• Mario R. Cancel-Sepúlveda

Notas marginales a Manuel S. Almeida (2020) Los otros escritos carcelarios: antología de “Cartas desde la cárcel. San Juan: Callejón. 184 págs.

Los otros escritos carcelarios: antología de “Cartas desde la cárcel”, última entrega del Dr. Manuel S. Almeida, abre con un “Prólogo” obra del Dr. Luis Alberto Pérez Martínez, sociólogo egresado de Syracuse University, Nueva York a quien conocí en Mayagüez durante mis estudios de bachillerato. Pérez Martínez es especialista en relaciones entre religión y psicoanálisis. La religión a partir de la expansión de la cultura cristiana, y el psicoanálisis desde su profesionalización en el tránsito del siglo 19 al 20, han sido determinantes para la mirada historiográfica occidental. Es autor del libro Freud judío y ateoLa conexión entre judaísmo y psicoanálisis (RIL 2007) publicado en Chile pero también ha investigado el rol de los intelectuales y la universidad en la generación del conocimiento. Nada más oportuno: la mercantilización del saber en tiempos de neoliberalismo llama la atención de muchos de nosotros.

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El libro continúa con el proemio del antólogo, “Escritura trágica, actividad intelectual y resistencia ética en las cartas carcelarias de Gramsci: A modo de introducción”. El título proyecta el efecto que deja esta correspondencia en el lector.  Almeida es especialista en Ciencia Política egresado Amherst University, Massachusetts y autor del volumen Dirigentes y dirigidos. Para leer los cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci (Callejón 2014 / 2017). El corazón del volumen es una selección de correspondencia de Antonio Gramsci (1891-1937), el “prisionero político” del fascismo italiano, con su familia. Su esposa (Giulia), su cuñada (Tania), sus dos hijos (Delio y Giuliano) y su madre (Peppina) son los corresponsales principales. Por medio del epistolario Gramsci se conecta con la sombra de una familia y con un mundo exterior inestable y nebuloso. Que la correspondencia gire alrededor de asuntos familiares y privados no evita que Gramsci, el “intelectual marxista”, dialogue sobre la cultura y los intelectuales de su tiempo o enuncie juicios en torno a la situación nacional e internacional. El periodo entreguerras (1918-1939) no fue otra cosa que el anticipo de otra conflagración peor que la Gran Guerra de 1914 una vez impuesto el principio de las nacionalidades tras las paces de 1919.

El tema de los “intelectuales” y la “italianidad”, entendida como un artefacto más allá de la mera nacionalidad,fue uno de los temas centrales de su obra. Para un historiador ello no deja de llamar la atención. Gramsci cavilaba sobre los “intelectuales” en un momento en el cual los paradigmas de la historiografía tradicional y el Gran Relato Moderno eran cuestionados desde diversos flancos: el suyo, el Materialismo Histórico crítico, era sólo uno de aquellos. En el periodo entreguerras los paradigmas de la historiografía tradicional fueron puestos en entredicho desde una renovada Historia Cultural por voz del historiador holandés Johan Huizinga; desde la sociología moderna articulada por Max Weber y Emile Durkheim, entre otros; y desde la tradición de Annales sintetizada en los historiadores Marc Bloc y Lucien Febvre. El pensamiento gramsciano es, en ese sentido, parte de un fenómeno complejo de revisión de los paradigmas del siglo 19 europeo que comparte valores con aquellas vertientes intelectuales coetáneas. Aislarlo de aquel contexto implica limitar su alcance y su significado.

El tratamiento de los “intelectuales” y de la “italianidad” se concreta en sus observaciones sobre a la figura de Benedetto Croce, por ejemplo. Croce recurría a las concepciones cíclicas de la historia de otro italiano del siglo 18, Giambattista Vico. Vico había sido decisivo en el pensamiento de Augusto Comte, Henri de Saint Simon y Eugenio M. de Hostos, tres forjadores de la sociología clásica o ciencia positiva que Weber y Durkheim había dejado atrás. La “Ciencia Nueva” de Vico había revisado -de forma retrógrada desde la perspectiva de Gramsci-, algunos fundamentos del Gran Relato Moderno que aquel valoraba. Para Croce la verdadera Europa, la de su tiempo, era el resultado de un proceso que comenzó en 1815 con un evento conservador, el Congreso de Viena, por la estabilidad y armonía que había emanado de aquel. La perspectiva crociana devaluaba la Europa de 1789 a 1815, la de la revolución Francesa y la era Napoleónica, era reconocida por los materialistas históricos y los marxistas como la base de la era revolucionaria inevitable que presumían había comenzado en 1917. Aquella postura de Croce, basada en los ciclos de estabilidad/inestabilidad imaginados por Vico, estaba muy distante de la reflexión de Gramsci, el “intelectual marxista”, que celebraba la naturaleza progresista de las revoluciones.[1]

Una lectura sesgada

La correspondencia seleccionada por Almeida cubre 11 años trágicos, desde el 20 de noviembre de 1926 hasta el 23 de enero de 1937. El intelectual italiano murió de un derrame cerebral poco después de salir de la cárcel y cumplir su libertad condicional el 27 de abril de 1937. La selección posee un valor histórico y emocional extraordinario. Adelanto que no voy a reflexionar sobre la obra teórica de Gramsci, asunto sobre el cual Almeida ha hecho un trabajo valioso en su obra reciente. El propósito de mi lectura es elaborar unos comentarios teóricos y metodológicos en torno al género epistolar y la correspondencia privada como documento histórico. Las premisas de las que partiré son varias:

La primera premisa está vinculada a la naturaleza de la correspondencia como fuente y los desafíos interpretativos que plantea. En general se presume que el medio epistolar privado posibilita una “transparencia textual” y una “autonomía” de la que carecen los epistolarios públicos y los documentos redactados para consumo general. La presunción de un receptor único o uno colectivo, posee efectos distintos en el discurso del emisor. La redacción en primera persona propia de la epístola privada, debería proyectar de forma prístina o inmaculada la voz detrás del texto. La afirmación se fundamenta en el carácter “privado” del texto: una carta personal en primera persona está pensada en función de un destinatario y un receptor únicos. Un documento de ese tipo debería permitir al emisor expresar cuestiones polémicas o sensitivas que evitaría en un documento público.

