• Mario R. Cancel-Sepúlveda

En un artículo de 2017 titulado “El espacio como forma de hacer historia. Del Giro Espacial a la narrativa de la simultaneidad”, Joan Muñoz González de la Universidad de Barcelona reconoció algo que, por elemental, no debe ser pasado por alto. Me refiero al hecho de que la experiencia historiográfica del siglo 21 se ha desenvuelto en un diálogo tirante con la historiografía de fines del siglo 20. El punto de partida de los elementos de tensión, disociadores para algunos y enriquecedores para otros, pueden ser trazados hasta el fin de la Guerra Fría (1989-1991), un momento clave para el debate posmoderno y para el desarrollo del orden neoliberal.

La mirada de Muñoz González, un investigador preocupado por la historia del presente parece articularse alrededor de la metáfora del siglo 20 corto del intelectual materialista histórico inglés Eric Hobsbawn (1917-2012) y en la presunción de que la reflexión sobre el pasado y sobre el presente depende ineluctablemente del hoy. Desde mi punto de vista una de las dudas que asedia al autor es si espera a la humanidad un siglo 21 largo.

Las referidas afirmaciones están penetradas, claro está, por la condición europea de quien las formula por lo que su propuesta será la adecuada para esa cultura sin que necesariamente sea satisfactoria para el resto de la humanidad. En ocasiones me pregunto si no sería mejor dejar atrás la noción siglo, cargada de un potente sentido místico, e intentar tomar posesión del problema del tiempo en los términos que el filósofo francés Henri Bergson (1859-1941) imaginaba la duración real.

Paul Klee, Metropolis 6 -Ciudad de los sueños

El argumento base de Muñoz González es que la globalización de las relaciones materiales y espirituales ha vuelto a llamar la atención sobre los aspectos geográficos y el espacio a principios del siglo 21. La analogía entre el alegado fenómeno y el acaecer de principios del siglo 20, el cual abonó el terreno para la consolidación de lo que se denominó el Giro Social camino a la invención de una historiografía nueva es evidente. Lo cierto es que el efecto de la internacionalización de principios del siglo 20 y la globalización de principios del siglo 21 ha sido avasallante. Algunas pruebas al canto de ello pueden deducirse de los paralelismos entre la experiencia de la pandemia de influenza de 1919 y de la del Covid19 a partir del brote de Wuhan en 2019 y su declaración como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS) el 11 de marzo de 2020.

Desde la perspectiva de Muñoz González, aspecto en el cual no está solo, la situación de la historiografía europeo occidental manifiesta todos los rasgos de una “crisis”. La selección del sustantivo llama mucho mi atención. Crisis es una palabra de origen griego que significa “separar” o “romper” por lo que su utilización sugiere una “fractura” de lo que una vez estuvo junto y constituyó un cuerpo organizado y ordenado. Las “crisis” son situaciones generadoras de conflicto que minan un orden instituido e impiden su funcionamiento estándar. Para los griegos las “crisis” promovían momentos de reflexión o de elección, hecho que explica que conceptos como “crítica” y “criterio” sean dos de sus derivados más significativos.

La crisis actual de la historiografía de la que habla Muñoz González estaría ligada a la que se manifestó en las discusiones de la década de 1970: la que intentó dejar atrás el Giro Social y animó el Giro Cultural, Narrativo y Lingüístico coincidiendo con el debate posmodernista. Para este autor, argumento en el cual en general sigue a Fredric Jameson (1934- ), la crisis actual de la historiografía expresaría la dificultades propias del tránsito al neoliberalismo o bien podrían ser consideradas la expresión cultural de ello. En última instancia estaríamos siendo testigos de una crisis de la historia y de la historiografía, ámbitos que en alguna medida separa. La crisis exteriorizaría la voluntad de cuestionar los modelos historiográficos emanados de la experiencia de las décadas de 1960 y 1970, así como los de las décadas de 1980 y 1990, es decir, el conjunto completo de la herencia pos-Giro Social. La ruptura estaría relacionada con la fragmentación del saber pos-1960, una metáfora que recuerda el lenguaje de los historiadores de Annales. Pero no excluía la puesta en entredicho de la mirada microscópica. Una vez dejado atrás la historia total, la fragmentación y la microhistoria, se habrían impuesto las dudas sobre la cientificidad, confiabilidad y posibilidades futuras de la historiografía. Pero a diferencia de Rosenberg el autor no propone un nuevo cientismo o cientificismo como opción.

Los argumentos de Muñoz González sugieren la necesidad de un retorno cuidadoso a los artefactos interpretativos de la Giro Social y la historia social y económica que el Giro Cultural y la historia cultural refutaron de diversos modos. La solución que propone a la crisis dependería de la síntesis innovadora entre viejos y nuevos modelos, entre tradición y vanguardia, incluyendo la del Giro Cultural en todas sus manifestaciones, pero dando prioridad a la perspectiva de la larga duración, una herencia del Giro Social, con el fin de reinventar una historia total adecuada para los problemas propios era de la globalización. En cierto modo se trata de una afirmación de la preponderancia de lo social sobre lo cultural que respondería a los imperativos de la era pos Gran Recesión de 2009 cuando el discurso neoliberal pasó por una crisis de confiabilidad.

Su hipótesis es que la Historia Global y su énfasis en el espacio será capaz de enfrentar la fragmentación del saber disciplinario, adelantar la síntesis y superar la crisis. La mirada no difiere de la que maduraron los historiadores sociales de principios del siglo 20 ante la historiografía tradicional. El estudioso presenta ante una fórmula flexible y abierta, afín a las ideas de Fernand Braudel (1902-1985) y a la preocupación por el espacio que promovió la interacción entre las ciencias sociales y la historiografía, una relación que disciplinas como la Sociología o la Historia Ambiental, por ejemplo, podrían restituir. En términos generales para González Muñoz, como para Rosenberg, los debates sobre el relato histórico como realidad o ficción, propios del Giro Cultural, Lingüístico y Narrativo son “áridos”, es decir, no son productivos.

Los seres humanos en el espacio y el tiempo

La condición de la historiografía como una representación del lugar de los seres humanos en el escenario del espacio y el temporal, nociones de la física y la filosofía, es clave. La preocupación por el entorno espacial siempre ha estado allí: el contexto natural de los actos humanos llamó la atención a los historiadores desde la Antigüedad hasta el siglo 18. Durante el siglo 19, una deriva ineludible de la mirada de Karl Marx (1818-1883) era que la historiografía debía estudiar al ser humano en su primera y en su segunda naturaleza: el mundo natural (el entorno) y el artificial (la sociedad). Marx reconocía que ambas naturalezas eran articulabas discursivamente, cobraban sentido y ayudaban a forjar una identidad por medio del trabajo: ninguna existía al margen del trabajo racional. El entorno espacial volvió a llamar la atención durante el siglo 20 a la luz de la discusión braudeliana del mundo mediterráneo desde la escuela de Annales, los problemas ambientales y la discusión respecto al calentamiento global y el Antropoceno o Capitaloceno como una probable nueva era socio-geológica.

