• Charles Louis de Secondat,  Baron de Monstequieu (1689-1755) Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y su decadencia (1734)

Fragmento del Capítulo IX: Dos causas de la pérdida de Roma

Cuando el territorio dominado por Roma se limitaba a Italia, podía subsistir fácilmente. Todo soldado era ciudadano al mismo tiempo; cada cónsul reclutaba un ejército, y otros ciudadanos iban a la guerra bajo el mando de quien le sucedía. No siendo excesivo el número de las tropas, se cuidaba de no recibir en la milicia más que a gente con bienes suficientes para que tuviesen interés en la conservación de la ciudad. Por último, el Senado veía de cerca la conducta de los generales y les quitaba la intención de hacer algo contra su deber.

Barón de Montesquieu

Pero cuando las legiones pasaron los Alpes y el mar, los hombres de guerra, obligados a permanecer durante muchas campañas en los países que sometían, perdieron poco a poco el espíritu ciudadano; y los generales, disponiendo de los ejércitos y de los reinos, adquirieron el sentimiento de su propia fuerza y no pudieron obedecer más. Los soldados empezaron, entonces, a no conocer más que a su general, y a fundar en él todas sus esperanzas y a ver a la ciudad cada vez más lejana. No fueron ya soldados de la República, sino de Sila, de Mario, etc. […]

[…] [C]uando el pueblo pudo dar a sus favoritos formidable autoridad en el exterior, toda la sabiduría del Senado resultó inútil, y la República se perdió. […]

Si la grandeza del Imperio perdió a la República, no contribuyó menos a ello la extensión que dieron a la ciudad. Roma había sometido todo el universo, con la ayuda de los pueblos de Italia, a los que concedió en diferentes épocas diversos privilegios. La mayor parte de estos pueblos no se cuidaron al principio del derecho de ciudadanía entre los romanos; y algunos prefirieron conservar sus propios usos. Pero cuando este derecho fue el de la soberanía universal, cuando en el mundo no se era nada si no se era ciudadano romano, y con este título se era todo, los pueblos de Italia resolvieron perecer o ser romanos; no pudiendo conseguirlo por la súplica ni por la intriga, recurrieron a las armas. Se sublevaron en toda la costa del mar Jónico, y los otros aliados iban a seguirlos. Roma, obligada a combatir contra los que eran, por así decirlo, las manos con que encadenaba el universo, estaba perdida; se veía reducida a sus murallas; decidió conceder este derecho a los aliados que le habían sido fieles; poco a poco se lo concedió a todos. Desde entonces Roma no fue ya la ciudad en que el pueblo no había tenido sino un solo espíritu, un mismo amor por la libertad, un mismo odio por la tiranía, donde aquella envidia del poder del Senado y de las prerrogativas de los grandes, siempre mezclada de respeto, no era sino amor a la igualdad.

Cuando los pueblos de Italia fueron todos ciudadanos romanos, cada ciudad aportó su genio, sus intereses particulares y su dependencia de algún gran protector. La ciudad, desgarrada, no formó un todo universal, y como el ser ciudadano sólo era una especie de ficción, ya no eran los mismos magistrados, las mismas murallas, los mismos dioses, los mismos templos, las mismas sepulturas; ya no miraban a Roma los mismos ojos, ya no hubo el mismo amor a la patria, y los sentimientos romanos dejaron de existir. […]

Comentario

Montesquieu fue un intelectual muy activo en la Academia Francesa que se había ordenado en la francmasonería en Gran Bretaña. El tema del Imperio Romano llama su atención de una manera poderosa. La pregunta es cómo explicar la desaparición de un fenómeno tan imponente como aquel a la luz de la cultura del siglo 18. Su tesis es clara: “la grandeza del Imperio perdió a la República” y los valores del primero negaban en su totalidad a los  de la segunda.