Los retos que ello impone al historiador son considerables. Las preguntas que formulará a una carta u otro documento privado, siempre serán distintas a las que elaborará a una carta o un documento públicos. El concepto “historia indiciaria” creado por el microhistoriador italiano Carlo Ginsburg manifiesta bien lo que acabo de decir: las interrogantes forjan un pacto secreto entre el historiador y el documento.[2] En principio, más allá de la información factual y objetiva que una epístola puede ofrecer, la información cultural cargada de subjetividad que brinda posee un valor incalculable.

Las tensiones que en el medio epistolar genera la convivencia de una esfera con la otra, hace de la correspondencia una fuente provocadora capaz de poner a prueba la capacidad interpretativa del historiador. El tono de su discursividad estará más cerca del testimonio y la oralidad, que de los documentos escritos convencionales. Como resultado de ello las herramientas teóricas y metodológicas para enfrentar el acervo epistolar diferirán de las utilizadas para la historiografía documental de factura positivista social y económica. Un   acercamiento desde la Historia Cultural y la apelación a los recursos de la crítica literaria, textual o del discurso, enriquecerá la apropiación de estos registros.

La segunda premisa se relaciona con la transferencia de información entre el emisor y el receptor o corresponsal precisos. La presunción de que el trámite comunicativo acabará en las manos de un receptor concreto está presente en todo momento.  Una carta privada ofrece una imagen de mundo distinta porque el redactor jamás imaginará que el texto acabará en manos de un investigador profesional. Por ello, una vez transformada en fuente histórica, es un terreno precioso para la interpretación cultural e intelectual de la persona detrás del personaje histórico. El panorama se torna más complejo porque la correspondencia privada de muchas figuras ha sido difundida púbicamente.

El epistolario de Ramón Emeterio Betances Alacán, ha estado disponible para los investigadores a pesar de su oposición expresa a ello. En su lecho de muerte sugirió que su esposa, “Puede, si quiere, destruir todos mis manuscritos”[3]. No lo hizo y desde 1903 la obra de Luis Bonafoux Quintero fue la fuente primada para reconstruir la vida azarosa que el exilio político y su visión heterodoxa del mundo impuso al rebelde de Cabo Rojo. Los efectos del fenómeno epistolar en la discursividad biográfica sobre Betances fueron significativos. En muchas ocasiones el tono apasionado del emisor, Betances, se impuso en la retórica de sus biógrafos legitimando una representación romántica de su vida pública. El impacto de ello en el desarrollo de un culto político a la figura me parece obvio. La correspondencia privada bien trabajada puede lo mismo validar o impugnar su imagen pública.

Basado en mi experiencia como lector de epistolarios privados puedo referir dos ejemplos.  El primero es la colección de cartas de Lola Rodríguez de Tió y su círculo de colaboradores, un conjunto inédito, conservado en forma de manuscrito con transcripciones mecanografiadas. En los referidos papeles, aparte de una diversidad de asuntos públicos, la cotidianidad de la poeta aflora por todas partes. Sus inseguridades emocionales, tales como el efecto que le produjo perder a varios de sus hijos neonatos o la viudez; sus hábitos ciudadanos, como la admiración que sentía por la vida urbana, por la racionalidad del Parque Central de Manhattan: o sus gustos personales por las ofertas para damas de la tienda por departamento Macy‘s expresadas en las misivas a su sobrina en San Germán, son invaluables para el historiador cultural. Las cartas hablan de una persona social concreta, imagen que complementa la representación de la activista imaginada por la discursividad nacionalista común.

El espacio de la vida diaria en la biografía civil y laudatoria de una figura como Lola es poco o ninguno pero una imagen de la “Lola total” no debería excluir esas eventualidades. Una lectura cuidadosa de estos documentos también informa sobre las inseguridades ideológicas que afloran en la mete de estas figuras complejas. La respuesta de estos seres humanos a los problemas de su entorno no siempre es homogénea. En el caso de Lola, la densidad de momentos como el 1887 y los Compontes, el 1898 (y la invasión de Puerto Rico por Estados Unidos, o el 1900 y la invención de la colonia por medio de la Ley Foraker, propiciaron posturas contradictorias que esperan ser explicadas y comprendidas.

Un segundo modelo es el intercambio epistolar entre José Celso Barbosa Alcalá y el liderato del Partido Republicano Puertorriqueño (PRP), en especial el alcalde de San Juan, Roberto H. Todd, apenas tocada por los profesionales de la historiografía.[4] En este caso el intercambio ocurre a principios del siglo 20 recién inaugurada la soberanía estadounidense en Puerto Rico. El encono que Barbosa expresaba hacia las autoridades estadounidenses sorprendería a muchos. Razones tenía: le dolía el poco interés de los Congresos republicanos o demócratas por adelantar la estadidad para Puerto Rico. La retórica de algunas de las cartas invita a reevaluar la representación del líder estadoísta como un sumiso servidor de los intereses yanquis en el país.

Tanto en el caso de Rodríguez de Tió como el de Barbosa, el estudio de la correspondencia privada añadiría complejidad y profundidad al personaje plano que produce la discursividad nacionalista y estadoísta. El ejercicio develaría ciertos aspectos humanos que la biografía laudatoria, el análisis positivista y el social y económico no son capaces de apuntar. La curiosidad del historiador cultural e intelectual por penetrar estos registros y establecer un balance entre la persona y el personaje histórico (entre el ser vital y el ser histórico) tiene un valor inapreciable. La lectura de esta selección de cartas de Gramsci que nos trae Almeida, bien contextualizada política, social y culturalmente, cumple bien ese papel

Unas objeciones teóricas

Teóricamente hay un elemento que no puede ser pasado por alto. La “transparencia textual” de la correspondencia privada es cuestionable: la textualidad no se produce en el vacío social sino en un contexto temporal y espacial específicos. La correspondencia privada al igual que la pública, traduce unos imperativos culturales compartidos y refleja toda una serie de convenciones y fórmulas ritualizadas que le restan naturalidad.  El historiador francés Jacques Le Goff denominaba esas expresiones como la “osatura” del documento. Los registros de esa estructura fosilizada que se reproducía inconscientemente se encontraban en los saludos, las despedidas, los diminutivos, las frases afectivas, las signaturas, entre otros.[5] Le Goff concluía que ningún documento es “inocente”, “puro” o “verdadero”: corresponde al historiador sacar provecho de ello.[6]

La correspondencia carcelaria de Gramsci es un modelo de ello. Las cartas a la madre, Peppina; a la esposa, Giulia, Julka o Iulka; y a los hijos, Delio y Giuliano; repiten una serie de patrones discursivos que valdría la pena analizar en detalle en otro momento. Esos patrones informan al historiador sobre el diseño de las relaciones interfamiliares y la cotidianidad de la figura bajo estudio. Lo mismo he dicho respecto a la textualidad producida por Eugenio María de Hostos para Belinda Ayala y sus hijos recopilada como parte de su obra narrativa.[7] Los paralelos son significativos: Hostos como Gramsci, utilizaba literatura de todo tipo para ilustrar a su mujer y a sus hijos sobre la legitimidad de la Razón y la Ciencia Positiva. Gramsci lo hacía con el fin de validar su Materialismo Histórico y la Dialéctica. En ambos casos el padre de familia se comportaba como “maestro” de su mujer y sus vástagos.