Muñoz González reconoce que espacio y tiempo es un binomio o dualidad epistemológica clave para la explicación histórica en todos los tiempos. En el continuo espacio-tiempo toman forma todos los hechos físicos que luego los seres humanos representamos de diversos modos incluyendo los históricos. Esta aserción, que tanto debe a la teoría de la relatividad entre otras especulaciones de la física, confirma que la historiografía nunca se ha desvinculado de las ciencias llamadas naturales por cuestiones de necesidad. Pero el autor también reconoce que, dada la naturaleza del trabajo de los historiadores y de la historia como “ciencia de los hombres en el tiempo”, la frase es de Marc Bloch (1886-1944), los profesionales del campo dieron más peso a la cuestión temporal que la espacial a la hora de la interpretación.[1] La intención de Bloch era establecer una condición sui generis, peculiar o única, que distinguiera la historia como saber.

Lo cierto es que el tiempo siempre ha sido el elemento explícito y riguroso con el que el historiador confronta los problemas que se plantea, mientras que el espacio ha sido un elemento implícito o sugerido. El Giro Espacial sería un esfuerzo consciente por suplir esa carencia y hacer la discusión del espacio más explícita y rigurosa a la hora de la producción del saber. Los halones de la cuestión espacial, los viajes de fines del siglo 15 y principios del siglo 16, la expansión imperialista de fines del siglo 19, y la globalización, habrían actuado como llamados a la preocupación por el espacio como correlato del tiempo a la hora de articular una historia total.

Problematizar la relación espacio tiempo, otra vez

Dos tendencias de la historiografía occidental favorecieron la preponderancia de la temporalidad en la retórica de la explicación. Me refiero al teleologismo, la creencia de que la historia poseía un orden que conducía a un fin loable; y el progresismo, una metáfora de la flecha del tiempo que comprometía moralmente a la humanidad con su estímulo. Aquellas eran dos metáforas temporales que tendían a reducir el espacio natural, social o cultural, a la condición de mero escenario, decorado o telón de fondo del conjunto de eventos o acontecimientos concatenados.

La subordinación del espacio al tiempo, uno de los rasgos característicos de la historiografía moderna, experiencia que maduró durante los siglos 18 y 19 en la forma de una paulatina emancipación del pensamiento historiográfico de la teología y el estrechamiento de una alianza con las ciencias naturales, penetró el relato histórico. El ejercicio de historiar se identificó con la recuperación y reordenamiento de una serie de hechos en el tiempo, una reconstrucción siempre limitada, de una manera diacrónica acorde con relaciones de causa y efecto que se asumían como ciertas. Las relaciones de causa y efecto concretas convergían con el fin último o telos del proceso histórico visto como un todo. El eje organizativo del gran relato moderno había sido el tiempo y no el espacio.  

Esto no significa que el espacio fuese olvidado del todo. El desarrollo de las ciencias sociales durante el siglo 18 y el 19 es un excelente ejemplo de lo opuesto. En cierto modo, si se le da crédito a la reflexión de Bloch de 1949 de que la historia era la “ciencia de los hombres en el tiempo”, la reflexión de las ciencias sociales podía apropiarse como la de “los hombres en el(los) espacio(s)”. La legitimidad de la alianza entre aquellos campos del saber en los cuales temporalidad y espacialidad, así como pasado y presente, se encontraban, explicaría el desarrollo y el éxito del Giro Social.

Una genealogía del balance entre el imperativo de la espacialidad y la temporalidad a lo largo del desarrollo de la disciplina en occidente podría ser aclaradora. Esta no es la ocasión para responder esa pregunta con detalle, pero voy a llamar la atención en torno a un par de nudos que pueden ser de importancia. Una genealogía como la propuesta debería mirar hacia la figura de Heródoto de Halicarnaso (c. 485-425 a. C.), un viajero y cronista de lo exótico, en sus Encuestas. La precedencia ocasional de aquel autor por el escrutinio de los espacios sociales y culturales resulta evidente, por ejemplo, en sus observaciones sobre las castas sociales en Egipto.[2] La imposición de la preponderancia de la temporalidad expresó el giro político de la discursividad que ya se había impuesto en el caso de Tucídides de Atenas (470-c. 395 a.C.) y su interés en el tema bélico.[3] El gran relato cristiano, por su parte, combinó las preocupaciones temporales con las espaciales en una teoría llena de tensiones. Los siete días y las dos ciudades míticas, luego tres, sintetizaron bien aquel esfuerzo en la lógica de Agustín de Hipona (354-430).

En la modernidad la preocupación por la intersecciones entre geografía e historia se consolidan alrededor de la obra de Alexander Von Humboldt (1769-1859) en el contexto de la formación de la universidad moderna, esfuerzo que fue determinante para el apetito espacial que marcó en el siglo 20 al Giro Social en especial la escuela de Annales. La penetración de lo espacial y la geografía en la obra de Fernand Braudel (1902-1985) en torno al Mediterráneo, la historia de ultramar y del capitalismo temprano desde 1940, desarrolladas a la luz del concepto duración sería otro momento importante del referido proceso.[4] Jo Guildi historiadora estadounidense de la Universidad de Brown y especialista en temas británicos, denominó ese fenómeno Giro Geográfico o Giro Espacial. En la genealogía propuesta deberían figurar intelectuales como, por ejemplo, Ibn Jaldún (siglo 14), preocupado por la forma en que el espacio o escenario del desierto moldeaba la personalidad, la cultura y la historia árabes.[5]  

Como podrá observarse, el forcejeo teórico entre la espacialidad y la temporalidad se profundizó a fines del siglo 19 coincidiendo con la crítica de los historiadores innovadores contra el historicismo y el gran relato moderno.  Un segmento significativo de los historiadores del siglo 20, como se sabe, compartieron las críticas al gran relato moderno, a la teoría del progreso y el teleologismo evolutivo optimista, artefactos que parecen ser la base de culto al tiempo manifestado por numerosos historiadores. La lectura de Muñoz González ofrece un panorama bastante preciso de esa genealogía y establece la necesidad de profundizar esa ruptura.

En síntesis, el retorno a la espacialidad, el imperativo de lo macro y la preponderancia de ese imaginario en la interpretación historiográfica cerraría un círculo que respondería, mejor que el imperativo de lo microscópico, a los reclamos de la realidad en un orden globalizado. En cierto modo lo que se propone es restituir una nueva Historia Total. Cuánto afectaría esa nueva actitud las alianzas intelectuales que hicieron bueno el desvanecimiento del ideal de la mirada del todo en favor de la mirada de la parte, es una cuestión incierta. Pero parece innegable que con ello los valores del Giro Cultural en general, la Historia Cultural y la Microhistoria en especial, serían sometidos a discusión.

