obrera como productora y la riqueza moral de las relaciones sociales de producción se han convertido en una ficción.

¿Cómo elaborar un proyecto revolucionario que no se reduzca a retroceder al Estado Benefactor?  ¿Cómo lograrlo cuando la labor de los intelectuales es banalizada ante la emergencia de la educación de consumo en el escenario privado y el público, centrada en el principio de la rentabilidad, productividad y eficiencia, que impone la universidad neoliberal?[9] El asunto es más fácil de formular que de resolver.

La devaluación de la clase obrera como agente productor y la banalización del trabajo intelectual son visibles en el Puerto Rico de los últimos 20 años. La quiebra de las instituciones representativas de la clase obrera y la nueva universidad que emerge ante nuestros ojos son patentes. Las concentraciones industriales bajo el control financiero global y la especialización del proceso productivo impuesta por la globalización, obstaculizan la maduración de una conciencia internacional de clase según la imaginó Marx a mediados del siglo 19. La oposición local a un enemigo global representa traduce una paradoja.

La seducción del mercado y el consumo neurótico, fomentan la valoración de la capacidad de consumir sobre la de producir, condición comentada por Bauman en varios de sus escritos.[10] La alienación de “su Yo”, concepto central a la teoría marxista de la revolución, se impuso entre los trabajadores del segundo sector, la manufactura, y el tercer sector, los servicios. La idea de que se nace y se vive para consumir[11] se ha generalizado y la probabilidad de que una campaña de concienciación a través de los medios de comunicación masiva, la Internet y las redes sociales pueda enfrentarla son pocas.

Además el escenario de la producción material ha cambiado desde mediados del siglo 19 hasta principios del siglo 21. Los procesos de mecanización del proceso productivo de la mano de las máquinas, primero; y la automatización o robotización de la producción industrial luego, alteraron la configuración de las clases trabajadoras a nivel global. La pregunta en torno a cuál será el “nuevo sujeto revolucionario” está sobre la mesa. Por una parte, el proletariado industrial, es decir, los productores directos de mercancías a cambio de un salario (el segundo sector en la economía liberal), clase a la cual Marx había adjudicado la capacidad para ejecutar la revolución, se redujo dramáticamente. La revolución, como se sabe, consistía en arrebatar el control de los medios de producción de las manos de la burguesía y devolverlos a los productores directos cuyo expolio era el pilar de la economía capitalista. La abolición de la propiedad privada de los bienes de producción y su colectivización eliminaría las diferencias de clase; el dinero y el capital ya no serían necesarios y el trabajo impuesto cesaría. En su lugar se desplegaría el trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario que Lefebvre identificaba con el comunismo.

La reducción del proletariado industrial en particular, y del segundo sector en general, vino acompañado por el crecimiento de los trabajadores de servicios, el tercer sector en la economía liberal. Aquellos se distinguían porque, si bien no producían mercancías materiales, cumplían una diversidad de funciones y labores definidas como bienes inmateriales a cambio de un salario. La ejecución de aquellas tareas agilizaba el engranaje del proceso capitalista. Aquel grupo incluía desde obreros de mantenimiento, maestros, contadores, vendedores, gerentes, expertos en finanzas, entre otros. Su incremento cambió la cultura y el comportamiento social de la clase obrera porque, desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico, los trabajadores de servicios carecían de la capacidad de ejecutar una revolución socialista. 

El fenómeno del crecimiento del tercer sector y el auge de la terciarización se intensificó en el neoliberalismo. Ello tendió, según se ha dicho, a devaluar el papel de la producción en la configuración de la identidad social y “un Yo” legítimo: ese papel correspondía al consumo.

El neoliberalismo, como el Estado Benefactor que dejó atrás, validó la paradoja de que se podía consumir sin producir.  Uno de los factores que viabilizó aquella situación anómala fue la facilitación del acceso a los ciudadanos-consumidores a los circuitos de crédito fácil en la forma del llamado “dinero de plástico”. En una sociedad como la que se ha descrito, que fetichiza el consumo y la posesión de bienes de corta duración, no es posible hacer una revolución que tenga por meta la apropiación de los medios de producción social, la abolición de la propiedad privada y la eliminación de las diferencias de clase. En términos simbólicos el “paraíso en la tierra” es tan utópico como el “paraíso en el cielo”. La situación da la impresión de que la gente, el ciudadano-consumidor, se ha acostumbrado y ajustado al proceso de alienación que promueve el mercado y no siente la necesidad de desalinearse y recuperar su humanidad.