Gramsci el «padre de familia», a fin de afirmar su autoridad moral, trata de intervenir en la crianza de los chicos, exiliados y bajo la protección de la Unión Soviética, por medio de su cuñada Tania o Tatiana. Un ejemplo de ello es su queja por la adicción de Delio a los mecanos o modelos a escala porque ese tipo de juego expresaba la “cultura moderna (tipo americano)” que “hace al hombre un poco seco, maquinal, burocrático y crea una mentalidad abstracta”[8], idealista y desconectada de la realidad. Las observaciones que hace Gramsci sobre la primera comunión de Delio son otro interesante ejemplo.[9] No se trata solo de sus hijos. Gramsci también se queja de la irregularidad de las cartas de Giulia e incluso censura el contenido y la retórica de aquellas. Las tensiones de una relación a distancia lo conducen a sugerir a Giulia que lo abandone y rehaga su vida[10].

El epistolario gramsciano refleja también otros rituales sociales manifiestos en una diversidad de modulaciones retóricas que se reiteran: diminutivos afectivos, la traducción de los nombres propios de sus cercanos al ruso lengua que quiere perfeccionar durante el periodo carcelario, la introducción de relatos populares de la infancia en Cerdeña para producir lecciones morales, la rememoración de ciertos actos de la vida diaria que ocupan a los que no están presos, entre otros. Su ansiedad por tener fotos de la familia es notable y siempre incumplida. No cabe duda de que el “intelectual marxista” actúa como un padre y un esposo más: una cosa es inseparable de la otra. La lectura de esta correspondencia trágica por demás ratifica la ansiedad de Gramsci por poseer una familia concreta, real y de carne y hueso. Cierto “patriarcalismo”, que hoy resultaría ofensivo, penetraba aquellas relaciones.

Aquel conjunto de referentes traduce la nostalgia que domina al convicto por un contacto con la familia más allá de la palabra escrita: la melancolía y la depresión lo invaden mientras su salud se degrada. Esa entidad con la que busca anclarse en el mundo, se convierte en una ficción y una pararealidad cuya imagen, bien definida en 1926, acaba por degradarse en el escenario simbólico de un pasado que se desdibuja. El abatimiento emocional también es físico. El registro de medicinas patentadas y suplementos vitamínicos que solicita a Tatiana, nos devuelve la imagen de un Gramsci desnutrido, con problemas intestinales, padecimientos nerviosos y migrañas. La melancolía, el humor negro, el spleen o la depresión se imponen en el pensador pero también en Giulia, una mujer talentosa pero clínicamente depresiva. El esfuerzo por posibilitar la supervivencia de un espécimen válido de la familia se traduce en un lenguaje angustiante que lleva a Gramsci a cuestionarse su propia estabilidad emocional y física. A la larga Gramsci reconoce que ha fracasado en el intento.

¿De qué sirve entonces escribir cartas?

Cualquier correspondencia carcelaria está marcada por particularidades o condicionamientos que representan otro reto interpretativo para el historiador. El intercambio epistolar, del cual vemos el universo de Gramsci, no escapa a la intervención de las autoridades penitenciarias: toda correspondencia que llega y sale de sus manos es revisada por los carceleros. Escribir, así como leer, es un privilegio cuyo ejercicio es cuidadosamente controlado. El hecho impone, como reconoce Gramsci, una cierta dosis de autocensura. El emisor no está en posición de expresar las cosas como quiere a fin de proteger su privacidad y las de sus interlocutores. La discusión transparente de la intimidad y las relaciones familiares, resulta imposible. La discusión franca de las condiciones políticas de la Italia de 1926 a 1937, momento de consolidación del adversario que lo aprisionó es decir el fascismo, tampoco es posible.

Entonces ¿por qué escribir cartas? Para Gramsci el “prisionero político”, el “intelectual marxista” y el “padre de familia”, aquel es un bastión de moral o un antídoto para la enajenación. Redactarlas configura una diégesis o un universo ficcional que funge como una realidad alterna o una utopía a contrapelo del aislamiento. En general el universo epistolar inventado es una utopía simple en la que se vuelva a ser padre y esposo, cuñado e hijo. Gramsci aspira lo imposible: quiere ser parte de la formación de sus hijos y apoyo para Giulia, pero entre ambos extremos media el escollo de la cárcel: Milán y Moscú están miles de kilómetros de distancia. Se trata de una misión imposible. La correspondencia también expresa la arquitectura de cierto arte de la supervivencia que el preso apoya y nutre en el otro universo en el cual confía: la lectura y el estudio. Escribir y leer para resistir, nada más.


[1] La discusión puede consultarse en Manuel S. Almeida, ed. (2020) Antonio Gramsci. Los otros escritos carcelarios: antología de Cartas desde la cárcel (San Juan: Callejón): 154-157.

[2] El interesado puede consultar a Carlo Ginzburg (2013) “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales” en Mitos, emblemas, indicios. Morfología e historia (Barcelona: Gedisa): 185-239.

[3] CMAT. Fondo: FTR-LRT. Serie: Misceláneos. Caja: 002. Expediente: Transcripciones Cartas de Ramón E. Betances a Lola Rodríguez de Tió.

[4] Universidad del Sagrado Corazón, Biblioteca Madre María Teresa Guevara. Colección de Documentos de Roberto H. Todd Wells, 1994.

[5] Jacques Le Goff y Pierre Nora (1974)  «Las mentalidades. Una historia ambigua» en Hacer la historia. Barcelona: LAIA.

[6] Jacques le Goff (1991) “Documento/ Monumento” en El orden de la memoria (Barcelona: Paidós): 227-239.