El pensador arguye, por un lado, que el crecimiento o la expansión de la soberanía de Roma, tuvo efectos letales en la voluntad del latino común en la medida en que minó su compromiso con la República, limitó su virtus y mutiló su libertad. El cambió los hizo indisciplinados y erosionó su compromiso con una causa colectiva superior: los valores republicanos. Los soldados dejaron de ser fieles a la República para ser fieles a un General, un mandatario o un emperador.

La segunda parte de su reflexión va en otra dirección: la extensión del derecho de ciudadanía de Roma,  había sido el privilegio de una aristocracia o de una minoría. Una vez es compartido con  los pueblos ocupados se vulgariza y la situación lo  vacía de todo valor simbólico. Ya no se trata de algo que se gane a través del esfuerzo, sino más bien de algo que se consigue incluso por medio de las armas. Bajo aquellas condiciones, ya no era posible al “amor a la patria, y los sentimientos romanos dejaron de existir”. Cuando el Imperio Romano cae, su mística ya había desaparecido. Lo único que quedaba en pie era la ilusión de su grandeza.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

Nota: La selección de los textos es de Óscar Godoy Arcaya

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  • Edward Gibbon (1737-1794), Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano (1776)

Fragmento del “Capítulo XXI Persecución de la herejía.–Cisma de los Donatistas.– Controversia arriana. – Desquiciamiento de la Iglesia y del Estado bajo Constantino y sus hijos.– Tolerancia del Paganismo”. Traducción de José Mor Fuentes

[Cristianismo]

Mientras la nación [El Imperio Romano] en globo seguía practicando sus ceremonias legales y dedicándose a su ganancioso comercio, algún hebreo más fino se engolfaba de por vida en contemplaciones religiosas y filosóficas. Cultivaron y abrazaron los judíos el sistema teológico del sabio ateniense [Platón]; pero el engreimiento nacional se hubiera mortificado con la confesión llana de su primitiva pobreza, y allá contaban denodadamente, como herencia sagrada de sus antepasados, el oro y pedrerías de que últimamente habían defraudado a sus dueños egipcios.

Un siglo antes del nacimiento de Cristo, salió a luz un tratado filosófico que está a las claras manifestando el estilo y los conceptos de la escuela de Platón de los judíos alejandrinos, y se recibió unánimemente como reliquia preciada y genuina de la sabiduría inspirada de Salomón. [El Libro de Sabiduría] Hermandad semejante de la fe mosaica y la filosofía griega asoma en las obras de Filón [de Alejandría], compuestas la mayor parte bajo el reinado de Augusto [27 AC-14 DC]. Podía el alma toda material del universo lastimar la religiosidad de los hebreos, pero aplicaban el concepto del Logos al Jehovah de Moisés y de los patriarcas, y el Hijo de Dios habitó la tierra bajo apariencia visible, y aun humana, para desempeñar aquellas faenas tan familiares que parecen incompatibles con la naturaleza y los atributos de la Causa Universal.

Edward Gibbon

Edward Gibbon

La elocuencia de Platón, el nombre de Salomón, la autoridad de la escuela de Alejandría y el consentimiento de judíos y griegos, eran insuficientes para plantear una doctrina misteriosa y verdadera que pudiera agradar, mas no convencer a la racionalidad despejada (Año 97). Sólo un profeta o apóstol inspirado por la Divinidad alcanzará a dominar la fe del linaje humano; y la teología de Platón viniera a quedar para siempre confundida con las visiones filosóficas de la Academia, del Pórtico u del Liceo, a no confirmarse el nombre y atributos del Logos con la pluma celestial del postrero y más sublime Evangelista [San Juan el Bautista]. La Revelación Cristiana, que llegó a consumarse bajo el reinado de Nerva [96-98 DC], patentizó al mundo el asombroso arcano de que el Logos que estaba desde el principio con Dios y era Dios, que lo hizo todo, y para quien todo fue hecho, se encarnó en la persona de Jesús de Nazaret, nació de una virgen y padeció muerte en la cruz. Además del intento general de fundar sobre perpetua base los realces divinos de Jesucristo, los escritores eclesiásticos más antiguos y respetables atribuyen al teólogo evangélico el ánimo especial de confutar las dos herejías opuestas que trastornaron la paz de la iglesia primitiva.