Desde una perspectiva muy general, la historiografía del siglo 19 habría mostrado una obsesión cada vez más intensa con el tiempo y la metáfora del tránsito asociada a la cronología y la diacronía. La historiografía del siglo 20 hasta la década de los 1990, por su parte, habría mostrado una obsesión cada vez más intensa con el espacio asociada a la estructura y la sincronía. El cientismo y el Giro Espacial, dos respuestas distintas al hipotético agotamiento del Giro Cultural a principios del siglo, cumplen una función análoga. La revolución tecnológica, la Internet y las redes sociales, fenómenos propios de la era global habrían favorecido el proceso de erosión del Giro Cultural tras ratificar lo obvio: la linealidad del tiempo es un mito porque en realidad todo es simultáneo y diverso. El efecto de ello con respecto a las presunciones del Giro Narrativo es el mismo del cientismo: devaluar la narración.

Karl Schlögel (1948- ) en el volumen En el espacio leemos el tiempo (2003) en el cual discute los procesos de globalización, la geopolítica o el cambio climático, entre otros, argumenta que “en un instante percibimos lo que nos rodea: todo cuanto hay en torno, simultáneo y yuxtapuesto. Todo lo que está junto aparece de una vez, al mismo tiempo, simultáneo. El mundo como totalidad, complejo, entorno”[6]. El Giro Espacial y la promesa de una nueva Historia Global, perfilarían un modelo de universalidad más sostenible que la cristiana, la Ilustrada y la del Giro Social.

Los problemas del Giro Espacial, como los de toda propuesta teórica, no son difíciles de reconocer. Los seres humanos piensan y formulan su lugar en el tiempo y el espacio de manera cronológica. Narrar parece ser un estado natural y representar la simultaneidad siempre será más complicado que representar la sucesión. Ello no significa que sea imposible. Habría que buscar estrategias narrativas agresivas que ya han sido experimentadas fuera de la historiografía, desde la novela experimental o la antinovela de las décadas de 1960 y 1970, para reinventar el discurso.  

La narrativa de Jean Paul Sartre (1905-1980) en Las palabras (1963); la de LawrenceDurrell (1912-1990) en El cuarteto de Alejandría (1957-1960) podrían servir de modelo. Utilizar la táctica del collage o los parchos junto a una combinación heterogénea de imágenes, mapas, datos y técnicas de observación daría la impresión de la simultaneidad. Por último, volver a reflexionar sobre Bergson[7] y sus concepciones de los tiempos, no estaría de más. Pero ese ejercicio sigue pendiente. La agenda de debate está sobre la mesa.


[1] Marc Bloch (1982) Introducción a la historia. México: Fondo de Cultura Económica: 26.

[2] Mario R. Cancel-Sepúlveda, notas (24 de septiembre de 2009) “Heródoto de Halicarnaso, “Las castas en Egipto” en Encuestas o historias. (Fragmento 1)” en Historiografía: la invención de la memoria

[3] Mario R. cancel-Sepúlveda (26 de octubre de 2012) “Tucídides de Atenas y la historiografía griega” en Historiografía: la invención de la memoria

[4] Mario R. Cancel-Sepúlveda (22 de marzo de 2020) “Fernand Braudel y la teoría de las duraciones en Historiografía: la invención de la memoria

[5] Mario R. Cancel-Sepúlveda (30 de enero de 2010) “Documento y comentario: Ibn-Jaldún, geografía e historia” en Historiografía: la invención de la memoria

[6] Karl Schlögel (2007) En el espacio leemos el tiempo. Madrid: Siruela: 53.

[7] Mario R. Cancel-Sepúlveda (16 de abril de 2020) “Henri-Louis Bergson y el Vitalismo: el tiempo y la memoria” en Historiografía: la invención de la memoria

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Fernand Braudel (1902-1985) elaboró una interesante “teoría de las duraciones” o una teoría del tiempo histórico que reconocía la complejidad y la diversidad de formas que adoptaba el proceso de la apropiación del pasado. En términos concretos, “duración” es el tiempo que transcurre desde que una cosa empieza hasta que termina. Para Braudel el concepto era una metáfora sugerente del “tiempo”, el “cambio” y su “percepción”. La “duración” podía ser corta (rápida), media (lenta) o larga (imperceptible) hasta el punto de dar la impresión de inmovilidad. El lenguaje de Braudel no aspiraba a ofrecer una fórmula de medición exacta sino que llamaba la atención sobre la impresión de la velocidad del cambio. Años más tarde la dromología, disciplina asociada al sociólogo francés Paul Virilio (1932-2018),  replantearía el asunto al ocuparse de interpretar la aceleración de las mutaciones históricas como resultado de los avances de las nuevas tecnologías y sus efectos en el ser humano.

En cuanto a las duraciones en la historiografía, Braudel insistía en la irrelevancia de la “duración corta” o el acontecimiento, llamado a veces “polvo de historia”, y en su lugar valoraba la evaluación de la “duración media” y “larga”, procedimiento que impuso en sus obras más significativas. Aquella teoría, una vez aplicada al trabajo profesional, cambió el lenguaje y la retórica de la historiografía. El cambio favoreció el abandono de la narración diacrónica (cronológica), y estimuló un  estilo más afín con el análisis sincrónico (estructural) más cercano al lenguaje de las ciencias sociales.

En el breve texto “Historia y duraciones”, incluido en el libro La historia y las ciencias sociales (1970), Braudel sintetizaba sus ideas. Las bases de su argumentación eran  las siguientes:

  • Primero, el tiempo no es homogéneo ni heterogéneo. Aquello significaba que los diversos testigos no percibían el tiempo histórico del mismo modo y que incluso la percepción de un mismo testigo sobre el tiempo histórico podía cambiar acorde con el lugar y el momento desde el cual apropiaba la experiencia temporal.
  • Segundo, el tiempo no es direccional ni se manifiesta como una progresión. Ello indicaba que la flecha del tiempo no era una metáfora confiable y que el tiempo no conducía a un fin predeterminado y deseable como sugerían las filosofías especulativas de la historia. La salvación, la idea absoluta, la libertad, la felicidad, la igualdad, el comunismo o la anarquía, entre otras, no eran destinos forzosos predecibles. Por el contrario, el tiempo siempre parecía dejar a la humanidad en un lugar incierto que pudo haber sido otro o que nunca resultaba ser como se había imaginado, concepción que recuerda el escepticismo que derivaba del método genealógico de Nietzsche.
  • Tercero, comprender el tiempo requería algo más que establecer los acontecimientos y su concatenación, consideración que implicaba que la narración o relato de los acontecimientos y su descripción no era suficiente para entender su complejidad.