[7] Mario R. Cancel Sepúlveda (2017) «El pensamiento social en la narrativa de Eugenio María de Hostos Bonilla: encuentros y desencuentros entre el krausopositivismo y la literatura». (Conversatorio) Centro de Investigación Social Aplicada (CISA), Recinto Universitario de Mayagüez (UPR). Las piezas citadas están en Eugenio María de Hostos (1992) “Cuento” en Obras completas. Edición crítica. Vol. I. Literatura. Tomo II. Cuento, teatro, poesía, ensayo. (San Juan: ICP / EDUPR): 49-99.

[8] Manuel S. Almeida, ed. (2020) Op. Cit.: 94, 109.

[9] Ibid. 132-133.

[10] Ibid. 145-149

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El historiador italiano Enzo Traverso (1957- )[1], especialista en historia del siglo 20 de la facultad de la Universidad de Cornell y un intelectual interesado en el tema de la relación entre memoria e historia, la cuestión judía y el holocausto, además de la situación del Materialismo Histórico y el socialismo como forma de activismo en el siglo 21, entre otros asuntos, ofrece otra reflexión original y promisoria sobre el presente.  En una entrevista publicada en el 2018, se planteó el tema de la devaluación de la relación entre historiografía, ciencias sociales y Materialismo Histórico en su libro Melancolía de izquierda, volumen en el cual intentó determinar el lugar que ocupaba dicha teoría de la historia en la era del neoliberalismo y el posmodernismo.

Sus argumentos son un excelente modelo de los procedimientos que invierte un historiador profesional a la hora de evaluar un presente complejo siempre impredecible. Traverso aceptaba las dificultades que imponía pensar la “evolución de las sociedades” del siglo 20 como una totalidad en un escenario en el cual la perspectiva microscópica y las miradas fragmentarias se habían impuesto como criterio interpretativo. Su premisa encarnaba una toma de conciencia en torno al probable agotamiento de las tradiciones gnoseológicas consagradas durante las décadas de 1960 y 1970, por cierto. En aquel momento la Microhistoria y el Microanálisis impusieron sus reclamos ante la invisibilización del individuo en el entramado del análisis macroscópico y estructural propio de la Historia Social y Económica y las miradas de la larga y la media duración dominantes por aquel entonces. 

Enzo Traverso (1957- )

La crítica a la mirada micro y a la fragmentación del saber histórico no era una novedad. A fines del siglo 19, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) había señalado lo que identificaba como el “exceso de historia” en la práctica de la historiografía positivista crítica de aspiraciones científicas de aquel periodo. De forma similar, a principios del siglo 20 el filósofo francés Henri Berr (1863-1954) insistió en la necesidad de elaborar una bien pensada “síntesis” en historiografía: la dispersión del saber le preocupaba sobremanera. También a fines del siglo 20 el historiador cultural inglés Peter Burke reconoció que la “subespecialización” generada por las prácticas de la historiografía nueva y la tradición del Giro Social, de la cual la Historia Social y Económica eran unos de los pilares, debían ser evaluadas de forma puntual. La insistencia de numerosos observadores del presente en estimular el diálogo entre los saberes micro y los saberes macro, tuvo mucho que ver con ese asunto.

La preocupación de Traverso estaba relacionada con el problema de cómo apropiar una totalidad dada.  En su caso se trataba del siglo 20 desde la izquierda, es decir, desde el Materialismo Histórico innovador que el autor practicaba. El concepto “melancolía de izquierda” no era sino una metáfora sobre la actitud que se adoptaba en ciertos sectores de la izquierda ubicados en el siglo 21 a la hora de evaluar e interpretar el todavía cercano siglo 20. El concepto “melancolía” significaba literalmente en griego “bilis negra” o atrabilis. Simbólicamente sugería esa condición de tristeza, agobio o sufrimiento profundo que generaba la observación del siglo que se había ido: un periodo marcado por las llamadas guerras mundiales y de liberación nacional, las revoluciones sociales, el fin nominal del imperialismo europeo, las crisis económicas y los totalitarismos extremos. Traverso achacaba aquella emocionalidad, entre otras cosas, a la idea del “fin de la historia” que se había impuesto en medio del debate posmoderno, pero también a la “derrota de las revoluciones” que muchos presumieron como un rasgo del periodo pos Guerra Fría y la disolución del socialismo realmente existente durante la década de 1990. Los efectos de la “melancolía” en lo tocante a la relación de los estudiosos con el pasado fueron varios:

  • El primero era que ya no se aprendía el pasado con un propósito activo como por ejemplo, para “pertrecharse de herramientas para el futuro”. Más bien se le congelaba, se le inmovilizaba con el fin de desmenuzarlo, pero el resultado de la disección  y el conocimiento conseguido se consideraba inútil para construir un mundo mejor para la humanidad.
  • El segundo era que, al mirar el pasado, a muchos observadores les invadía la “nostalgia”, la “añoranza” y la “evocación”. Invadidos por aquellas emociones el conocimiento adquirido no les permitía articular nuevas “utopías” o proyectos de cambio originales que fuesen funcionales. Uno de los principios distintivos de la modernidad, la utilidad material y espiritual del saber historiográfico, había perdido legitimidad. Si conocer el pasado no era útil para construir un mundo mejor ¿qué sentido tenía saberlo?

Lo interesante era que Traverso recurría al argumento nietzscheano a tenor de la historia monumental, aquella que representaba “lo activo y lo que lo impulsa”. De acuerdo con el pensador alemán, si bien su “virtud” consistía en que estimulaba el respeto a la grandeza pasada, ello podía desembocar en el “defecto” de que el respeto desmedido podía intimidar y emascular la creatividad en el presente. La veneración extrema o desmedida del pasado implicaba el riesgo de desembocar en la “parodia” o generar una versión irreal del pasado y del presente.

Para Traverso ser de izquierda o ser Materialista Histórico en el siglo 20 y el 21 eran cosas distintas. De igual manera, hacer una revolución, acelerar el cambio social en el siglo 20 y el 21, tampoco eran la misma cosa. Ser de izquierda o Materialista Histórico y hacer una revolución progresista no era imposible en el siglo 21. Sólo sería diferente. Apoyado en la lógica de Fredric Jameson (1934- ), Traverso afirmaba que los acontecimientos ocurridos durante la década de 1990 habían provocado un cambio radical: la humanidad salió de un siglo 20 cargado de “esperanzas” en el cual había gente dispuesta a tomarse el riesgo de pensar en la posibilidad de un futuro mejor. El siglo 21, por el contrario, era uno cargado de “miedos” e inseguridades en el cual la gente prefería evitar en lo posible pensar en el futuro.