I. La fe de los ebionitas, y quizás de los nazarenos era tosca e incompleta. Reverenciaban a Jesús como sumo profeta, dotado de virtud y poderío sobrenatural; aplicando a su persona y reino venidero todas las predicciones de los oráculos hebreos relativas al reino espiritual y sempiterno del prometido Mesías. Alguno venía a confesarle su nacimiento de una virgen, pero todos obstinadamente rechazaban su existencia anterior y las perfecciones divinas del Logos o Hijo de Dios, que tan terminantemente se definen en el Evangelio de San Juan. Como medio siglo después, los ebionitas, cuyos errores menciona Justino Mártir [100-165 DC] con menos severidad de lo que al parecer merecen, componían una escasa porción del gremio cristiano.

II. Los gnósticos, señalados con el sobrenombre de docetes, pararon en el extremo opuesto, y al dar por sentada la naturaleza divina de Cristo, estaban manifestando su parte humana. Alumnos de la escuela de Platón, avezados al concepto sublime del Logos, conceptuaron desde luego que el brillantísimo Eón, o Emanación de la Divinidad podía revestirse de todo el exterior, de la apariencia visible de un mortal; mas se empeñaban vanamente en que las imperfecciones de la materia son incompatibles con la pureza de una sustancia celeste. Humeaba todavía la sangre de Cristo en el monte Calvario, cuando allá los docetes soñaron una suposición tan impía como disparatada de que, en vez de salir de las entrañas de una virgen, habíase apeado por las orillas del Jordán en forma ya perfectamente varonil; que había embelesado los sentidos de sus enemigos y de sus discípulos, y que los ministros de Pilatos habían desfogado su saña desvalida sobre una estantigua [huest antigua contraído que equivale a procesión de fantasmas] aérea que expiró al parecer en la cruz, y resucitó a los tres días de entre los muertos.

 

[Decadentismo]

El curioso que va tendiendo desconsoladamente la vista por los escombros de Roma se indigna contra los godos y vándalos por los estragos que no pudieron cometer, ni por el espacio, ni por la potestad, ni quizás por su inclinación. Pudo el turbión de la guerra derribar las techumbres más encumbradas; pero el descalabro que iba minando los cimientos de tantísima mole continuó pasada y calladamente por un plazo de diez siglos; y los móviles del interés, que luego fueron obrando abiertamente, fueron severamente reprimidos por Mayoriano [Julio Valerio 457-461 DC]. La decadencia de la ciudad había ido menoscabando los edificios públicos; incitaban a veces el circo y el teatro el afán del pueblo sin satisfacerle; los templos que se habían salvado del acaloramiento de los cristianos no contenían ya ni dioses ni hombres; la caterva ya menguada de los romanos se perdía por la inmensidad de los baños y de los