Para un historiador resulta obvio que las circunstancias materiales alteraron lo que significaba ser un obrero, un trabajador o un proletario. El problema es más profundo: los productores directos de bienes materiales (mercancías) o inmateriales (servicios), han perdido toda conexión con el pasado rebelde y no apetecen la revolución internacional. La lucha de clases, clave y motor de la evolución histórica y social desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico tomó un giro inesperado que habría que evaluar con cuidado. Los socialismos del siglo 21 han quedado en manos de camarillas de expertos propensos al dolo y al abuso del poder.

Desde la década de 1970 los historiadores, a pesar de su diversidad hermenéutica, reconocen que la situación de los seres humanos en el tiempo y espacio no es reductible al dualismo de los obreros contra burgueses. Tampoco están dispuestos a aceptar que la revolución sea inevitable.  Han aceptado que las oposiciones dualistas obtusas de la guerra fría ya no tienen sentido. Los matices probables entre los extremos asumidos son un reto a la reflexión serena a la hora de elaborar una interpretación del entorno social y cultural en especial cuando se trata de imaginar la revolución.

Desmantelar las oposiciones dualistas obtusas es lo que ha conseguido el especialista británico en el tema del desarrollo Guy Standing (1948- ). En The Precariat: The New Dangerous Class (2011), planteaba la hipótesis de que el viejo y atemorizante proletariado había transmutado en “precariado”. Aquel era un concepto denso que sugería la incertidumbre característica de los trabajadores del segundo y el tercer sector en el orden neoliberal por oposición a las certidumbres tácitas ofrecidas por el capitalismo liberal de posguerra.

El fenómeno ha sido documentado en Europa, Estados Unidos, Japón, los países capitalistas y postcapitalista, industriales y posindustriales del mundo. También podría documentarse en Puerto Rico, frágil barca a la deriva entre el desarrollo y el subdesarrollo que ha pasado por una etapa de industrialización (desde 1947) y otra de desindustrialización (desde 2005).

El precariado florece en el capitalismo avanzado y el neoliberalismo. Ello implica que un amplio sector social cubre sus necesidades básicas mediante el trabajo, pero carece de garantías en torno a su solvencia futura. Las posibilidades de un trabajo fijo y de las protecciones de un seguro médico, contra accidentes, males catastróficos o una pensión digna, se esfuman. Su vida laboral no difiere de la peregrinación interminable del “job hopper”. Culturalmente hablando, “olvidar el pasado” y “despreocuparse del futuro”, renunciar a la historia y a la utopía, es una condición intrínseca del precariado.

Ello afecta su equilibrio psicológico: el precariado sobrevive en un mercado que sobrevalora el consumo y el ciudadano-consumidor define “un Yo” sobre la base de sus posesiones o la carencia de ellas. La inseguridad laboral y la falta de beneficios marginales, condiciones provocadas por la disolución del Estado Benefactor (herencia de la segunda posguerra y de la economía liberal) y el Estado Asistencial (herencia de la crisis de 1970), profundizan su incertidumbre y su agresividad. Más allá de la clase obrera y el intelectual comprometido aparece el precariado. ¿Radica allí la esperanza de una revolución?

Standing, como Traverso, pensaba que no todo estaba perdido. Una Renta Básica Universal podría servir de base para articular un discurso y una praxis útil para enfrentar la emergencia del precariado. Traverso, al final de su reflexión sobre los intelectuales afirmaba dos verdades como una piedra: la humanidad “no puede vivir sin utopías” pero “las futuras revoluciones no serán comunistas (…) (aunque) seguirán siendo anticapitalistas”[12]. Si ello tendrá un sentido comparable al del 1789 o 1917 es impredecible. Veremos…

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia 4 de febrero de 2022


[1] Jean François Lyotard (1989) La condición postmoderna (Madrid: Cátedra): 63 ss.

[2] Sobre Gramsci y el tema de los intelectuales en el marxismo recomiendo a Manuel S. Almeida (2017) Dirigentes y dirigidos: para leer los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci (San Juan: Callejón): 143 ss.

[3] Zygmunt Bauman (2006) En busca de la política (México: FCE):  137, 135.

[4] Ibid. 138

[5] Enzo Traverso (2013) ¿Qué fue de los intelectuales? (Buenos Aires: Siglo veintiuno editores): 44-45

[6] Erich Fromm (1975) Marx y su concepto del hombre (México: Fondo de Cultura Económica): 76-79.