El diagnóstico de Traverso estaba relacionado con la forma en que la “memoria” del siglo 20 había sido diseñada y articulada bajo condiciones disímiles:  antes y después de la década de 1980, es decir, antes y después del desenvolvimiento del neoliberalismo y la globalización de la economía. Previo a la década de 1980, el siglo 20 era vislumbrado como el periodo de las revoluciones sociales, de las olas emancipatorias, de la descolonización, del fin del imperialismo político y las esperanzas de libertad. Aquel conjunto de fenómenos confluyó en el fortalecimiento de una visión esperanzadora y optimista de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio.

Posterior a la década de 1980, el siglo 20 tendió a ser reducido a la condición del siglo de las grandes guerras, los totalitarismos y los nacionalismos extremos, los genocidios y la consolidación del capitalismo salvaje de la mano del neoliberalismo y la globalización y la muerte de la libertad tal y como había sido imaginada.  Aquel conjunto de fenómenos confluyó en el fortalecimiento de una visión desoladora y pesimista de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio. La “derrota de las revoluciones del pasado”, identificada con el fin del socialismo realmente existente, aceleró el proceso. En términos sensatos el siglo 20 había sido ambas cosas, pero la tendencia a la polarización de los juicios sobre la época era notoria.

El avance del neoliberalismo y la globalización favoreció que los iconos del socialismo tales como la Unión Soviética, la República Popular China, la República de Cuba, Corea del Norte y otras se transformaran, a pesar del discurso de tinte socialista o populista radical que aún dominaba en algunos de aquellos sistemas, en países capitalistas alternativos que si bien permitían el libre mercado y la  acumulación de propiedad privada, instituyeron fuertes controles proteccionistas para frenar la inversión de capital extranjero en sus economías a través de gobiernos autoritarios. El Estado o gobierno conservó los rasgos de autoritarismo que ya poseía y se aseguró un gran poder sobre el mercado y la economía. El ideal de la democracia socialista que debía atenuar la competencia y estimular la solidaridad en los procesos productivos y distributivos nunca se consolidó ni antes ni después de aquel giro.

El testimonio intelectual de Traverso es una invitación a que se acepte que los sistemas filosóficos y las teorías de la historia, por más complejos y cuidadosos que parezcan ser,  poseen cierta falsabilidad o refutabilidad.  Es decir, pueden ser sometidos a demostraciones que los contradigan. Lo que identificamos como realidad, una imagen filtrada por un yo que siempre cambia, escapa a cualquier esfuerzo de inmovilización o fijación.  El reclamo de verdad de cualquier filosofía o teoría siempre puede ser superado o excedido por la realidad. El Materialismo Histórico y el socialismo, su aplicación a las luchas sociales, ha sido un tópico presente de diversos modos en la evolución de la historia de la humanidad desde su maduración a mediados del siglo 19. Que Traverso lo inscriba en la agenda para la discusión a principios del siglo 21, no debe sorprender a nadie. Se trata de un debate necesario, sin duda, a la luz de los reclamos de un nuevo orden social y económico. Las formas que adopte el Materialismo Histórico y el activismo que genere serán un asunto para debatirse en el futuro. Espero que ese esfuerzo no se haga en vano.

Publicada originalmente el 5 de noviembre de 2021 en 80 Grados-Historia

Bibliografía

Centro de Investigación Social Aplicada CISA-RUM. “Conversatorio: Historia y Memoria. Perspectivas desde el siglo XXI”. Disertantes: Enzo Traverso, PhD (Cornell University) y Carlos Pabón, PhD (UPR-RP). Moderador: Marcelo Luzzi, PhD (UPR-RP). Quinta conferencia del ciclo Historia y Memoria, organizada por el Centro de Investigación Social Aplicada (CISA), Marzo-Octubre 2021. URL https://www.youtube.com/watch?v=geHwOTEK7eM&t=9s ; e Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2021/10/02/enzo-traverso-y-carlos-pabon-ortega-dialogo-sobre-la-memoria/

Diego Rojas (18 de noviembre de 2018) “Enzo Traverso: “En el siglo XX no sólo hubo totalitarismos y genocidios, sino también revoluciones” en Infobae-Cultura.

Enzo Traverso (2019) Melancolía de izquierda. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

—–(2017) La historia como campo de batalla. México: FCE.

—– (2011 ) El pasado. Instrucciones de uso. Buenos Aires: Prometeo

—– (2013) ¿Qué fue de los intelectuales? Epublibre

—– (2001) El Totalitarismo. Historia de un debate. Buenos Aires: EUDEBA


[1] Centro de Investigación Social Aplicada CISA. “Conversatorio: Historia y Memoria. Perspectivas desde el siglo XXI”. Disertantes: Enzo Traverso, PhD (Cornell University) y Carlos Pabón, PhD (UPR-RP), 1ro de octubre de 2021. Moderador: Marcelo Luzzi, PhD (UPR-RP). Quinta conferencia del ciclo Historia y Memoria, organizada por el Centro de Investigación Social Aplicada (CISA), Marzo-Octubre 2021. URL https://www.youtube.com/watch?v=geHwOTEK7eM&t=9s  ; e Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2021/10/02/enzo-traverso-y-carlos-pabon-ortega-dialogo-sobre-la-memoria/

Fuente: Georges Duby (1919-1996), “Las mentalidades como objeto de estudio” en La Historia continúa. Debate, Madrid, 1992, págs. 98-100.

Cuando [Lucien] Febvre hizo que me propusieran escribir una breve historia de la civilización francesa… pedí ayuda y me ofrecieron a [Robert] Mandrou. Trabajamos juntos. Esa labor común nos unió estrechamente -lo que reforzó mis lazos con la «Escuela» [Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales]- y nos pusimos a explotar lo que nos legara Lucien Febvre. Marc Bloch, desde Los reyes taumaturgos hasta La sociedad feudal, invitaba a tener en cuenta la «atmósfera mental». Con más insistencia, Febvre invitaba a escribir la historia de las «sensibilidades», la de los olores, los temores, el sistema de valores. Su Rabelais mostraba magníficamente que cada época elabora su propia visión del mundo, que las maneras de sentir y pensar varían con el tiempo, y que, por consiguiente, el historiador está obligado a defenderse en lo posible de las suyas bajo pena de no entender nada. Febvre nos proponía un nuevo objeto de estudio, las «mentalidades». Este era el término que empleaba. Nosotros lo retomamos.