Fernand Braudel

Braudel segmentaba  el tiempo histórico en tres esferas o duraciones que diferían por la impresión del ritmo del cambio y la percepción del observador. Observarlas en detalle ayudará interpretar su propuesta teórica.

La “duración corta” equivalía a la historia de los “eventos o los acontecimientos” o “episódica”, estaba centrada en el individuo y el relato concatenado y dramático de los hechos por lo que para Braudel era de “corto aliento”. Aquella mirada forjaba el “recitativo del acontecimiento” y se expresaba en la forma de la historia narrativa estrechamente vinculada con el tiempo de la  cotidianidad, es decir, el “del cronista, del periodista”. En general abarcaba los  “hechos menudos” y “caprichosos” o los “actos individuales” que molestaban o no llamaban la atención del científico social quien prefería los “actos colectivos”. El concepto “recitativo” provenía de la teoría de la música y se refería a un ejercicio intermedio entre el recitar y el cantar. Braudel percibía el “acontecimiento” como un pensador Ilustrado y lo asocia a la historiografía tradicional y al  Positivismo del siglo 19 en términos parecido al juicio emitido por Paul Simiand en 1903.

La “duración media” equivalía a la historia de las “coyunturas” las cuales se expresaban en la forma de una oscilación cíclica. Aquella mirada engendraba  el “recitativo de la coyuntura” o la historia de los procesos, lenguaje más cercano al del científico social. El concepto braudeliano estaba emparentado con la teoría de los “interciclos” económicos cuyo modelo era la teoría de la “ondas”  o “ciclos largos” de la actividad económica, principio elaborado por el economista soviético materialista Nikolai D. Kondratiev (1892-1938) en el contexto de la Nueva Economía Política durante la década de 1920. Para Braudel aquel era el ritmo de tiempo en el cual se movían “las ciencias, las técnicas, las instituciones políticas, los utillajes mentales como las mentalidades, las culturas y las civilizaciones”.

La “duración larga” era la que daba la impresión de la historia “inmóvil” o el “no cambio” y estaba atada al ritmo pausado o “la tendencia secular” que también atañía a la economía. Aquel era el tiempo de los cambios lentos de las “estructuras” materiales o inmateriales. Para Braudel las  “estructuras” eran sistemas coherentes asumidos como permanentes y eficaces que, precisamente por ello, el tiempo tardaba en desgastar. Se trataba del escenario de los cambios del “clima, de las vegetaciones”, ya fuese por desmonte y aclimatación de especies exógenas, de las glaciaciones y los deshielos, del calentamiento global y el aumento en el nivel de los mares. También era el tiempo de las “poblaciones animales”, de la extinción y aparición de especies nuevas o de la implantación de especies exóticas que alteraban el balance ecológico y la vida material. Por último, pero no menos importante, era el tiempo de  “las culturas” o civilizaciones y sus valores venerados y compartidos durante siglos. Aquellos proceso de cambio lento afectaban la vida social y cultural, alteraban los patrones de producción, de comercio y consumo, y tocaba la  cultura material y la vida cotidiana de manera “invisible”. El núcleo de la teoría de las duraciones de Braudel era el ser humano social y culturalmente definido.

El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II representaba una relectura de la historia de Europa a través de la experiencia del comercio marítimo y un excelente modelo de la aplicación del método de las duraciones. El  Mediterráneo, noción que significa el mar entre tierras o interior, fue uno de los espacios medulares de la economía internacional bajo el reinado de Felipe II de Habsburgo, circuito en el cual las Indias, luego América, siempre fue un componente crucial. El mar no era solo un escenario natural apropiado para el tráfico comercial sino un lugar que, a la par que ofrecía oportunidades, también imponía limitaciones a la voluntad humana. El Mediterráneo posibilitaba interacciones materiales o económicas, e inmateriales espirituales desde la Antigüedad. A la vista del mar se definían también unos entornos secundarios, las ciudades comerciales, lo mismo en la costa norte identificada con Europa, la sur identificada con África, así como hacia el Levante al este y la costa baleárica al oeste. En aquellos complejos espacios se había desarrollado el conflicto, de tanta importancia para la definición de la Europa occidental,  entre el Islam encabezado por Solimán el Magnífico (1494-1556) y el Cristianismo regido por Felipe II el Prudente (1527-1598). Estudiar el mar de aquellas contiendas o pugnas orientaba respecto a la contradictoria historia temprana del capitalismo, la era del mercantilismo, e iluminaba en torno a los efectos que en las referidas eventualidades habían tenido la conflictividad religiosa y, claro está, los descubrimientos geográficos de los siglos 15 y 16. El conocimiento de la llamada “época de Felipe II”  guiaba al historiador en el laberinto que había producido la experiencia de la Contrarreforma Católica como respuesta a la Reforma Evangélica y al dilema de la confesiones cristianas, sin duda. Pero también era ilustrativo de las condiciones que propiciaron el aislamiento del Imperio Español del resto de Europa y el inicio de la subsecuente  decadencia de aquel. Fuera de toda duda se trataba de un asunto  iluminador para el conocimiento de los múltiples significados de la modernidad.

La obra de Braudel sembró los cimientos para lo que más tarde se conocería con el nombre de Geohistoria o Historia Ambiental y, dado que formuló una historiografía desde la perspectiva de los mares y océanos, la Historia Ultramarina. Aquella disquisición fue la precursora de la teoría de los Sistemas Mundo propuesta sociólogo estadounidense  Immanuel Wallerstein (1930-2019)  a la vez que sirvió como pretexto para la formulación de los Estudios Caribeños, campo de estudio  centrado en la idea de la influencia del “mar común” o interior, en este caso el Caribe, en la materialidad y la espiritualidad caribeña. El hecho de que el Caribe haya sido denominado ocasionalmente como el “Mediterráneo Americano”, no deja dudas al respecto.

El problema  que esbozaba Braudel con respecto a la “duración corta” o el “polvo de la historia” era que el acontecimiento, sin su contexto, no explicaba la complejidad del pasado. Lo mismo puede argumentarse respecto a las figuras proceras. Mirar solamente hacia ellas, sin pensar en el ser humano común o en la masa, no explicaba el laberinto del pasado. La solución no era suprimirlos sino alcanzar un balance entre aquellos componentes apelando a factores que no habían sido tomados en cuenta antes por los historiadores, situación que volvía a poner sobre el tapete la relación entre libertad y determinación  en el proceso de explicación de sus actos.

El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949); y Civilización material, economía y capitalismo (1979) fueron el resultado del diálogo de aquellas temporalidades o duraciones. La teoría de las duraciones estimuló un proceso de relativización  que confirmaba la contingencia o condicionalidad del saber. En ese sentido la historia, para ser bien comprendida, debía apropiarse desde la pluralidad de puntos de vista espacio temporales, concepto que recuerda el perspectivismo nietzscheano. La teoría reconocía que el cambio era universal como sugería el historicismo, pero imponía al historiador la responsabilidad de fijarse en la velocidad de la variación y en la forma en la cual se le percibía.