[7] Sobre el asunto véase Henri Lefebvre (1961) Introducción al Marxismo (Buenos Aires: Eudeba):  37-39; y Mario R. Cancel-Sepúlveda, comentario (2018) “Documento y comentario: Henri Lefebvre (1961) “¿Qué es el comunismo?” en Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2018/01/28/documento-y-comentario-henri-lefebvre-1961-que-es-el-comunismo/

[8] Enzo Traverso (2019) Melancolía de izquierda (Barcelona: Galaxia Gutemberg): 96.

[9] Enzo Traverso (2014) ¿Qué fue con los intelectuales? Ibid.

[10] Recomiendo la primera parte del volumen de Zygmunt Bauman (1998) Trabajo, consumismo y nuevos pobres (Barcelona: Gedisa): 17 ss.

[11] Véase el capítulo 2 “Una sociedad de consumidores” en Zygmunt Bauman (2009) Vida de consumo (México: FCE): 77 ss.

[12] E. Traverso (2014) Op. Cit.: 108.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda

Lo que se ha denominado con el nombre de gran relato moderno fue el resultado de la integración, no siempre carente de polémica. de los principios constitutivos de una diversidad de fuentes. El Providencialismo Cristiano o Determinismo Divino medieval, el Humanismo de los siglos 14 al 15, la Revolución Científica del siglo 17, el Racionalismo y la Ilustración del siglo 18 y la aceleración del desarrollo de una cultura científica que, además de lo natural, convirtió en su objeto de estudios lo social durante el siglo 19, fueron elementos decisivos para su configuración.

El gran relato moderno se apoyaba en varios paradigmas o creencias asumidas como verdaderas o que correspondían a la realidad, en especial la idea de que la historia era una narración o discurso capaz de representar el pasado del género humano de manera verídica. La posibilidad de alcanzar la verdad significaba que aquella disciplina, por medio del trabajo de los historiadores, podía alcanzar la plena conformidad entre el concepto (la Historia Hecho) y el objeto (el pasado) por medio de la Historia Relato. La imagen dominante era que la historia era racional y estaba estructurada y que, con los instrumentos de la razón y la ciencia, el pasado apropiado a través de sus huellas podía ser comprendida de manera indiscutible. De aquella creencia derivaba, siguiendo las proposiciones de Voltaire, que la historiografía (Historia Relato) se oponía a la literatura (Fábula) de modo similar al que la verdad se oponía a la mentira. Un abismo se había abierto entre las ciencias naturales y sociales emergentes; y las artes y la literatura con el agravante de que la historiografía y el trabajo de los historiadores se encontraba en medio del forcejeo.

Los componentes del gran relato moderno pueden ser resumidos del siguiente modo:

  • En términos generales el gran relato moderno partía de la seguridad de que aquel no era otra cosa que la culminación del proyecto cultural iniciado por los humanistas de los siglos 14 al 15. Ello indicaba que el escenario propio de la historia era el secular, mundano o mundano, consideración por la cual rechazaba de manera tácita las explicaciones teológicas propias de la religión, y las metafísicas propias de la filosofía en torno a los actos concretos de la humanidad en el tiempo y el espacio. La actitud crítica ante aquellos sistemas de interpretación, los cuáles se amparaban en las virtudes de la racionalidad y de la ciencia, nunca convergieron en el triunfo ni del ateísmo o la negación de la existencia de los dioses, ni del nihilismo o la negación del valor ingénito o cultural de las creencias de todo tipo.
  • El gran relato moderno se apuntalaba además en la confianza en que el movimiento o evolución de la historia tenía sentido u orientación. La impresión de que el progreso no era diferente de una divinidad se justificaba porque el acontecer se percibía como la expresión de un despliegue racional por lo que, en efecto, poseía un fin deseable para la humanidad. La autonomía que se reconocía a aquellos procesos respecto a la agencia o influencia humana era variable pero no dejaba de poseer reminiscencias de la especulaciones teológicas y metafísicas que se había propuesto dejar atrás. El hecho de que se considerase al progreso un artefacto secular, profano o mundano no desmentía el hecho de que recordaba el papel que antes se había conferido a la providencia o permisividad de Dios en el pensamiento cristiano, o a la naturaleza en el marco del racionalismo ilustrado. El determinismo pesaba en el gran relato moderno tanto como en las teorías especulativas de la historia que se había propuesto superar. Los proponentes del gran relato moderno manifestaban un respeto filosófico peculiar por el cosmos u orden intrínseco de las cosas y por el principio de la escatología, es decir, la idea de que los procesos y eventualidades que conducían de un cronotopo a otro poseían relaciones de causa y efecto reales y transparentes que no admitían ser evadidas. La avidez por adjudicarle un sentido u orientación a los actos de los seres humanos en la historia ha sido explicada de diversas formas. La idea de que presumir la existencia de un orden es una condición sine qua non para encontrarlo y una necesidad psicológica de la humanidad, argumento apelado por Eliade y Jaspers en el capítulo I de este libro, es sin duda una de las más satisfactorias.  La relación entre la versión premoderna y moderna de la historia no se limitaba a la cuestión de cambio del balance entre el poder del determinismo y las posibilidades de la libertad. También convergían en la ansiedad por establecer un punto de origen, una lógica y una meta meritoria a las acciones humanas a lo largo de la historia. Si los providencialistas cristianos la emparejaron con la salvación, los modernos prefirieron el concepto de la libertad: salvación y libertad sugería de modo parecido la idea de la felicidad reinventada por los ilustrados. Sobre aquellas bases, la disciplina de la historia, antes ligada estrechamente a la teología y la filosofía, advino a la condición de una potencial ciencia exacta de la mano de los principios de la física newtoniana primero y de las ciencias sociales emergentes, más tarde, según se ha demostrado.
  • Por último, en el contexto del gran relato moderno la historia debía ser abarcadora e inclusiva y requería ser interpretada como un proceso único que abarcase a toda la humanidad según se le veía desde los lugares de la Europa Occidental Cristiana que integraban al resto del mundo mediante la conquista material y espiritual. Igual que la universalidad en tiempos del dominio del Imperio Romano se relacionaba con la sujeción a aquella institución política, durante el siglo 19 la universalidad se vinculó al dominio material y espiritual de Occidente que no era otra cosa que una síntesis de la herencia cristiana, racionalista y científica que había desembocado en el orden capitalista moderno.

Los retos teóricos al gran relato moderno fueron diversos.

  • Un primer reto lo constituyó la ya comentada afirmación de la interpretación fenomenológica vinculada al filósofo alemán Kant en el sentido de todo conocimiento era “para sí” o relativo y no “en sí” o absoluto. Ello equivalía a afirmar, si uso el lenguaje del Providencialismo Cristiano y de Aristóteles por ejemplo, que sólo era posible conocer la “forma” pero no la “sustancia” de las cosas. Aceptar aquel precepto colocaba en entredicho la presunción de que se pudiese conseguir la plena conformidad entre el concepto (la historia) y el objeto (el pasado), o sea, la verdad. En conocimiento histórico no sería más que un saber “para sí”, concepto cercano a la idea de Aristóteles de la doxa a la cual este asociaba la historiografía producida por sus contemporáneos. Es importante recordar que Kant, como buen pensador secular moderno, nunca dejó de ser cristiano y aceptaba que Dios era quien daba, en última instancia, sentido a la historia.
  • Un segundo reto lo constituyó la tendencia del historicismo que, como se sabe, debatía la realidad del papel cumplido por las estructuras racionales para funcionar como dispositivos de determinación; a la vez que expresaba desconfianza en torno a la capacidad reguladora y descriptiva atribuida a los sistemas especulativos teológicos y filosóficos por considerarlos metafísicos o ajenos a la realidad, a la hora de la interpretación histórica. Su insistencia en llamar la atención sobre el individuo y el acontecimiento, objetos que para la teología y la filosofía no eran más que mera peccata minuta, es decir carecían de valor y relevancia, recuerda la actitud de la historiografía griega y romana cuyo discurso, como ya se ha señalado, reconocí un margen de influencia a la voluntad de poder y la libertad humana, al momento de la explicación. El historicismo en general argumentaba que el ser humano, en sus aspectos materiales y espirituales, no era sino el producto de sus circunstancias concretas y no de fuerzas metafísicas o ahistóricas.
  • El tercer reto fue el que presentó el Vitalismo filosófico, sistema que mostró un profundo escepticismo en cuanto a las estructuras racionales de las que echaba mano el gran relato moderno, incluyendo las poderosas ideas del progreso y la ciencia. Con ello echaba también por tierra la validez del discurso que emanaba de aquellos paradigmas, la historia, al disociarla del territorio de las ciencias, en general, y de las ciencias sociales, en particular, y devolverla al campo de la intuición estética, las artes y la literatura, contrario al argumento volteriano. Como se verá de inmediato, el Vitalismo no aceptaba que la historia y la vida fuesen equivalentes. Si se utiliza el lenguaje sugerido en este volumen, la Historia Relato no reproducía la Historia Hecho de un modo verdadero. Sobre aquella base rechazaba la validez de la historiografía más lograda de su tiempo, como una explicación artificiosa incapaz de reflejar la vida.
  • Mario R. Cancel-Sepúlveda

