• Mario R. Cancel Sepúlveda

Lo que se ha denominado con el nombre de gran relato moderno fue el resultado de la integración, no siempre carente de polémica. de los principios constitutivos de una diversidad de fuentes. El Providencialismo Cristiano o Determinismo Divino medieval, el Humanismo de los siglos 14 al 15, la Revolución Científica del siglo 17, el Racionalismo y la Ilustración del siglo 18 y la aceleración del desarrollo de una cultura científica que, además de lo natural, convirtió en su objeto de estudios lo social durante el siglo 19, fueron elementos decisivos para su configuración.

El gran relato moderno se apoyaba en varios paradigmas o creencias asumidas como verdaderas o que correspondían a la realidad, en especial la idea de que la historia era una narración o discurso capaz de representar el pasado del género humano de manera verídica. La posibilidad de alcanzar la verdad significaba que aquella disciplina, por medio del trabajo de los historiadores, podía alcanzar la plena conformidad entre el concepto (la Historia Hecho) y el objeto (el pasado) por medio de la Historia Relato. La imagen dominante era que la historia era racional y estaba estructurada y que, con los instrumentos de la razón y la ciencia, el pasado apropiado a través de sus huellas podía ser comprendida de manera indiscutible. De aquella creencia derivaba, siguiendo las proposiciones de Voltaire, que la historiografía (Historia Relato) se oponía a la literatura (Fábula) de modo similar al que la verdad se oponía a la mentira. Un abismo se había abierto entre las ciencias naturales y sociales emergentes; y las artes y la literatura con el agravante de que la historiografía y el trabajo de los historiadores se encontraba en medio del forcejeo.

Los componentes del gran relato moderno pueden ser resumidos del siguiente modo:

  • En términos generales el gran relato moderno partía de la seguridad de que aquel no era otra cosa que la culminación del proyecto cultural iniciado por los humanistas de los siglos 14 al 15. Ello indicaba que el escenario propio de la historia era el secular, mundano o mundano, consideración por la cual rechazaba de manera tácita las explicaciones teológicas propias de la religión, y las metafísicas propias de la filosofía en torno a los actos concretos de la humanidad en el tiempo y el espacio. La actitud crítica ante aquellos sistemas de interpretación, los cuáles se amparaban en las virtudes de la racionalidad y de la ciencia, nunca convergieron en el triunfo ni del ateísmo o la negación de la existencia de los dioses, ni del nihilismo o la negación del valor ingénito o cultural de las creencias de todo tipo.
  • El gran relato moderno se apuntalaba además en la confianza en que el movimiento o evolución de la historia tenía sentido u orientación. La impresión de que el progreso no era diferente de una divinidad se justificaba porque el acontecer se percibía como la expresión de un despliegue racional por lo que, en efecto, poseía un fin deseable para la humanidad. La autonomía que se reconocía a aquellos procesos respecto a la agencia o influencia humana era variable pero no dejaba de poseer reminiscencias de la especulaciones teológicas y metafísicas que se había propuesto dejar atrás. El hecho de que se considerase al progreso un artefacto secular, profano o mundano no desmentía el hecho de que recordaba el papel que antes se había conferido a la providencia o permisividad de Dios en el pensamiento cristiano, o a la naturaleza en el marco del racionalismo ilustrado. El determinismo pesaba en el gran relato moderno tanto como en las teorías especulativas de la historia que se había propuesto superar. Los proponentes del gran relato moderno manifestaban un respeto filosófico peculiar por el cosmos u orden intrínseco de las cosas y por el principio de la escatología, es decir, la idea de que los procesos y eventualidades que conducían de un cronotopo a otro poseían relaciones de causa y efecto reales y transparentes que no admitían ser evadidas. La avidez por adjudicarle un sentido u orientación a los actos de los seres humanos en la historia ha sido explicada de diversas formas. La idea de que presumir la existencia de un orden es una condición sine qua non para encontrarlo y una necesidad psicológica de la humanidad, argumento apelado por Eliade y Jaspers en el capítulo I de este libro, es sin duda una de las más satisfactorias.  La relación entre la versión premoderna y moderna de la historia no se limitaba a la cuestión de cambio del balance entre el poder del determinismo y las posibilidades de la libertad. También convergían en la ansiedad por establecer un punto de origen, una lógica y una meta meritoria a las acciones humanas a lo largo de la historia. Si los providencialistas cristianos la emparejaron con la salvación, los modernos prefirieron el concepto de la libertad: salvación y libertad sugería de modo parecido la idea de la felicidad reinventada por los ilustrados. Sobre aquellas bases, la disciplina de la historia, antes ligada estrechamente a la teología y la filosofía, advino a la condición de una potencial ciencia exacta de la mano de los principios de la física newtoniana primero y de las ciencias sociales emergentes, más tarde, según se ha demostrado.
  • Por último, en el contexto del gran relato moderno la historia debía ser abarcadora e inclusiva y requería ser interpretada como un proceso único que abarcase a toda la humanidad según se le veía desde los lugares de la Europa Occidental Cristiana que integraban al resto del mundo mediante la conquista material y espiritual. Igual que la universalidad en tiempos del dominio del Imperio Romano se relacionaba con la sujeción a aquella institución política, durante el siglo 19 la universalidad se vinculó al dominio material y espiritual de Occidente que no era otra cosa que una síntesis de la herencia cristiana, racionalista y científica que había desembocado en el orden capitalista moderno.