Monedas con la efigie de Mayoriano

Monedas con la efigie de Mayoriano

pórticos; y las librerías ostentosas y los salones de justicia se hacían inservibles a una generación apoltronada que se desentendía de toda clase de estudios y quehaceres. No había respeto ya para los monumentos de aquella grandiosidad consular e imperial que constituía el blasón inmortal de la reina de las ciudades, pues se apreciaban tan sólo como una mina inexhausta de materiales más baratos y a la mano que la lejana cantera. Dirigían a los magistrados avenibles de Roma peticiones decorosas, que alegaban escasez de piedra o ladrillo para algún intento preciso; y así se iban afeando violentamente las fábricas más asombrosas para algunos reparos mezquinos o supuestos; y los romanos bastardos, que aplicaban el despojo a su provecho, iban demoliendo sacrílegamente los trabajos de sus antepasados; pero Mayoriano, que solía antes dolerse de tanta asolación, aplicó un remedio severo al escandaloso estrago. Reservó al príncipe y al senado los casos extremos, para que en su vista otorgasen la destrucción conveniente de algún edificio, impuso una multa de cincuenta libras de oro (diez mil duros) a todo magistrado que osase conceder permisos tan torpes e ilegales, amenazando a los dependientes criminales con azotes violentos y el cercén de entrambas manos, si obedecían aquellas órdenes perniciosas. Parece que en esta última parte el legislador desproporcionaba la pena con el delito; pero su destemple venía a proceder de un impulso gallardo, pues ansiaba Mayoriano resguardar los monumentos de aquellos siglos en que anhelaba y merecía haber vivido.

Bien se le alcanzaba lo infinito que debía interesarle el acrecentar el número de los súbditos; que le competía el conservar la pureza de todo lecho nupcial; mas los medios de que se valió para el desempeño de tan altos fines aparecen indebidos y reprensibles. Las solteras devotas que consagraban su virginidad a Cristo tenían que cumplir cuarenta años antes de tomar el velo. Las viudas de menos edad debían contraer segundo enlace en el término de cinco años, bajo pena de la confiscación de la mitad de su caudal a favor de sus parientes más cercanos, o bien del estado. Se vedaban o anulaban los matrimonios desproporcionados. Confiscación y destierro se conceptuaron penas tan ínfimas para castigar el adulterio, que si el reo se aparecía por Italia, declaró expresamente Mayoriano que se le pudiera matar impunemente.

 

Comentario

El fragmento que titulé [Cristianos], representa, desde mi punto de vista, un modelo de la imagen que escandalizó a los tradicionalistas cuando Gibbon aplicó el racionalismo a la interpretación de la Historia Sagrada. El texto está muy documentado y proyecta el tono frío de un analista moderno. En la Roma Imperial decadente, el Cristianismo representa todo un hallazgo. El autor comenta algunos de los debates que plagaron el crecimiento de aquel proyecto ideológico y su estrecha relación con el pensamiento de Platón.

El relato muestra las contradicciones del crecimiento de la fe, cuando ebionitas y docetes disputaban la imagen que se debía preservar de Jesús. Se trataba de un debate agrio en torno a la naturaleza de Jesús. Los ebionitas, literalmente “hombres pobres”, seguían siendo fieles observadores de la Ley Mosaica, velaban las prohibiciones alimentarias judías y celebraban el sábado como el día de reposo. Pero, convertidos al cristianismo, insistían en que Jesús era un profeta humano más y no de la misma naturaleza de Dios como sugiere el concepto católico del Hijo del Hombre o Hijo de Dios. Los ebionitas son el signo más contundente de lo que se denomina el “cristianismo pobre”, tendencia que si bien reconoce que Jesús es el Mesías, no acepta su existencia previa en paridad con Yahveh y niega su naturaleza divina y el nacimiento carnal del vientre de una mujer virgen. Uno de los libros sagrados más respetado por esta tradición es el llamado “Evangelio según los Hebreos”. Los ebionitas se caracterizan por su abierto rechazo a los escritos de Pablo de Tarso, el Apóstol de los Gentiles. Los “Nazarenos”, que también menciona el autor, compartían muchas de aquellas creencias, pero estaban dispuestos a aceptar la divinidad de Jesús.