En un artículo de 2017 titulado “El espacio como forma de hacer historia. Del Giro Espacial a la narrativa de la simultaneidad”, Joan Muñoz González de la Universidad de Barcelona reconoció algo que, por elemental, no debe ser pasado por alto. Me refiero al hecho de que la experiencia historiográfica del siglo 21 se ha desenvuelto en un diálogo tirante con la historiografía de fines del siglo 20. El punto de partida de los elementos de tensión, disociadores para algunos y enriquecedores para otros, pueden ser trazados hasta el fin de la Guerra Fría (1989-1991), un momento clave para el debate posmoderno y para el desarrollo del orden neoliberal.

La mirada de Muñoz González, un investigador preocupado por la historia del presente parece articularse alrededor de la metáfora del siglo 20 corto del intelectual materialista histórico inglés Eric Hobsbawn (1917-2012) y en la presunción de que la reflexión sobre el pasado y sobre el presente depende ineluctablemente del hoy. Desde mi punto de vista una de las dudas que asedia al autor es si espera a la humanidad un siglo 21 largo.

Las referidas afirmaciones están penetradas, claro está, por la condición europea de quien las formula por lo que su propuesta será la adecuada para esa cultura sin que necesariamente sea satisfactoria para el resto de la humanidad. En ocasiones me pregunto si no sería mejor dejar atrás la noción siglo, cargada de un potente sentido místico, e intentar tomar posesión del problema del tiempo en los términos que el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) imaginaba la duración real.

Paul Klee, Metropolis 6 -Ciudad de los sueños

El argumento base de Muñoz González es que la globalización de las relaciones materiales y espirituales ha vuelto a llamar la atención sobre los aspectos geográficos y el espacio a principios del siglo 21. La analogía entre el alegado fenómeno y el acaecer de principios del siglo 20, el cual abonó el terreno para la consolidación de lo que se denominó el Giro Social camino a la invención de una historiografía nueva es evidente. Lo cierto es que el efecto de la internacionalización de principios del siglo 20 y la globalización de principios del siglo 21 ha sido avasallante. Algunas pruebas al canto de ello pueden deducirse de los paralelismos entre la experiencia de la pandemia de influenza de 1919 y de la del Covid19 a partir del brote de Wuhan en 2019 y su declaración como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS) el 11 de marzo de 2020.

Desde la perspectiva de Muñoz González, aspecto en el cual no está solo, la situación de la historiografía europeo occidental manifiesta todos los rasgos de una “crisis”. La selección del sustantivo llama mucho mi atención. Crisis es una palabra de origen griego que significa “separar” o “romper” por lo que su utilización sugiere una “fractura” de lo que una vez estuvo junto y constituyó un cuerpo organizado y ordenado. Las “crisis” son situaciones generadoras de conflicto que minan un orden instituido e impiden su funcionamiento estándar. Para los griegos las “crisis” promovían momentos de reflexión o de elección, hecho que explica que conceptos como “crítica” y “criterio” sean dos de sus derivados más significativos.

La crisis actual de la historiografía de la que habla Muñoz González estaría ligada a la que se manifestó en las discusiones de la década de 1970: la que intentó dejar atrás el Giro Social y animó el Giro Cultural, Narrativo y Lingüístico coincidiendo con el debate posmodernista. Para este autor, argumento en el cual en general sigue a Fredric Jameson (1934- ), la crisis actual de la historiografía expresaría la dificultades propias del tránsito al neoliberalismo o bien podrían ser consideradas la expresión cultural de ello. En última instancia estaríamos siendo testigos de una crisis de la historia y de la historiografía, ámbitos que en alguna medida separa. La crisis exteriorizaría la voluntad de cuestionar los modelos historiográficos emanados de la experiencia de las décadas de 1960 y 1970, así como los de las décadas de 1980 y 1990, es decir, el conjunto completo de la herencia pos-Giro Social. La ruptura estaría relacionada con la fragmentación del saber pos-1960, una metáfora que recuerda el lenguaje de los historiadores de Annales. Pero no excluía la puesta en entredicho de la mirada microscópica. Una vez dejado atrás la historia total, la fragmentación y la microhistoria, se habrían impuesto las dudas sobre la cientificidad, confiabilidad y posibilidades futuras de la historiografía. Pero a diferencia de Rosenberg el autor no propone un nuevo cientismo o cientificismo como opción.