Los retos teóricos al gran relato moderno fueron diversos.

  • Un primer reto lo constituyó la ya comentada afirmación de la interpretación fenomenológica vinculada al filósofo alemán Kant en el sentido de todo conocimiento era “para sí” o relativo y no “en sí” o absoluto. Ello equivalía a afirmar, si uso el lenguaje del Providencialismo Cristiano y de Aristóteles por ejemplo, que sólo era posible conocer la “forma” pero no la “sustancia” de las cosas. Aceptar aquel precepto colocaba en entredicho la presunción de que se pudiese conseguir la plena conformidad entre el concepto (la historia) y el objeto (el pasado), o sea, la verdad. En conocimiento histórico no sería más que un saber “para sí”, concepto cercano a la idea de Aristóteles de la doxa a la cual este asociaba la historiografía producida por sus contemporáneos. Es importante recordar que Kant, como buen pensador secular moderno, nunca dejó de ser cristiano y aceptaba que Dios era quien daba, en última instancia, sentido a la historia.
  • Un segundo reto lo constituyó la tendencia del historicismo que, como se sabe, debatía la realidad del papel cumplido por las estructuras racionales para funcionar como dispositivos de determinación; a la vez que expresaba desconfianza en torno a la capacidad reguladora y descriptiva atribuida a los sistemas especulativos teológicos y filosóficos por considerarlos metafísicos o ajenos a la realidad, a la hora de la interpretación histórica. Su insistencia en llamar la atención sobre el individuo y el acontecimiento, objetos que para la teología y la filosofía no eran más que mera peccata minuta, es decir carecían de valor y relevancia, recuerda la actitud de la historiografía griega y romana cuyo discurso, como ya se ha señalado, reconocí un margen de influencia a la voluntad de poder y la libertad humana, al momento de la explicación. El historicismo en general argumentaba que el ser humano, en sus aspectos materiales y espirituales, no era sino el producto de sus circunstancias concretas y no de fuerzas metafísicas o ahistóricas.
  • El tercer reto fue el que presentó el Vitalismo filosófico, sistema que mostró un profundo escepticismo en cuanto a las estructuras racionales de las que echaba mano el gran relato moderno, incluyendo las poderosas ideas del progreso y la ciencia. Con ello echaba también por tierra la validez del discurso que emanaba de aquellos paradigmas, la historia, al disociarla del territorio de las ciencias, en general, y de las ciencias sociales, en particular, y devolverla al campo de la intuición estética, las artes y la literatura, contrario al argumento volteriano. Como se verá de inmediato, el Vitalismo no aceptaba que la historia y la vida fuesen equivalentes. Si se utiliza el lenguaje sugerido en este volumen, la Historia Relato no reproducía la Historia Hecho de un modo verdadero. Sobre aquella base rechazaba la validez de la historiografía más lograda de su tiempo, como una explicación artificiosa incapaz de reflejar la vida.
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Escrito en alemán por Karl Marx en la primavera de 1845. Fue publicado por  primera vez por Friedrich Engels en 1888 como apéndice a la edición aparte de su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.