Por otro lado, los gnósticos, literalmente “los que conocen” o “los sabios”, y en especial los docetes, sostenían con argumentos platónicos que Jesús no solo era de naturaleza divina sino que negaban su naturaleza humana. El concepto “docete” sugiere la noción de “apariencia” o “lo que aparenta”. En esa etimología se encuentra una de las claves del docetismo. Los docetes negaban también que Jesús hubiese nacido de una mujer virgen y alegaban que surgió o descendió adulto y maduro en algún lugar del Río Jordán. Para explicar su biografía según consta en numerosos evangelios, argumentaban que su imagen terrestre era meramente la de un fantasma o el reflejo de una idea superior, y su crucifixión y muerte una ilusión. Esa ha sido la forma en que el Islam apropió a Isa-Jesús. Para el islamismo su muerte en la cruz es solo un espejismo y no un hecho real. El Sura 4: 156 del Corán sostiene que “Ellos [los judíos] dicen: Hemos condenado a muerte al Mesías [Cristo], a Jesús, el hijo de María, el Mensajero de Dios. No, no lo han matado, no le han crucificado: un hombre que se le parecía fue puesto en su lugar, y los que disputaban sobre esto han estado ellos mismos en la duda. No lo sabían a ciencia cierta, no hacían más que seguir una opinión. No lo han matado realmente. Dios lo ha elevado a él, y Dios es poderoso y prudente».

El fragmento que titulé [Decadencia] es un registro breve de la situación de Roma cerca de su desaparición política en tiempos del emperador Julio Valerio Mayoriano (457-461 DC). La decadencia es física y moral. Antes de Mayoriano se acostumbraba derribar los monumentos del pasado para obtener material de construcción para estructuras nuevas. El emperador lo prohibió. El fragmento demuestra que la ciudad ya no es lo que era: el respeto reverencial por el pasado no existe. No hay atisbo de libertad ciudadana y la crisis se maneja con mano dura. El emperador cristiano del momento de la decadencia, quien enfrentó exitosamente a francos y alamanes, fue el último que intentó restaurar el poderío romano. La decadencia estimula un retorno simbólico a un pasado que se presume grande y que enorgullece. Pero también implica negarse a aceptar la ruina que se vive y el desastre que se augura para el futuro.

Nota: la división en párrafos es mía. Los comentarios en corchetes también y se usan para aclarar la información. La traducción del fragmento del Sura citado es de Joaquín García Bravo.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

Fragmento de Agustín de Hipona (354-430) La  Ciudad de Dios, “El Hado y la Providencia”, Libro V, Cap. XXI y XXII.

Capítulo XXI

Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo.

Agustín de Hipona

Siendo cierta, como lo es, esta doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al verdadero Dios, que concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los impíos, como le agrada a aquel a quien si no es, con muy justa razón nada place. Pues, aunque hemos ya hablado de lo que quiso descubrirnos para que lo supiésemos, con todo, es demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación nuestras fuerzas querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los méritos de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas, de quienes dicen sus historias adoraban solamente a dos dioses, uno bueno y otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo hebreo, de quien ya dije lo que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo Dios, y en qué tiempo reinó.

El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les concedió tantos beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto prestado a tantos dioses como éstos multiplican, dando a cada producción el suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también les dio el reino sin la adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a reinar. Y del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a Nerón; el que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores, el mismo le dio igualmente al cruel Domiciano; y ¿por qué no vamos discurriendo por todos en particular? El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio al, apóstata Juliano, cuyo buen natural le estragó por el anheló y codicia de reinar una sacrílega y abominable curiosidad.  En estos vanos pronósticos y oráculos está enfrascado este impío monarca cuando, asegurado en la certeza de la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el bastimento necesario para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en empresas temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres, que no pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen agüero del dios Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los términos y mojones del Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso ceder a Júpiter, cedió a la necesidad. Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios verdadero los rige y gobierna como le agrada. Y aunque sea con secretas y ocultas causas, ¿hemos, por ventura, de imaginar por eso que son injustas?

Capítulo XXII

Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios

Y así como está en su albedrío, justos juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también está en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente que unas se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad concluyó Pompeyo la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra púnica, y también la que sustentó contra los fugitivos gladiadores, aunque con pérdida de muchos generales y dos cónsules romanos, y con el quebranto y destrucción miserable de Italia; no obstante que al tercer año, después de haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los Picenos, Marios y Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber servido largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas naciones a este Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su primitiva libertad.

Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron vencidos los romanos, muriendo dos cónsules y otros nobles senadores, con todo, no duró mucho, porque se acabó al quinto año; pero la segunda guerra púnica, durando dieciocho años, con terribles daños y calamidades de la República, quebrantó y casi consumió las fuerzas de Roma; porque en solas dos batallas murieron casi 70,000 de los romanos. La primera guerra púnica duró veintitrés años, y la mitridática, cuarenta. Y porque nadie juzgue que los primeros ensayos de los romanos fueron más felices y poderosos para concluir más presto las guerras en aquellos tiempos pasados, tan celebrados en todo género de virtud, la guerra samnítica duró casi cincuenta años, en la que los romanos salieron derrotados, que los obligaron a pasar debajo del yugo. Mas por cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino que parece amaban la justicia por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia que ajustaron con sus enemigos.  Refiero esta particularidad, porque muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos pasados, y aun algunos que disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos cristianos dura un poco más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se conmueven contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los romanos, que con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras, también hubiera concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo han leído cuán largas y prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y cuán varios sucesos y lastimosas pérdidas. Según acostumbra a turbarse el mundo, como un mar borrascoso con varias tempestades, que motivan semejantes trabajos confiesen al fin lo que no quieren, y dejen de mover sus blasfemas lenguas contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los ignorantes.

Comentario:

El texto del capítulo XXI establece el centro de Providencialismo Cristiano. Se trata de una tesis que se demuestra mediante una serie de ejemplos. Con ese argumento, por un lado, se echan las bases de la Teoría del Origen Divino del Poder. Dios concede el poder a los jefes paganos tanto como lo concedería a los cristianos en su momento: es el “motor” o la “inteligencia” de la historia. Pero por otro lado, también adelanta el principio de que los giros de la historia resultan tan incomprensible como la misma voluntad de Dios: la humanidad nunca penetrará ese misterio. Se trata de una Teoría Especulativa de la Historia que niega el carácter humano de la historia. El único argumento que la justifica es la sumisión a Dios.

El texto del capítulo XXII amplía el argumento mirando el fenómeno de la guerra: Dios decide cuánto duran y quien vence. Artefactos teóricos como la Fortuna o la Voluntad de Poder esgrimidos por los clásicos griegos y latinos, no hace sentido alguno a Agustín de Hipona. El modelo ejemplar vuelve a reproducirse: se confirma la tesis mediante el ejemplo. Las guerras de paganas no fueron más breves que las guerras de cristianos.

Como se verá, el conocimiento “histórico”, reducido a datos concretos, se convierte en puro ornado o simple prueba al canto para el sostén de la tesis que se formula en el acápite o introducción. La historia entendida como la disciplina que estudia a los seres humanos en el tiempo y en el espacio dentro del marco de la vida social, económica y cultural autónoma de fuerzas sobrehumanas, no es posible sobre la base de los argumentos agustinianos.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

Fragmento: Luciano de Samosata (c. 125-200 DC), “Acerca de sus contemporáneos”. Obras recopiladas (Texto de Teubner, ed. por C. Jacobitz) T. II, “Cómo escribir historia”, caps. 14-16, 41, 43.

 