Los argumentos de Muñoz González sugieren la necesidad de un retorno cuidadoso a los artefactos interpretativos de la Giro Social y la historia social y económica que el Giro Cultural y la historia cultural refutaron de diversos modos. La solución que propone a la crisis dependería de la síntesis innovadora entre viejos y nuevos modelos, entre tradición y vanguardia, incluyendo la del Giro Cultural en todas sus manifestaciones, pero dando prioridad a la perspectiva de la larga duración, una herencia del Giro Social, con el fin de reinventar una historia total adecuada para los problemas propios era de la globalización. En cierto modo se trata de una afirmación de la preponderancia de lo social sobre lo cultural que respondería a los imperativos de la era pos Gran Recesión de 2009 cuando el discurso neoliberal pasó por una crisis de confiabilidad.

Su hipótesis es que la Historia Global y su énfasis en el espacio será capaz de enfrentar la fragmentación del saber disciplinario, adelantar la síntesis y superar la crisis. La mirada no difiere de la que maduraron los historiadores sociales de principios del siglo 20 ante la historiografía tradicional. El estudioso presenta ante una fórmula flexible y abierta, afín a las ideas de Fernand Braudel (1902-1985) y a la preocupación por el espacio que promovió la interacción entre las ciencias sociales y la historiografía, una relación que disciplinas como la Sociología o la Historia Ambiental, por ejemplo, podrían restituir. En términos generales para González Muñoz, como para Rosenberg, los debates sobre el relato histórico como realidad o ficción, propios del Giro Cultural, Lingüístico y Narrativo son “áridos”, es decir, no son productivos.

Los seres humanos en el espacio y el tiempo

La condición de la historiografía como una representación del lugar de los seres humanos en el escenario del espacio y el temporal, nociones de la física y la filosofía, es clave. La preocupación por el entorno espacial siempre ha estado allí: el contexto natural de los actos humanos llamó la atención a los historiadores desde la Antigüedad hasta el siglo 18. Durante el siglo 19, una deriva ineludible de la mirada de Karl Marx (1818-1883) era que la historiografía debía estudiar al ser humano en su primera y en su segunda naturaleza: el mundo natural (el entorno) y el artificial (la sociedad). Marx reconocía que ambas naturalezas eran articulabas discursivamente, cobraban sentido y ayudaban a forjar una identidad por medio del trabajo: ninguna existía al margen del trabajo racional. El entorno espacial volvió a llamar la atención durante el siglo 20 a la luz de la discusión braudeliana del mundo mediterráneo desde la escuela de Annales, los problemas ambientales y la discusión respecto al calentamiento global y el Antropoceno o Capitaloceno como una probable nueva era socio-geológica.

Muñoz González reconoce que espacio y tiempo es un binomio o dualidad epistemológica clave para la explicación histórica en todos los tiempos. En el continuo espacio-tiempo toman forma todos los hechos físicos que luego los seres humanos representamos de diversos modos incluyendo los históricos. Esta aserción, que tanto debe a la teoría de la relatividad entre otras especulaciones de la física, confirma que la historiografía nunca se ha desvinculado de las ciencias llamadas naturales por cuestiones de necesidad. Pero el autor también reconoce que, dada la naturaleza del trabajo de los historiadores y de la historia como “ciencia de los hombres en el tiempo”, la frase es de Marc Bloch (1886-1944), los profesionales del campo dieron más peso a la cuestión temporal que la espacial a la hora de la interpretación.[1] La intención de Bloch era establecer una condición sui generis, peculiar o única, que distinguiera la historia como saber.

Lo cierto es que el tiempo siempre ha sido el elemento explícito y riguroso con el que el historiador confronta los problemas que se plantea, mientras que el espacio ha sido un elemento implícito o sugerido. El Giro Espacial sería un esfuerzo consciente por suplir esa carencia y hacer la discusión del espacio más explícita y rigurosa a la hora de la producción del saber. Los halones de la cuestión espacial, los viajes de fines del siglo 15 y principios del siglo 16, la expansión imperialista de fines del siglo 19, y la globalización, habrían actuado como llamados a la preocupación por el espacio como correlato del tiempo a la hora de articular una historia total.