Georges Duby (1919-1996)

No figura en el [diccionario de Émile Maximilien Paul] Littré aunque hacia mediados del siglo XIX encontramos este vocablo, que deriva de la palabra «mental», para designar de manera vaga aquello que pasa en el espíritu. A partir de 1880 comienza a usarse: «Mentalidad me gusta -dice Proust-. Hay palabras nuevas como ésta que lanzamos». Por mentalidad se entendía, siempre con igual vaguedad, ciertas disposiciones psicológicas y morales a la hora de juzgar las cosas. Hacia 1920 los sociólogos la adoptarían. El título que eligió [Lucien] Levy-Bruhl para aquella de sus obras que seguramente hizo más ruido, La mentalidad primitiva, la consagraría. De golpe en el lenguaje universitario, en el que se introdujo rápidamente, su significado se precisó. He aquí la definición que dio Gastón Bouthoul en 1952: «Tras las diferencias y los matices individuales subsiste una especie de residuo psicológico estable, hecho de juicios, de conceptos y creencias a los que se adhieren en el fondo todos los individuos de una misma sociedad». Así lo entendimos nosotros. Sin embargo nos situamos a una cierta distancia, y partimos convencidos de que en el seno de «una misma sociedad» no existe un solo «residuo». Al menos ese residuo no presenta la misma consistencia en los distintos medios o estratos de los que se compone una formación social. Sobre todo, nos negamos a aceptar como «estable» ese, o mejor esos (preferimos el plural) residuos. Se modifican con el curso de los siglos. Proponemos justamente seguir con atención esas modificaciones.

Ya no empleo la palabra mentalidad. No era satisfactoria y no tardaríamos en darnos cuenta de ello. Pero entonces, a finales de los años cincuenta, nos venía muy bien, por sus debilidades, por su propia imprecisión, para designar la terra incógnita que invitábamos a los historiadores a explorar con nosotros, cuyos límites y topografía aún no conocíamos. ¿De qué se trataba en realidad? De franquear el umbral con el que tropieza el estudio de las sociedades del pasado cuando se limita a considerar los factores materiales: la producción, las técnicas, la población, los intercambios. Sentíamos la necesidad urgente de ir más allá, al lado de esas fuerzas cuya sede no está en las cosas, sino en la idea que uno se hace y que en realidad gobierna imperiosamente la organización y el destino de los grupos humanos. Los mismos marxistas, por otra parte, nos enseñaban el camino, pues reconocen que una clase no existe de manera eficaz hasta que quienes la forman toman conciencia de que forman parte de ella. Nosotros íbamos más allá, aunque ni que decir tiene que ese sistema de representaciones mentales más o menos claras a las que la gente se remite de modo más o menos consciente para conducirse en la vida fue determinado en última instancia por las condiciones materiales.

Comentario

George Duby (1919-1996), educado en la Universidad de París y en la de Lyon, fue especialista en historia social y económica de la Edad Media. Tenía formación en geografía histórica y fue una de las figuras claves de la Historia de las Mentalidades. En el fragmento se ocupa de confirmar la filiación de la Historia de las Mentalidades con los Primeros Annales. Para ello recordaba el interés de Bloch  por la “atmósfera mental” del medievo, es decir, cómo se le pensaba; y el interés de Febvre por las “sensibilidades”, es decir,  como se le sentía. En ambos historiadores la preocupación central había sido la forma en que el medievo era concebido o imaginado por sus actores, actitud que se tomaba con el fin de evadir todo posible anacronismo. Recuérdese que la preconcepción del medievo como una «edad oscura» había sido consustancial al discurso sobre aquel periodo desde la Ilustración y una de las premisas de la Modernidad.

Las “mentalidades” eran un instrumento o herramienta sugerido por Febvre por lo que Duby elaboró una cuidadosa genealogía del concepto. El historiador aceptaba la ambigüedad del concepto que sugería “aquello que pasa por el espíritu”. Aseguraba que no se encontraba en el diccionario de la lengua francesa de Littré (1801-1881) publicado en 1872. Lo vinculaba con el novelista Marcel Proust (1871-1922) quien usó el término de rasgos platónicos “reminiscencia” a la hora de producir su obra maestra sobre la memoria, la novela En busca del tiempo perdido comenzada en 1907, sin embargo pero Duby aseguraba que Proust se había sentido atraído por el concepto desde 1880. “Mentalidad” como reminiscencia y base de la memoria entró a la discusión historiográfica por la ruta de la literatura. Resulta interesante llamar la atención sobre el hecho de que la disciplina que introduce la “mentalidad” al análisis extraliterario fue la sociología. Después de todo, Littré no era ajeno a ese campo del saber: había estado a cargo de cuidar las obras completas de Augusto Comte, fundador de la disciplina clásica. Su adopción por la sociología moderna del siglo 20 que se acredita a Levy-Bruhl (1857-1939) en La mentalidad primitiva (1922), consagró esa relación. Bothoul (1896-1980) precisó el concepto en 1952 como un “residuo psicológico” común a los individuos de “una misma sociedad”. La disposición  de la historiografía a adoptar el artefacto fue resultado de la estrecha alianza entre historia y sociología animada por la Escuela de Annales.

Duby articuló de inmediato una crítica al concepto que, en términos generales, coincidía con la del Materialismo Histórico.  En una sociedad no existe un solo residuo y ese residuo o residuos no es estable ni es apropiado por todos los miembros de manera homogénea. Por ello, aclaraba, ya no recurría al concepto “mentalidades” aunque reconocía que su ambigüedad e incertidumbre se ajustaba a las necesidades de los investigadores de fines de la década de 1950. Apelando a las “mentalidades” se podía ir más allá del estudio de lo material que era lo que realmente se apiraba. Duby no quería que ese tipo de estudios se interpretasen como una afirmación de la “autonomía” de lo “mental” sobre lo “material” por lo que se apresuraba a afirmar que reconocía que una “mentalidad” estaba determinada “en última instancia por las condiciones materiales” como sugería el Materialismo Histórico. El autor estaba a la búsqueda de un balance apropiado entre el estudio de lo material y lo inmaterial en el cual la historiografía social y económica y la aproximación cultural no chocasen con la perspectiva materialista.