El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación “revolucionaria”, “práctico-crítica”. [Crítica del materialismo de tradición atomista o vulgar]

El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico. La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen). La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria. [La teoría de la praxis en el materialismo atomista o vulgar]

Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla. [Explicación materialista dialéctica de la religión]

Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica. Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:   A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado. En él, la esencia humana sólo puede concebirse como “género”, como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos   individuos. [La esencia para el materialismo dialéctico: el conjunto de las relaciones sociales. Las relaciones sociales son relaciones materiales]

Feuerbach no ve, por tanto, que el “sentimiento religioso” es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad. La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica. A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la “sociedad civil”. El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad “civil; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada. Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. [La vida social como práctica: el dominio de lo contingente. El deber de interpretar (contemplar) y transformar la realidad]

Comentario

En este breve texto Marx explica la epistemología de Materialismo Histórico sobre la base de 4 premisas, a saber:

  • El conocimiento es el producto de la relación de sujeto y el objeto
  • El sujeto y el objeto son independientes el uno del otro
  • Todo lo que existe es material y todo que es material es comprensible mediante la Razón y la Ciencia
  • En la relación entre el sujeto y el objeto ambos se transforman mutuamente

Esto implica que el conocimiento no es algo “dado” sino el resultado de una “interacción”. A la luz de esa afirmación se confirma su carácter “dialéctico”. Esto también implica que el conocimiento surge de la relación entre el ser humano y el mundo material: no hay conocimiento independiente de ello. A la luz de la afirmación de que no hay “idea” independiente de su “expresión material” se confirma su carácter “materialista”.

Dos modelos que pueden ayudar a entender esta lógica son las siguientes. Primero, el amor no tiene existencia independiente del acto de amar algo. Segundo, Dios no tiene existencia independiente del acto de imaginarlo o creer en él. En ese sentido sería legítimo afirmar que el amor y Dios son criaturas humanas.

Marx, sin embargo, no le resta importancia a las ideas ni las esclaviza a la materia. Por el contrario, insiste en que entre una idea y la materia existe una relación de “mutualidad” o “dialéctica” y que la una y la otra se “hacen” por medio de ese proceso. Por eso no se puede poner en duda que las ideas actúan como “fuerzas materiales” a pesar de su “inmaterialidad”. El eslabón entre lo material y lo inmaterial es la acción o la “praxis humana”.

La lógica de Marx dice varias cosas valiosas para el historiador. Imaginemos que el sujeto es el historiador y el objeto es el pasado y sus huellas.

Primero, el historiador es independiente del pasado y este sólo se hace visible cuando el historiador lo “apropia”. “Apropiarlo” es reconocer racionalmente sus “huellas” significadas en los documentos, los rastros, los restos, los testimonios, entre otros.  Una vez reconocidas esa “huellas” se formula mediante el instrumento de la Razón y la Ciencia y se convierte en Historia. Lo que antes era un conjunto amorfo que no parecía tener sentido lo adquiere y, en ese sentido, es descubierto o develado.

Segundo, pensar históricamente o producir historia es una forma de cambiar el mundo, es un “trabajo” o el acto de cambiar un objeto. A través de ese proceso el historiador también cambia en la medida en que aprende y se humaniza

Tercero, ser historiador es apropiar y (re)producir una parte del pasado mediante el trabajo con sus “huellas”. El resultado de ese proceso es siempre algo nuevo. El objeto, es decir la historia, es construido mediante ese proceso pero no tiende al equilibrio o la armonía. Su naturaleza es el desequilibrio o la contradicción.