Problematizar la relación espacio tiempo, otra vez

Dos tendencias de la historiografía occidental favorecieron la preponderancia de la temporalidad en la retórica de la explicación. Me refiero al teleologismo, la creencia de que la historia poseía un orden que conducía a un fin loable; y el progresismo, una metáfora de la flecha del tiempo que comprometía moralmente a la humanidad con su estímulo. Aquellas eran dos metáforas temporales que tendían a reducir el espacio natural, social o cultural, a la condición de mero escenario, decorado o telón de fondo del conjunto de eventos o acontecimientos concatenados.

La subordinación del espacio al tiempo, uno de los rasgos característicos de la historiografía moderna, experiencia que maduró durante los siglos 18 y 19 en la forma de una paulatina emancipación del pensamiento historiográfico de la teología y el estrechamiento de una alianza con las ciencias naturales, penetró el relato histórico. El ejercicio de historiar se identificó con la recuperación y reordenamiento de una serie de hechos en el tiempo, una reconstrucción siempre limitada, de una manera diacrónica acorde con relaciones de causa y efecto que se asumían como ciertas. Las relaciones de causa y efecto concretas convergían con el fin último o telos del proceso histórico visto como un todo. El eje organizativo del gran relato moderno había sido el tiempo y no el espacio.  

Esto no significa que el espacio fuese olvidado del todo. El desarrollo de las ciencias sociales durante el siglo 18 y el 19 es un excelente ejemplo de lo opuesto. En cierto modo, si se le da crédito a la reflexión de Bloch de 1949 de que la historia era la “ciencia de los hombres en el tiempo”, la reflexión de las ciencias sociales podía apropiarse como la de “los hombres en el(los) espacio(s)”. La legitimidad de la alianza entre aquellos campos del saber en los cuales temporalidad y espacialidad, así como pasado y presente, se encontraban, explicaría el desarrollo y el éxito del Giro Social.

Una genealogía del balance entre el imperativo de la espacialidad y la temporalidad a lo largo del desarrollo de la disciplina en occidente podría ser aclaradora. Esta no es la ocasión para responder esa pregunta con detalle, pero voy a llamar la atención en torno a un par de nudos que pueden ser de importancia. Una genealogía como la propuesta debería mirar hacia la figura de Heródoto de Halicarnaso (c. 485-425 a. C.), un viajero y cronista de lo exótico, en sus Encuestas. La precedencia ocasional de aquel autor por el escrutinio de los espacios sociales y culturales resulta evidente, por ejemplo, en sus observaciones sobre las castas sociales en Egipto.[2] La imposición de la preponderancia de la temporalidad expresó el giro político de la discursividad que ya se había impuesto en el caso de Tucídides de Atenas (470-c. 395 a.C.) y su interés en el tema bélico.[3] El gran relato cristiano, por su parte, combinó las preocupaciones temporales con las espaciales en una teoría llena de tensiones. Los siete días y las dos ciudades míticas, luego tres, sintetizaron bien aquel esfuerzo en la lógica de Agustín de Hipona (354-430).

En la modernidad la preocupación por la intersecciones entre geografía e historia se consolidan alrededor de la obra de Alexander Von Humboldt (1769-1859) en el contexto de la formación de la universidad moderna, esfuerzo que fue determinante para el apetito espacial que marcó en el siglo 20 al Giro Social en especial la escuela de Annales. La penetración de lo espacial y la geografía en la obra de Fernand Braudel (1902-1985) en torno al Mediterráneo, la historia de ultramar y del capitalismo temprano desde 1940, desarrolladas a la luz del concepto duración sería otro momento importante del referido proceso.[4] Jo Guildi historiadora estadounidense de la Universidad de Brown y especialista en temas británicos, denominó ese fenómeno Giro Geográfico o Giro Espacial. En la genealogía propuesta deberían figurar intelectuales como, por ejemplo, Ibn Jaldún (siglo 14), preocupado por la forma en que el espacio o escenario del desierto moldeaba la personalidad, la cultura y la historia árabes.[5]  

Como podrá observarse, el forcejeo teórico entre la espacialidad y la temporalidad se profundizó a fines del siglo 19 coincidiendo con la crítica de los historiadores innovadores contra el historicismo y el gran relato moderno.  Un segmento significativo de los historiadores del siglo 20, como se sabe, compartieron las críticas al gran relato moderno, a la teoría del progreso y el teleologismo evolutivo optimista, artefactos que parecen ser la base de culto al tiempo manifestado por numerosos historiadores. La lectura de Muñoz González ofrece un panorama bastante preciso de esa genealogía y establece la necesidad de profundizar esa ruptura.