Es importante no perder de vista  que todas las teorías, una vez son revisadas y aplicadas los campos específicos que se someten a investigación, siempre dejan numerosas interrogantes sin responder. En cierto modo, esa es la condición del pensamiento historiográfico en particular,  y de las discusiones intelectuales en general: no todos los problemas se resuelven para siempre, es decir, el conocimiento es tentativo, contextual o perspectivo como sugería el filósofo alemán Nietzsche.  Las teorías, si bien resuelven unos asuntos,  siempre dejan problemas así resolver que garantizan la continuidad y la dinámica del pensamiento humano.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Una expresión inicial del reto cultural que estimularon las crisis citadas giró en Francia alrededor de dos figuras: Jacques Le Goff (1924-2014) especialista en historia medieval seducido por la aclaración de la “imaginación medieval”, el “cristianismo feudal” y su expresión en las leyendas populares y los mitos cristianos; y Pierre Nora (1931-), quien se mostraba atraído más por  el problema de la “imagen del pasado”, es decir, su percepción, interpretación, figuración o representación, que por  el pasado empírico o fáctico. Hacia fines de la década de 1980 y principios de la del 1990, Nora profundizaría aquella reflexión y postularía su voluntad de estudiar los “lugares de la memoria”, otro concepto ambiguo y por tanto sugerente como el de las “mentalidades”. Aquellos remitían a los pasados muertos u olvidados por medio de sitios, objetos o reliquias que los evocaban como experiencia vivida y no como historia formal. La consonancias de aquella aproximación de Nora y la oposición historia / vida o tiempo histórico / tiempo puro que elaboraron Nietzsche y Bergson era evidente.

Jacques Le Goff

Tanto Le Goff como Nora parecían sugerir que, si bien se podía presumir que la Historia Hecho era una, ello no significaba que la imaginación de aquella en la Historia Relato tendría que ser homogénea. Las perspectivas de aquellos investigadores estaba, por lo tanto, distante de las angustias positivistas o de los apremios de la erudición: les interesaba más el sentido atribuido y los procesos de construcción de la memoria o la historia “para sí”, en un sentido kantiano, que la evasiva historia “en sí”. La situación, como era de esperarse los colocó ante las aprensiones de la historiografía tradicional, la Historia Social y Económica y los Segundos Annales,  pero también ante los reclamos de cientificidad propios del Materialismo Histórico ortodoxo y de sus exponentes de la década de 1970 y 1970.

El debate se dio en el marco de ciertos parámetros. Según Le Goff y Nora, su intención no era romper con los Segundos Annales y la figura de Braudel. Aseguraban reconocer el valor de la tradición de Annales en la aclaración de los problemas históricos relacionados con la sociedad y la economía, es decir, en sus aspectos materiales. Pero reconocían  que la interpretación histórica no terminaba allí por lo que se habían propuesto continuarla y ampliarla profundizando en la elucidación de los problemas históricos vinculados a la cultura, es decir, a sus aspectos inmateriales. Su postura no debía interpretarse como la afirmación de que había una escisión entre lo social y cultural o entre lo material y lo inmaterial, sino como un esfuerzo por extender la mirada hacia ciertos lugares y expresiones humanas que habían sido obviadas por la investigación. En cierto modo sugerían un cambio de enfoque: la historia social y económica y la Escuela de Annales, debían ocuparse de la cultura que se formaba en los escenarios que conocía de manera tan precisa.

El objeto de estudio al cual aludieron Le Goff y Nora fueron las “mentalidades”, es decir, las figuraciones, imágenes o representaciones colectivas que los seres humanos se forjaban del mundo bajo condiciones históricas, sociales y económicas concretas. La proximidad de aquel concepto al lenguaje del psicoanálisis era evidente. La preocupación fundamental no era el mundo como cosa “en sí” sino la forma en que aquel se percibía o el mundo como cosa “para sí” con lo que se confirmaba cierta reminiscencia kantiana en su mirada. La “mentalidad” era una impresión del tiempo real en la mente humana por lo que tampoco se debería descartar un rescate cuidadoso de las dudas insertadas en la cuestión de la historicidad por los vitalistas como Nietzsche y Bergson.

Pierre Nora

Según Michel Vovelle (1933-2018) historiador francés interesado en los siglos 17 y 18, en especial la Revolución Francesa y afín al Materialismo Histórico; y Emmanuel Le Roy Ladurie (1929-), interesado en la historia del abajo social y la microhistoria, el foco de interés de los historiadores había cambiado del “sótano” de la casa, una metáfora que sugería de la base material,  al “desván” de la casa o su parte más alta, metáfora que sugería la superestructura inmaterial. El cambio de enfoque y de objeto de estudio podía interpretarse como una protesta contra el fuerte determinismo material y geoambiental que caracterizaba  a Annales el cual  había justificado su intensa alianza con disciplinas como la geografía, la sociología, la economía y la estadística. Detrás de todo ello había un señalamiento contra la capacidad de la cuantificación para explicar a la humanidad, asunto en el cual Le Roy Ladurie enfatizó en aquel contexto. Poner en duda el poder del determinismo estimulaba la necesidad de reconocer más libertad o agencia al ser humano en el escenario histórico, una de las tensiones más visibles en la historia de la historiografía a través de todos los tiempos.

Los argumentos de Le Goff y Nora están resumidos en el libro Hacer la historia publicado en 1978. Aquella obra generó protestas desde los Segundos Annales, como era de esperarse, pero también desde el Materialismo Histórico, proyectos interpretativos que poseían numerosos elementos en común.