El objeto, es decir la historia, es cambiante por lo que el conocimiento histórico es contingente o relativo al tiempo y el espacio desde el cual se le apropia. Ser historiador significa conocer lo que cambia y no lo que no cambia. La necesidad de revisitar el pasado siempre estará allí. En eso reside la verdad. Marx mina no solo la concepción de la verdad sino la concepción del ser humano como una criatura: el individuo no es un “ser” u “obra acabada” (sein) sino un “siendo” o “proceso” (dasein)

Marx, por último, establece un principio ético: no basta conocer el mundo, de lo que se trata es de conocerlo y cambiarlo. El conocimiento es producto de la praxis y está dirigido a la praxis. Ese es el principio “activista” del Materialismo Histórico.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

El concepto Ilustración proviene del latín illustrare el cual significa iluminar, sacar a la luz. Esta a su vez surge del concepto indoeuropeo leuk que significa luz o esplendor. Ilustración e Iluminismo son, desde hace siglos, conceptos del lenguaje cotidiano del historiador. Etimología aparte, Ilustración sugiere una forma particular de interpretar y aclarar un problema cualquiera. Lo cierto es que, desde la perspectiva de la Historiografía, la Ilustración está asociada a un movimiento cultural de fuerte contenido filosófico característico del siglo 18 y vinculado al Reino de Francia en el periodo pre-revolucionario que inicia en 1789. El concepto se aplica por extensión a la producción cultural de otros pueblos de Europa y América en aquel momento histórico.

Lema de la Revolución de 1789

Lema de la Revolución de 1789

Desde una perspectiva muy general, la Ilustración se distingue por dos tendencias comprensibles si se la mira a la luz de la cultura que la antecede y la sucede. Por una parte, destaca su capacidad para cuestionar los valores de la era del Barroco, en particular las interpretaciones del  Neoprovidencialismo Cristiano y la Teoría del Origen Divino del Poder que el primero legitimaba. En consecuencia, la Ilustración puso en entredicho el Absolutismo Monárquico y el Orden Estamental en el cual se apoyaba aquel sistema autoritario. Cuestionando ambas prácticas y sus discursos, minaba un conjunto de valores que ya se identificaban despreciativamente como “medievales” en nombre del presente y la modernidad. El anticlericalismo de la Ilustración es proverbial: la tensión entre la Razón y la Fe como fundamentos del conocimiento aumentó en aquel periodo histórico.

Por otra parte, la Ilustración continúa la reflexión Humanista de tendencias seculares que dominó en un conjunto de intelectuales asociados al momento del Renacimiento y el Humanismo. La Ilustración adelanta lo valores de la Modernidad en la medida en que sus intelectuales se apoyaron en explicaciones iusnaturalistas y en el empirismo para resolver problemas filosóficos de una manera alternativa a las respuestas que ofrecía el Neoprovidencialismo y la Teología. Las explicaciones “científicas” ganaron legitimidad con ello. El iusnaturalismo y el empirismo fueron la base para la elaboración de una teoría del origen social del estado, que se apoyaba en un  fuerte contenido biológico la cual reflexionó sobre el Estado Naturaleza o la vida antes del nacimiento del Estado, la competencia y la propiedad y su papel en la evolución humana, entre otros asuntos propios de la Ciencia Sociales modernas. La Ilustración, en síntesis, profundizó las conclusiones a las que habían llegado algunos Humanistas del renacimiento, en la medida en que confirmó el papel activo del ser humano en la vida social y en la historia, a la vez que afirmó que la historia era comprensible mediante la Razón. La Historiografía Moderna, entendida como el estudio de la situación de los hombres y mujeres en el tiempo, sólo es posible después de la Ilustración. Las bases filosóficas más importantes de la Ilustración son  el principio de la Razón y la creencia en el Progreso. La vinculación entra la una y la otra es inevitable: el Progreso humano se considera producto de la aplicación de la Razón en la vida social.