La crítica

Os citaré algunos historiadores de esta guerra por lo que puedo recordar de sus recitaciones, algunas de las cuales tuve el privilegio de escuchar en Jonia no hace mucho, y otras en Aquea en ocasión anterior. Apostaré mi reputación literaria a la verdad de lo que voy a decir. En realidad, estaría dispuesto a dar prueba jurada, si fuera de buen gusto convertir un ensayo en una deposición. Uno de ellos comenzó inmediatamente con las Musas, dirigiendo a estas damas una invitación a darle una mano en su obra. Advertiréis qué admirablemente armónico era este exordio, cuan exactamente se ajustaba a una obra histórica y cuan apropiado era a este género literario. Un poco más abajo comparaba a nuestro comandante con Aquiles y al cha con Tersites, sin caer en la cuenta de que su Aquiles habría sido el mejor para derrotar no a Tersites sino a Héctor, en cuyo caso un poderoso guerrero habría “huido primero” y “otro mejor que él” habría “seguido después”. Entonces introduce un elogio de sí mismo, para probar que su pluma no era indigna de su glorioso asunto. Más adelante, había otro encomio, esta vez de su ciudad nativa, Mileto, con una nota que señalaba el progreso que esto significaba con respecto a Homero, quien había pasado a su ciudad natal en silencio. Finalmente, a la conclusión de su prefacio, promete inmediatamente, en muchas palabras, exaltar nuestras proezas y “aportar su granito de arena” para batir al enemigo. Comienza su relato, en el que se enfrasca en una discusión sobre los orígenes de la guerra, de esta manera: “La guerra la hizo ese execrable e imperdonable cha Wologeso. Ambicionaba éste…” y así sucesivamente.

Luciano de Samosata

Con lo dicho basta para un autor. Otro de ellos fue un declarado admirador de Tucídides, y se ajustó tan puntualmente a su dechado, que comienza con sus mismas palabras, con la sola sustitución de su nombre. Cuando lo cite, creo que paladearéis el fino sabor del espíritu ático y convendréis en que es el más feliz comienzo que jamás hayáis oído: “Crepereio Calpurniano de la ciudad de Pompeya ha escrito la historia de la guerra entre los partos y los romanos. Comenzó a escribir tan pronto estalló la guerra.” Tras un exordio tal, es superfluo mencionar cómo transportó al orador a Armenia cuando necesitó allá una arenga; o cómo, cuando azotó a Nisibis con una peste por tomar el partido equivocado, la extrajo totalmente de Tucídides. Lo dejé cremando a los pobres atenienses en Nisibis y partí con un conocimiento preciso de cada palabra que recitaría después de haberme alejado yo. Realmente es una falacia bastante común en nuestros días el que un autor imagine que escribe como Tucídides, si repite sus palabras con alguna variación. Sí, y hay otro punto en el mismo autor que casi olvido deciros. Empleaba palabras romanas para denominar cantidad de armas y aparatos, y hasta para “trinchera”, “puente”, etc. Imaginad cuan pomposamente tucididianos parecerían esos términos italianos incrustados en las frases áticas, diseminados en la púrpura como piedras preciosas, resplandeciendo y armonizando de modo tan excelente con su fondo.

Otro hubo que compuso un simple memorándum de sucesos con estilo más trivial y prosaico, tal como podría esperárselo en el diario de un soldado o de un artesano o proveedor agregado al ejército. Este historiador aficionado era relativamente modesto. Se lo podía juzgar al momento un leñador o aguatero por uno con mejores dotes literarias e históricas que las suyas. Yo sólo censuraba su título, que era más pomposo de lo que hay derecho a serlo en el mundo de las letras: “Crónicas partas, Libro I, Libro II, etc., por el doctor Calimorfo del Sexto de Lanceros.” Incidentalmente había compuesto un prefacio en extremo afectado, sobre el tema de que la composición histórica entraba en la esfera de la medicina, porque Esculapio era hijo de Apolo y Apolo era el conductor de las Musas y el protector general de la cultura. Comenzaba también, no puedo imaginar por qué, escribiendo en jonio y luego se disparaba de pronto en griego corriente, salpicado aquí y allá con unas cuantas palabras jónicas como ciruelas en un pastel, pero por lo demás con el vocabulario vulgar, y aun éste en formas demasiado familiares…

 

El historiador ideal

Mi historiador ideal es intrépido, incorruptible, magnánimo y expositor franco de la verdad. Satisfará las exigencias del proverbio llamando al pan, pan, y al vino, vino. No influirán en la imparcialidad de su juicio la benevolencia ni la malquerencia, la compasión ni la simpatía, la vergüenza ni la timidez. Hará cuanto pueda por sus personajes, sin favorecer a unos a expensas de los otros. Será un forastero y un transeúnte en la tierra de los libros, una ley para sí mismo y no reconocerá lealtades. No se detendrá para considerar lo que piensan A o B, sino que expondrá los hechos.