En Civilización material, economía y capitalismo aplicó el esquema de las duraciones al estudio de la historia de la economía de mercado o capitalista lo cual le condujo a crear la metáfora de que la historia económica era como un edificio de tres pisos o categorías concretas:

  • Piso de abajo, donde estaba la civilización material, dominado por los hábitos y las acciones repetidas que se expresaban en las prácticas de consumo alrededor del concepto de “vida cotidiana” o “vida material” (Duración corta)
  • Piso del medio, donde estaban las instituciones del mercado que articulaban de manera racional los procesos de distribución de bienes alrededor de las “actividades del mercado” tales como comprar y vender (Duración media)
  • Piso de arriba, donde estaba el “mecanismo capitalista” o el “capitalismo verdadero” altamente refinado, que se expresaba en la evolución del capitalismo desde sus orígenes tardomedievales hasta el siglo 19, en los procesos de producción y las potencias económicas dominantes a lo largo del tiempo histórico (Duración larga)

El esquema recuerda el del Materialismo Histórico según expresado por Marx en el siglo 19 y el cual se sostenía sobre otra tríada, a saber, la superestructura social, las relaciones sociales de producción y la base social. Pero sin duda, los contenidos de las esferas no coincidían. Braudel también aplicó el mismo principio interpretativo en el libro inconcluso  La identidad de Francia (1988), texto en el cual sólo completó el análisis geográfico, demográfico y económico pero no el cultural.

Visto en su conjunto la insistencia de la Historia Social y Económica francesa en que la reflexión teórica y la investigación histórica convivieran en el trabajo de la disciplina  cumplía una función doble: ponía coto lo mismo a la historiografía tradicional positivista y narrativa y a las explicaciones metafísicas de la historia elaboradas desde afuera de la historia y, desde aquel momento, las ciencias sociales. La evaluación del efecto de aquel esfuerzo debe tomar en cuenta que el rechazo a la “duración corta” o los acontecimientos no significaba que no se recurriera a ellos y, de hecho, Marc Bloch, Lucien Febvre y Braudel los manejaron con profusión  y  maestría a lo largo de todas sus obras. La historia nunca podría renunciar del todo al acontecimiento que, en cierto modo, es una condición sine qua non de este saber. Por todo ello la  Historia Social y Económica francesa  ha sido identificada con los conceptos historiografía nueva o simplemente nueva historia

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

La Historia Social y Económica francesa se relaciona con tres fenómenos concretos:

  • Una revista conocida como Annales de Historia (1929) que fue elaborada usando como modelo los Annales de Sociología de Emile Durkheim (1858-1917), sociólogo francés y uno de los fundadores de la sociología académica moderna. En la revista se bosquejaban y adelantaban ideas e hipótesis que luego se formulaban en libros.
  • Dos instituciones académicas, a saber, la Sección VI de la Escuela Práctica de Altos Estudios de París (1947) y el Centro de Investigaciones Históricas (1949). Aquellas funcionaban como una escuela y un laboratorio de trabajo investigativo.

A través de la revista Annales de Historia, a Historia Social y Económica francesa desplegó una amplio trabajo de discusión. Los estudiosos han dividido el mismo en dos etapas hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial:

  • Los “Primeros Annales” (1929-1945) vinculados a las figuras de Marc Bloch y Lucien Febvre quienes habían sido educados en la Escuela Normal Superior y habían trabajado como profesores en Estrasburgo. Ambos manifiestan especial interés por los temas sociales, económicos y culturales. La historiografía de Bloch se amparaba en los recursos que ofrecía la sociología; y la de Febvre en los de la geografía y los escenarios naturales. De hecho, Febvre publicó en 1922 el libro La tierra y la evolución humana. Introducción geográfica a la historia en el cual llamaba la atención sobre las intersecciones entre ambos campos del saber.
  • Los “Segundos Annales” (1946- 1971) vinculados a Fernand Braudel (1902-1985), quien elaboró una historiografía que vinculaba los escenarios sociales, económicos y geográficos, en especial los mares, pero a la vez elaboraba una reflexión sobre el tiempo histórico y su percepción como se verá más adelante. Braudel administró e internacionalizó la Sección VI y el Centro de Investigaciones Históricas a partir de 1946. Después de 1971, los “terceros” y los “cuartos Annales”, experiencias que se comentarán más adelante, rompieron con una parte significativa de la mirada delineada antes de la conflagración.

En el campo teórico e interpretativo las notas dominantes de la Historia Social y Económica francesa y Annales fueron, en primer lugar, la interdisciplinariedad, práctica que fortaleció el desarrollo de una alianza y la importación de metodologías de diversos campos del saber, a saber:

  • Las Ciencias Sociales siguiendo el modelo de los Annales de Sociología de Durkheim
  • La Geografía Humana siguiendo el modelo de los Annales de Geografía del geógrafo francés Pierre Vidal de la Blache (1845-1918)
  • La historia económica alemana siguiendo el modelo del historicismo económico de Gustav Schmoller (1983-1917)

El segundo lugar, llama mucho la atención su  interés por el problema de la Edad Media y los periodos del Humanismo y la Reforma Evangélica, procesos que tanto influyeron en la figuración material y espiritual de la Europa Moderna. Su interés consistía en animar la  explicación de la Europa Moderna caracterizada por el crecimiento del capitalismo industrial y financiero sobre la base de una reflexión profunda en torno a su pasado premoderno y precapitalista recurriendo a argumentos sociales, económicos y geográficos innovadores. Por eso en lugar de ocuparse del capitalismo industrial y financiero como los habían hecho Karl Marx en el siglo 19 y Vladimir Ulianov alias Lenin a principios del siglo 20, buscaban explicar el problema estudiando sus fases formativas a la luz de los burgos, comunas o ciudades y las redes comerciales que habían crecido en Europa desde los siglos 11 y 12 d.C. Para comprender bien aquella experiencia era necesario fijarse en las estructuras sociales y económicas tanto o más que en las políticas y jurídicas.

En tercer lugar, rompieron con el proceratismo, la tendencia a ver los procesos y los cambios históricos como resultado del esfuerzo de los individuos excepcionales en la vida pública propia de la biografía latina y romántica, y lo reformularon. Febvre, por ejemplo, escribió estudios innovadores sobre Felipe II (1911) y Martín Lutero (1928). Braudel en El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949), tenía en el monarca español cuyo reinado se extendió desde el 1556  hasta el 1598 un punto de referencia importante. Pero siempre se cuidó de proyectarlo como un actor más entre una diversidad de fuerzas. El esfuerzo de aquellos iba dirigido a reposicionar al hombre excepcional en su contexto social, económico y cultural con lo cual se superaba el subjetivismo propio de la biografía tradicional.