En síntesis, el retorno a la espacialidad, el imperativo de lo macro y la preponderancia de ese imaginario en la interpretación historiográfica cerraría un círculo que respondería, mejor que el imperativo de lo microscópico, a los reclamos de la realidad en un orden globalizado. En cierto modo lo que se propone es restituir una nueva Historia Total. Cuánto afectaría esa nueva actitud las alianzas intelectuales que hicieron bueno el desvanecimiento del ideal de la mirada del todo en favor de la mirada de la parte, es una cuestión incierta. Pero parece innegable que con ello los valores del Giro Cultural en general, la Historia Cultural y la Microhistoria en especial, serían sometidos a discusión.

Desde una perspectiva muy general, la historiografía del siglo 19 habría mostrado una obsesión cada vez más intensa con el tiempo y la metáfora del tránsito asociada a la cronología y la diacronía. La historiografía del siglo 20 hasta la década de los 1990, por su parte, habría mostrado una obsesión cada vez más intensa con el espacio asociada a la estructura y la sincronía. El cientismo y el Giro Espacial, dos respuestas distintas al hipotético agotamiento del Giro Cultural a principios del siglo, cumplen una función análoga. La revolución tecnológica, la Internet y las redes sociales, fenómenos propios de la era global habrían favorecido el proceso de erosión del Giro Cultural tras ratificar lo obvio: la linealidad del tiempo es un mito porque en realidad todo es simultáneo y diverso. El efecto de ello con respecto a las presunciones del Giro Narrativo es el mismo del cientismo: devaluar la narración.

Karl Schlögel (1948- ) en el volumen En el espacio leemos el tiempo (2003) en el cual discute los procesos de globalización, la geopolítica o el cambio climático, entre otros, argumenta que “en un instante percibimos lo que nos rodea: todo cuanto hay en torno, simultáneo y yuxtapuesto. Todo lo que está junto aparece de una vez, al mismo tiempo, simultáneo. El mundo como totalidad, complejo, entorno”[6]. El Giro Espacial y la promesa de una nueva Historia Global, perfilarían un modelo de universalidad más sostenible que la cristiana, la Ilustrada y la del Giro Social.

Los problemas del Giro Espacial, como los de toda propuesta teórica, no son difíciles de reconocer. Los seres humanos piensan y formulan su lugar en el tiempo y el espacio de manera cronológica. Narrar parece ser un estado natural y representar la simultaneidad siempre será más complicado que representar la sucesión. Ello no significa que sea imposible. Habría que buscar estrategias narrativas agresivas que ya han sido experimentadas fuera de la historiografía, desde la novela experimental o la antinovela de las décadas de 1960 y 1970, para reinventar el discurso.  

La narrativa de Jean Paul Sartre (1905-1980) en Las palabras (1963); la de LawrenceDurrell (1912-1990) en El cuarteto de Alejandría (1957-1960) podrían servir de modelo. Utilizar la táctica del collage o los parchos junto a una combinación heterogénea de imágenes, mapas, datos y técnicas de observación daría la impresión de la simultaneidad. Por último, volver a reflexionar sobre Bergson[7] y sus concepciones de los tiempos, no estaría de más. Pero ese ejercicio sigue pendiente. La agenda de debate está sobre la mesa.


[1] Marc Bloch (1982) Introducción a la historia. México: Fondo de Cultura Económica: 26.

[2] Mario R. Cancel-Sepúlveda, notas (24 de septiembre de 2009) “Heródoto de Halicarnaso, “Las castas en Egipto” en Encuestas o historias. (Fragmento 1)” en Historiografía: la invención de la memoria

[3] Mario R. cancel-Sepúlveda (26 de octubre de 2012) “Tucídides de Atenas y la historiografía griega” en Historiografía: la invención de la memoria

[4] Mario R. Cancel-Sepúlveda (22 de marzo de 2020) “Fernand Braudel y la teoría de las duraciones en Historiografía: la invención de la memoria

[5] Mario R. Cancel-Sepúlveda (30 de enero de 2010) “Documento y comentario: Ibn-Jaldún, geografía e historia” en Historiografía: la invención de la memoria

[6] Karl Schlögel (2007) En el espacio leemos el tiempo. Madrid: Siruela: 53.

[7] Mario R. Cancel-Sepúlveda (16 de abril de 2020) “Henri-Louis Bergson y el Vitalismo: el tiempo y la memoria” en Historiografía: la invención de la memoria