Admiro el fallo de Tucídides y su criterio sobre el buen y el mal arte de escribir. (Pensaba en la reputación de que gozaba Heródoto, tan grande que sus volúmenes se invocaban después de las Musas.) Tucídides pretende aportar una contribución permanente al conocimiento más bien que un tour de force efímero, y se acredita por resistir a la tentación de echar mano a los recursos retóricos y por dejar a la posteridad un registro de los hechos tal como realmente ocurrieron. Introduce asimismo la idea de utilidad y la de lo que es evidentemente el objeto racional de la Historia, a saber, según él lo explica, capacitar a la humanidad para hacer frente con éxito a los problemas del día a la luz de los registros del pasado, en el caso de las circunstancias que se repiten.

Este es el espíritu que deseo encontrar en mi historiador: y en lo que respecta a su exposición y expresión, no deseo que cuando comience a escribir, haya adquirido el filo incisivo del perito estilista con su exagerada nimiedad, su pulcritud y su facundia. Deseo algo menos agresivo; el pensamiento consecutivo y concentrado, el lenguaje claro y práctico, la exposición distinta.

 

Comentario:

Luciano, vivió  al margen de las elites intelectuales de su tiempo, situación que le permitió ofrecer, sin autocensura o reparo de clase alguna, sus opiniones. A veces altisonantes y hasta irrespetuosas son las de un intelectual comprometido solo con el saber y que no se ajusta a componendas de clase alguna. Se trata de un escéptico radical  y de un pensador antidogmático que, por sus cuestionamientos de la religión, ha sido asociado al Epicureísmo. Su desprecio por las convenciones sociales y literarias lo ubica en el campo abierto del Cinismo. Se trata de un pensador pesimista que Luciano que satiriza con crueldad y desfachatez todos los valores de su tiempo.

En el fragmento suplido, se burla del tono grandilocuente y exagerado de los historiadores de su tiempo sobre la base de su lectura de los textos en torno a la Guerra Parto-Romana ocurrida entre el 161 y el 165 DC. El ejercicio le sirve para elaborar un texto de crítica historiográfica que toca aspectos de la retórica de los historiadores de su tiempo. La apelación a la Musas, hijas de Museo, en particular Clío la Musa de la historia, las referencias a los héroes de la épica para resaltar a los generales de su tiempo, la forma en que los historiadores se elogian a sí mismos, todo es señalado por Luciano con precisión. Los “Prólogos” de las obras de historiografía clásica cumplían esa función de invitar y justificar la lectura.

No sólo eso. Luciano apunta como aquellos historiógrafos apropian a los maestros, Tucídides, para legitimar su discurso sobre el sostén de la autoridad clásica. La apropiación del saber clásico resulta en un vulgar plagio. Pero del mismo modo que no tolera el barroquismo del alguno, critica el prosaísmo y la mala retórica de otros.

Entonces establece su propuesta. El historiador que admira debe ser “intrépido, incorruptible, magnánimo y expositor franco de la verdad”. Directo en el lenguaje, imparcial y justo en la exposición de sus personajes y un lector voraz: “un forastero y un transeúnte en la tierra de los libros”. Su maestro, más que Heródoto, es Tucídides. La cuestión de la “paternidad” de la Historia, si vale la pena plantear el problema, está resuelta en Luciano. Sistemático -“de pensamiento consecutivo y concentrado”-,  y original – “la exposición distinta”-, Luciano ve en el historiador la síntesis del pensador y el literato.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y Escritor