En cuarto lugar, mostraron particular interés en los espacios diferenciales o marginales, es decir, aquellos que la historiografía tradicional pasaba por alto, como tema de estudio. Bloch (1924) publicó el volumen Los reyes taumaturgos, su primera gran obra, en la cual discutía la vida social de la monarquía francesa y británica del año 1000 d.C. a la luz del “rito del toque” y la fe de los súbditos en el poder sobrenatural del rey como figura maravillosa y milagrosa por cuenta de sus presuntos poderes curativos sobre

Fernand Braudel

Fernand Braudel

la escrófula o las úlceras que brotaban del cuerpo de los tuberculosos. Detrás de la actitud de los súbditos estaba presente la idea de que el poder del monarca tenía un origen divino, idea de que provenía de las especulaciones políticas propias del Providencialismo Cristiano o Determinismo Divino. Aquel acercamiento adelantaba problemas propios de un tipo de Historia Cultural que se discutirá más adelante. De igual modo, Bloch en el libro La historia rural francesa:  caracteres originales (1931) elaboraba una investigación sobre las comunidades campesinas y los procesos de ocupación de la tierra, la vida social de la ruralía, el régimen feudal y las relaciones entre señores y campesinos en general durante los siglos 17 y 18. El retroceso del mundo agrario ante los avances del capitalismo industrial y financiero durante la segunda parte del siglo 19 y la primera del siglo 20 habían estimulado, por cierto, el  interés en el la sociología rural, un campo de estudio cercano a la curiosidad de Bloch, en Estados Unidos.

En quinto lugar, se propusieron elaborar una “historia total” en el sentido que dio Henri Berr a ese concepto por lo que acudieron al “comparatismo histórico”. A ese fin buscaban las similitudes y las discrepancias entre sociedades coetáneas o distantes, contemporáneas o no. Cónsono con aquella actitud reflexiva estimularon el desarrollo de un balance entre la reflexión teórica y la investigación histórica que a la larga marcaría la producción historiográfica hasta el presente. El ejercicio teórico elaborado por historiadores prácticos estaba muy lejos de las teorías especulativas y metafísicas que provenían de la filosofía y la teología, prácticas que ya el historicismo del siglo 19 había rechazado. Tres modelos valiosos de aquella reflexión teórica desde el oficio de historiador lo produjeron las figuras de Bloch, Febvre y Braudel.

  • Mario R. Cancel Sepúveda
  • Historiador y escritor

En agosto de 2017 el Dr. Manuel S. Almeida se me acercó con el fin de invitarme a comentar su libro Dirigentes y dirigidos. Para leer los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci que Callejón publicaba en su tercera edición. En mi biblioteca tenía la de 2014, la segunda, de la que había comprado dos ejemplares de los cuáles uno acabó en manos del Dr. José Anazagasty Rodríguez también interesado en estos asuntos. Factores fuera de nuestro control forzaron la posposición de la actividad: dos huracanes y el encabalgamiento de la crisis que vive el país fueron algunos de ellos. Como resultado de ese retraso hoy habrá un gran ausente en este foro: Elizardo Martínez no se encuentra en la audiencia como hubiese querido. Desde aquí le doy un abrazo fraterno al amigo ausente.

De izquierda a derecha, Mario R. Cancel Sepúlveda y Manuel S. Almeida en el CEA de PR y C en San Juan, PR

Un prefacio personal

Mis lecturas de Antonio Gramsci (1891-1937) procedían de fines de la década de 1980. En mi biblioteca conservo el título Consejos de fábrica y estado de la clase obrera, obra que recogía su producción periodística del “Bienio Rojo” de 1919 y 1920. La colección era una apropiación original y creativa de la experiencia soviética producto de los “10 días que estremecieron al mundo”, metáfora acuñada por el comunista estadounidense John Reed en un libro de 1919. El 1917 fue el preámbulo de una guerra civil que duró hasta 1923, que puso a los Rojos a combatir a los Blancos, una amalgama que recogía a una oposición anti-bolchevique variopinta de liberales, conservadores, monárquicos, cristianos ortodoxos y mencheviques.  La apuesta de Gramsci se elaboró desde la Italia socialmente polarizada de la primera posguerra que, a pesar de sus advertencias, desembocó en el fascismo de Benito Mussolini (1883-1945). En marzo de 1919 ya “Il Duce” había fundado los “Fasci di Combattimento” en Milán.

El volumen Materialismo histórico y sociología de1921, era la crítica a un manual de Nikolái Bujarin publicado ese mismo año en Moscú. En el texto Gramsci trabajó la metáfora de la “filosofía de la praxis” para referirse a la dialéctica del Materialismo Histórico o el Marxismo. La metáfora sugería que aquella era una interpretación cuya reflexión sobre la realidad nunca terminaba porque la realidad era el paradigma del cambio constante. Lo que sus detractores vieron como “vacilación”, “inseguridad” o “incertidumbre”, para Gramsci era la expresión de una necesidad a la luz de la dinámica de lo real: lo que “es” (el objeto de conocimiento) cambia, por lo que la forma de “saber” y el sujeto cognoscente debían someterse a constantes ajustes. La verdad como “objeto terminado” era una ficción. La concepción “historicista materialista” de Gramsci sugería que, desde la perspectiva de la dialéctica y la filosofía de la praxis, toda afirmación categórica y definitiva respecto a un objeto era precaria. Su pensamiento protestaba contra la reducción de un sistema filosófico complejo a un catecismo, a un abecé o a un conjunto de fundamentos fijos. Siempre insisto en ello cuando confronto a los candidatos de historia con el problema de la “verdad probable” y el valor que posee esa “incertidumbre”, reflejo de lo que George L. Mosse nominó en un libro de 1961 como “la certeza (que se) disuelve”, una de las grandes marcas del pensamiento del siglo 20. En alguna medida la actitud incisiva de Gramsci era una expresión de ese fenómeno.

Al cabo de los años volví a Gramsci con el fin de conocer mejor la poética de su intimidad manifiesta en la correspondencia familiar que generó desde la cárcel. Reducirlo a la condición de “escritor encarcelado” me parecía una imagen amputada, carente de la humanidad que le reclamó el encierro al pensador reflexivo. Sabía que aquellos documentos era una expresión mediada por el flagelo de la ergástula política pero, como historiador, las cavilaciones bajo condiciones penitenciarias llaman mucho mi atención. Desde mi punto de vista, es imposible negar el papel protagónico de las intuiciones en procesos de esa naturaleza. Gramsci estaba en una posición única para pensar el problema del socialismo y el socialismo real en la medida en que estaba distante de aquellas luchas concretas. La toma involuntaria de distancia no dejaba de ser sana intelectualmente hablando.