  • Desde los Segundos Annales la resistencia más significativaemanó del historiador italiano Ruggiero Romano (1923-2002) especialista en historia económica y estudioso de las relaciones de entre Europa y las Américas. En el libro Braudel y nosotros (1997), Romano proyectaba a los impulsores de la

    Ruggiero Romano

    Historia de las Mentalidades como una “amenaza” a los logros de la escuela. Para aquel discípulo de Braudel, la propuesta de Le Goff y Nora debía ser interpretada como una ruptura y una afirmación de discontinuidad inaceptable. Romano anticipaba uno de los argumentos centrales del historiador cultural Burke sobre aquella experiencia historiográfica. En La revolución historiográfica francesa (1990), un estudio sobre la Escuela de los Annales y su experiencia entre 1929 y 1989, Burke argumentaba que Le Goff y Nora nunca habían definido con precisión qué era una “mentalidad”: la ambigüedad del objeto era utilizada criticar el proyecto. Lo cierto es que, y esto lo reconocía Burke en su libro, que el concepto había sido usado por la sociología de las primeras décadas del siglo 20. Sin embargo el referente de Le Goff y Nora provenía de la antropología en particular de Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939) en su obra La mentalidad primitiva (1922), obra que habían influido a los Primeros Annales en especial al antes citado medievalista Bloch. De ese modo, la afirmación de que el concepto “mentalidad” continuaba la preocupación de Bloch por la imagen del rey como taumaturgo o milagrero en otros ámbitos sociales resultaba plausible. El cambio de enfoque y mirada se expresaba en que, si Braudel se había concentrado en la duración media y la coyuntura material, Le Goff y Nora pedían que se mirase hacia la duración larga o la superestructura pero no precisamente hacia lo factores geoambientales sino hacia los culturales, espirituales y psicológicos. Esto significaba que, en lugar de meditar sobre lo que cambiaba lenta pero visiblemente -la economía, el mercado, las clases sociales-, proponían indagar en torno a aquello que cambiaba lentamente o aparentaba inmovilidad -las mentalidades, la psiquis colectiva, los hábitos, las rutinas, los actos involuntarios o automáticos-.  En cierto modo sugerían manejar la historia menos como un relato autoritario regido por la razón y más como un relato laxo regido por la intuición.

  • Desde el Materialismo Histórico, campo teórico que en aquella década se encontraba en medio de un proceso de revisión crítica, la reacción fue más abrasiva. Los proponentes de aquella teoría, comprometidos éticamente con el cambio social, veían la Historia de las Mentalidades como un franco “retroceso”. La clave para aquel juicio se encontraba en que aquella parecía rechazar la alianza de la historiografía con las ciencias sociales, la geografía, la sociología y la economía que también habían sido la base de apoyo de los historiadores materialistas. La propuesta de Le Goff y Nora afianzaría la creencia de los idealistas y corría el peligro de converger un “determinismo de lo inmaterial sobre la material”. El paradigma de que los factores sociales y económicos o la base material era la fuerza determinante en última instancia del mundo histórico estaba en peligro. El énfasis desmesurado en los aspectos inmateriales, es decir, en la cultura, la psicología histórica, la memoria, las ideologías y la imaginación social, a la hora de explicar la historia y la sociedad tenía otras implicaciones que, para los materialistas históricos, poseían ribetes políticos concretos. Los procedimientos propuestos no servían para establecer “cómo era realmente el mundo” sino para elucidar “como había sido percibido”. Lo que los historiadores de las mentalidades perdían en objetividad científica lo ganaban en subjetividad imaginativa. El problema filosófico que al parecer los atenazaba era que Le Goff y Nora no parecían considerar la “realidad” como algo “dado” sino como una “construcción” o una “apariencia” por lo que el conocimiento que elaboraban sobre esos asuntos serían tan cambiante como aquella. El Materialismo Histórico dependía de una serie de certezas que la Historia de las Mentalidades estaba dispuesta a problematizar.

Le Goff y Nora, ciertamente, no partían de la nada. Había una rica tradición de historia cultural l clásica del siglo 19 que incluía al historiador francés Fustel de Coulanges (1830-1889) y al suizo Jakob  Buckhardt (1818-1897), entre otros.  Durante la primera parte del primera mitad del siglo 20 los antes citados Huizinga, Febvre y Bloch, habían vuelto sobre el problema de la cultura alrededor de la interpretación del pasado medieval en el marco de la crisis del historicismo, del Gran Relato Moderno y el surgimiento de los Primeros Annales.

Michel Vovelle

Le Goff y Nora chocaban con los Segundos Annales porque, desde su punto de vista, aquellos  tendían a validar el “imperialismo de la historia económica” y, como consecuencia de ello, a  reducir los asuntos políticos y culturales  al “coxis de la historia” metáfora que sugería su devaluación e invisibilización. Lo que los historiadores pedían era una historiografía que se ocupase de lo inmaterial, de las ideas, del pensamiento, con lo que significaban la cultura, y a la vez elucidara los actos del estado y del zoon politikon, con lo que significaban la política. No se proponían un retroceso a los estilos de la historiografía tradicional del siglo 19 sino un retorno original a los viejos problemas pero con un enfoque y una mirada nueva. Visto desde una perspectiva crítica, la historia social y económica que asociada a los Segundos Annales y el Materialismo Histórico, no era tan útil para las áreas de trabajo que interesaban a Le Goff y Nora como la explicación de las llamadas mentalidades y nadie estaba en posición de afirmar o negar que, por ejemplo, la imaginación medieval o la imagen del pasado era más fácil de apropiar  y comprender en fuentes literarias que en fuentes económicas o estadísticas.

El conflicto teórico entre los materialistas históricos y los proponentes de la Historia de las Mentalidad reflejaba la complejidad de la época en que aquel se dio aquel. Me refiero al conflicto de la Guerra Fría (1947-1991), la crisis cultural que había repuntado a raíz de 1968 francés  y la crisis económica que puso en duda los fundamentos del capitalismo liberal de posguerra entre 1971 y 1976 que tuvo como secuela la gestación de un nuevo capitalismo y un nuevo orden internacional identificado con el neoliberalismo.

Le Goff y Nora representaban una nueva promoción de historiadores que acabó por identificarse como los Terceros Annales, apelativo que reafirmaba su voluntad de diferenciarse pero a la vez continuar con una tradición interpretativa respetable. La innovación más visible de aquellos era la redefinición de las alianzas que la historiografía había establecido con las ciencias sociales en general. La valoración de la interdisciplinariedad era la misma pero la compenetración con la geografía, la economía y la sociología, abría paso a una compenetración más profunda  con la etnología, la antropología y la psicología social. Las nuevas alianzas conllevaban la revisión del objeto de trabajo, de los enfoques y, por lo tanto, de las metodologías y el lenguaje interpretativo con el resultado de que la imagen del historiador también habría de alterarse. Su revisionismo no se limitó al nicho de la ciencias sociales. También estuvieron dispuestos a mirar más allá del utillaje del historiador como científico social y estimularon un retorno crítico a las fuentes literarias o imaginarias que conllevaba añadir a la “caja de herramientas” del historiador la lingüística, la crítica literaria o textual y sus intuiciones, actitud que recordaba un poco la historiografía esencialmente literaria que el historicismo clásico había dejado atrás durante la primera parte del siglo 19 camino a la profesionalización de la disciplina.