Gramsci no era un caso aislado. Henri Pirenne (1862-1935) moduló la tesis central de su obra Mahoma y Carlomagno (1937) en un campamento de prisioneros durante la Gran Guerra de 1914. Durante la Segunda Guerra, Marc Leopold Benjamin Bloch (1866-1944) en Saint-Didier-de Forman y Fernand Braudel en un campo de concentración en Lübeck, pensaron dos obras fundamentales para los primeros y los segundos Annales: la Introducción a la historia y El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. La poca correspondencia de Pedro Albizu Campos producida en Atlanta o la reflexión filosófico-poética de Francisco Matos Paoli resultado de su estadía en el “Oso blanco”, Luz de los héroes (1951) y Canto de la locura (1962), me informan que los sistemas de castigo lo mismo flagelan que vivifican.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): un panorama

La vida y la reflexión se intersecan en cada uno de nosotros. Esto equivale a decir que la praxis y la teoría son inseparables por lo que, la comprensión de la una depende de la otra y viceversa. La biografía del activista y pensador sardo puede ilustrarse alrededor de tres momentos. El Gramsci joven que entre 1911 y 1925 se moviliza en las redes del activismo obrero italiano alrededor del semanario Ordine Nuovo y vive los debates generados por la Rusia de 1917 hasta la solución de la Guerra Civil y la muerte de Vladimir Ilich Ulianov. El italiano se había formado bajo el imperio de las ideas de Benedetto Croce (1866-1952) y Luiggi Pirandello (1867-1936). El pesimismo filosófico de aquellos intelectuales era un atractivo que contrastaba con el progresismo optimista chato de una parte de la intelectualidad burguesa de la primera mitad del siglo 19. Croce era un pensador historicista de factura neokantiana cercano al expresionismo alemán; y Pirandello caminaba en su teatro hacia el existencialismo y la fenomenología más agresivas. Ambos traducían la desconfianza respecto a las certezas modernas, actitud que de un modo u otro acompañaría a Gramsci siempre.  La presencia del Vitalismo nietzscheano en Croce puede mirarse como una figuración del voluntarismo revolucionario de ciertos sectores por su capacidad cuestionar para el determinismo mecánico más ofensivo.  El intelectual sardo fue testigo desde 1914 de la escisión entre el Austromarxismo y el Marxismo-Leninismo, una de las bases de la pluralidad de ese sector ideológico hasta el presente.

El Gramsci de la frontera fue el que enfrentó el meandro de su arresto en 1926 y acabó en prisión en 1928. La dictadura fascista quería “impedir” que ese cerebro funcionara, según apuntó la fiscalía en el caso. El Gramsci maduro comprobó lo infructuoso de aquel esfuerzo.  Las meditaciones del prisionero, recogidas en los Cuadernos de la cárcel, son la materia de este volumen de Almeida. Aquellos 33 cuadernos -29 de notas y 4 de traducciones redactados en tres fases concretas- son un “archivo” lleno de complejidades y un verdadero reto metodológico e interpretativo. Si se trata de articular un sistema coordinado sobre la base esos registros, las dificultades pueden ser tantas como cuando se intenta comprender el imaginario de Ramón E. Betances Alacán por medio de su correspondencia.

A pesar todo, el trabajo “arqueológico” que hace Almeida con estos textos deja en el lector un cuadro puntual del conjunto. Por medio de lo que el autor denomina el “hilo rojo”, un “problema” o “columna vertebral” visible, el conjunto fragmentario cobra sentido. Ese “hilo rojo” es la preocupación de Gramsci por las peculiaridades que adoptan las relaciones entre dirigentes y dirigidos en el complicado contexto preguerra y un orden mundial que avanzaba hacia el bipolarismo tras la primera Guerra Fría que generó el triunfo de los bolcheviques en 1917. El tema central es la “lucha de clases” y su expresión tanto en el marco material de las relaciones sociales de producción como en el marco inmaterial de la superestructura ideológica.

El “hilo rojo” en más complejo que las migajas de Hansel y Gretel en el relato de los hermanos Grimm. No se trata de una mera pista a seguir a fin de llegar a un lugar premeditado, sino de un instrumento que le permite una lectura peculiar del papel del Estado, los partidos políticos, los sectores intelectuales, entre otros, tanto en el tejido del capitalismo como en el del socialismo emergente. La convergencia entre el giro del énfasis interpretativo gramsciano y algunas interpretaciones de los primeros Annales franceses, en especial la reticencia a la ortodoxia marxista, me parecen interesantes. La agencia que, en el entre juego de los dirigentes y dirigidos, le reconocía Gramsci al ser humano difería del determinismo ortodoxo del Materialismo Histórico vulgar y era otra convergencia con los primeros Annales. La idea de que la filosofía de la praxis en Gramsci encarnaba un lúcido esfuerzo revisionista es crucial, desde mi punto de vista, para valorar su obra. La reflexión de Almeida en este volumen no deja dudas en cuanto a esto.

El volumen está sabiamente dividido en cinco zonas imbricadas por aquel “hilo rojo”: una “Aproximación inicial a Gramsci y los Cuadernos de la cárcel” que sirve de armazón; una introducción a su escritura carcelaria en “Los primeros pasos: leyendo el primer cuaderno”, un estudio sobre sus resortes teórico-prácticos en “Hegemonía, estado y estrategia política en los Cuadernos”, y dos valiosas preámbulos a sus aspectos más teóricos en “Filosofía y marxismo en los Cuadernos” y “Crítica literaria, literatura y lenguaje en los Cuadernos”.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): una valoración puertorriqueña

En una reflexión que publiqué en 2003 sobre las conexiones del abogado independentista Rafael López Landrón con el socialismo en la década de 1910, llamó mi atención la alusión al socialismo italiano como fuente de autoridad. La referencia no era Gramsci, sino uno de sus némesis, Aquiles Loria (1857-1943). Loria convergía con los Austromarxistas Max Adler y Otto Bauer quienes trataron, el primero, hacer converger a Marx con Kant y, el segundo, al socialismo con el nacionalismo. Con ello aspiraban enfrentar el reto del Marxismo-Leninismo ruso. Loria había intentado fusionar el agua con el aceite: quería sintetizar el Materialismo Histórico con el Positivismo, sin considerar que el carácter dinámico de la racionalidad en Karl Marx y el carácter petrificado de la racionalidad en Auguste Comte y sus acólitos, eran excluyentes.

En el 2003 me sorprendió que los socialistas puertorriqueños prefiriesen mirar hacia teóricos como Loria, el positivista argentino Esteban Echevarría, el socialdemócrata francés Jean Jaurés, o al anarcocristiano Lev Tolstoi, y evitaran cualquier referencia a Lenin o a Gramsci. No quería explicar el problema con argumentos anacrónicos o deducciones simples.  Mis pesquisas subsiguientes, incluyendo la lectura del Gramsci y del libro de Almeida, me han dado pistas más precisas para enfrentar el dilema. De igual manera, cuando investigaba la relación de Betances Alacán con los movimientos socialistas, comunistas y anarquistas y anaco-sindicalistas en el París de fines del siglo 19, comprendí por qué aquellos sectores eran reacios a apoyar la independencia de Cuba (y Puerto Rico) en el contexto de la guerra de 1895.

Al estudiar el 1898 desde una perspectiva más cultural que geopolítica o económica, reconocí que el cambio de soberanía no solo había cercenado el mercado natural europeo a la vieja colonia hispana y entregado un bastión geoestratégico a Estados Unidos. El 1898 también implicó una ruptura en el territorio de la tradición socialista insular que siguió interpretando el problema de Puerto Rico con argumentos similares a los que le planteaban las izquierdas francesas a Betances Alacán en París. Nuestros socialistas estaban convencidos que la justicia socialista emanaría del capitalismo más avanzado y no de una ruptura con él. Confiaban en una interpretación ortodoxa de la evolución social y económica que el marxismo-leninismo estaba minando.

La lectura de Almeida me ofreció unas pistas concretas. Si el “Bienio Rojo” (1919-1920) en Italia estimuló la radicalización del activismo socialista, en Puerto Rico el “First Red Scare” (1917-1920), la expresión estadounidense del fenómeno del 1917, tuvo un efecto distinto en el socialismo moderándolo política y socialmente. El hecho de que el Partido Socialista renunciase a cantar “La Marsellesa” y “La Internacional” en sus actos públicos y que en 1923 incluyera la estadidad como opción estatutaria en su programa, apuntaba en esa dirección. El impacto del Partido Comunista de Estados Unidos fundado en 1919 por Charles Ruthenberg, una organización de franca tendencia marxista-leninista, en las izquierdas locales fue secundario por lo menos hasta la década de 1930 bajo el impacto de la Gran Depresión.

Según un adelanto de investigación de Anazagasty Rodríguez en fuentes comunistas estadounidenses poco revisadas, desde mediados de década de 1920 algunos socialistas puertorriqueños disgustados con la moderación del programa social y político heredado del siglo 19 y con su alianza con poderosos sectores del capital, comenzaron a mirar hacia el marxismo-leninismo en Puerto Rico.  Su modelo fue el comunismo estadounidense de filiación soviética. La lectura de este volumen de Almeida me permite comprender, no explicar del todo, un proceso hasta el presente invisible cuya explicación enriquecerá la historia de los socialismos y los comunismos en este país antes de 1934 cuando nace un Partido Comunista Puertorriqueño en la isla bajo la marca de los soviets.

Para leer los Cuadernos… (y a Almeida): una valoración desde la historiografía

El propósito de mi lectura 2107 era poner al alcance de mis estudiantes de teoría de la historia la reflexión de Almeida sobre Gramsci a fin de animar la crítica seria sobre un tabú: el Materialismo Histórico. Tengo la impresión de que en este país la afirmación vacía de materialismo es común y hasta redundante o a lo sumo alude al materialismo ortodoxo que Gramsci, entre otros, censuró. Para ello debía contextualizar la propuesta del pensador sardo en los debates historiográficos que enriquecieron la disciplina cuando, desde fines del siglo 19 hasta antes de la segunda Guerra Mundial, se derrumbó “paradigma tradicional” o el “antiguo régimen historiográfico”. Gramsci, sin ser historiador profesional, tenía mucho que aportar a ese debate. El Materialismo Histórico, el Neo-Hegelianismo, la Historia Cultural, el Neo-Kantismo y el Vitalismo, hicieron causa común contra el “paradigma tradicional” identificado con la obra de Leopold Von Ranke. El libro de Almeida me ofrecía las indicaciones que necesitaba para ubicarlo en ese esquema.

Se trata de un asunto marginal. Cuando se discute la revolución historiográfica de la primera parte del siglo 20 a la luz de la tradición francesa de los primeros y segundos Annales, el papel del Materialismo Histórico es reducido. Los estudiosos prefieren llamar la atención sobre las divergencias entre la Nueva Historia Social y Económica y el Materialismo Histórico o el Marxismo, y devaluar las convergencias. La actitud sorprende porque los materialistas históricos dentro de Annales no fueron poca cosa.   Allí estuvieron Ernest Labrousse, Pierre Vilar, Maurice Agulhon y Michel Vovelle, entre otros. Mi lectura de la lectura de la historia de Gramsci me dice que este poseía convergencias con la Nueva Historia Social y Económica a la luz de un marco compartido.

Los Cuadernos… de Gramsci y la centralidad del problema de las relaciones entre dirigentes y los dirigidos o entre gobernantes y gobernados, sugiere que la clave para una interpretación apropiada del devenir histórico depende de la manera en que el investigador se aproxime al problema de la lucha de clases, es decir, sugiere una interpretación política y cultural de su condición material. En última instancia, esa lógica lo ubica muy cerca de los estudios de coyuntura que dominaron la experiencia historiográfica francesa por los menos hasta 1970. Los estudios de coyuntura, concepto que provenía de la teoría económica del siglo 19, llamaban la atención sobre ciertas tendencias producto de la conexión de fenómenos distintos pero simultáneos. Gramsci encaja en el modelo de los estudios coyunturales desde el Materialismo Histórico en la medida en que, para su interpretación, la lucha de clases y las relaciones sociales de producción son un hecho primado para la explicación del devenir.

Un último comentario

Si sigo con cuidado la recomendación de la filosofía de la praxis de Gramsci, esta es una lectura tentativa.  También lo es la composición de sus Cuadernos… Las circunstancias en que fueron redactados, Almeida lo ha señalado, permiten apropiarlos como el borrador de una obra inconclusa que siempre estará sujeta a una revisión en la medida en que las condiciones en que se les lee cambian. Insisto en que el Materialismo Histórico por su carácter dialéctico, ha sido siempre un enemigo filosófico de toda ortodoxia y de cualquier proceso que tienda, según sugería Henri Bergson en su reflexión desde el Vitalismo, a congelar la imagen del pasado y convertirla en un hecho muerto. Desde dos extremos en apariencia antinómicos se repunta la misma conclusión. El pensamiento está bien servido con este libro.

Conferencia dictada en Debates Históricos: Ciclo de conversatorios. Aula Magna, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, San Juan Antiguo, 5 de mayo  de 2018. Auspicia Asociación Puertorriqueña de Historiadores, Centro de estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe y Asociación de estudiantes Graduados de Historia del CEAPRC; y publicada en la Revista Cruce: 13-19 en URL https://issuu.com/revistacruce/docs/movimientos-_17_mayo/13