El concepto Ilustración sugiere una época, el siglo 18, y un lugar concreto, el Reino de Francia. Desde la perspectiva de la historia política, el periodo que va de 1701 a 1789 está marcado por tres conflictos bélicos mayores: la Guerra de Sucesión Española (1701), la Guerra de 7 Años (1756) y la Revolución Francesa (1789). La relevancia de ellas para el pensamiento Ilustrado es que todas involucraron y conmocionaron al Reino de Francia planteándole retos inusitados a la   Monarquía Francesa. Tras la Guerra de Sucesión Española, la Dinastía Borbónica penetró el Reino de España y desplazó la de los Augsburgo. La nueva situación le dio a Francia un aliado ante los intereses británicos y estimuló un cambio en la cultura política administrativa del reino hispano que marcó su relación con América. Lo cierto es que, de allí en adelante, las relaciones entre Francia y España, fuesen de alianza o de confrontación, fueron determinantes en la historia política de Europa hasta el siglo 19.

Después de la Guerra de 7 Años la balanza internacional de poder en América cambió. La presencia comercial inglesa se afianzó. La clave fue el tráfico de esclavos y mercaderías de todo tipo. Por otro lado, como resultado del conflicto, el Reino de  Francia perdió sus colonias en Canadá (Quebec) ante el Reino Unido de Inglaterra, entonces Gran Bretaña, poder que fue  reconocido como una superpotencia que superaba tanto al Reino de España y al de Francia.

Lucha_clasesEl conflicto de 1789 fue devastador para  la Monarquía Absoluta y el Régimen Estamental dominante. La Toma de la Bastilla fue el hecho más simbólico de un proceso que no terminaría hasta 1815. Aquellos eventos han sido interpretados por los historiadores como una marca de la Era Moderna, etapa que para algunos tan solo cierra en 1989 con la Caída del Socialismo Real

En historiografía política, el 1789 inicia la fase Contemporánea de la Historia Moderna y el 1989, con la liquidación del tema de la Revolución, comienza la Postmodernidad.

La Revolución Francesa de 1789 dramatizó, más que ninguna otra, el dualismo entre el pasado y el presente. Los que defendían el pasado y apelaban a la tradición fueron condenados. Eran reaccionarios,  iban contra la corriente y se oponían al Progreso. Los que apoyaban el presente,  aplaudían el cambio y viajaban a favor de la corriente fueron celebrados. Eran progresistas, iban a favor de la corriente y favorecían el Progreso. El culto al Progreso como sinónimo de Historia es producto de la reflexión y la práctica política de la Ilustración.

La lógica de la Ilustración era que consideraba el Progreso como un hecho objetivo y medible. No sólo eso: el Progreso estaba ajustado a la Razón por lo que no podía ser éticamente malo. Su expresión material más acabada era la Revolución Industrial, el desarrollo de la ciencia y la técnica durante el siglo. Todos eran rasgos vinculados al Capitalismo Moderno que confirmaban la crisis de los valores tradicionales: la fe, la religión, el origen divino del poder, el absolutismo. Desde 1789, la Revolución misma fue también un signo al cual se apelaba constantemente. Dominada por la Razón, favorecedora del Progreso, la Revolución fue el sueño más persistente de la Modernidad y la expresión más prístina del Progreso. Su imagen se confundía con la del utopismo que caracterizó las reflexiones del momento del renacimiento y el Barroco desde Moro hasta Bacon.

  • Mario R. Cancel
  • Historiador y escritor

Dos cuestiones me invaden ante el problema planteado. Puerto Rico es un concepto problemático que nace como puerto casual en la colonia de San Juan Bautista en el siglo 16. Su evolución en una Nacionalidad enraizó en el siglo 19 y se arraigó apenas a principios del siglo 20. América es otro concepto plural que señala lo mismo hacia Hispano o Iberoamérica deudoras de la península, que al orbe sajón. Otras, refiere a la Indoamérica de Vasconcelos, o se vierte en la Latinoamérica o la América Latina de franceses y afrancesados del siglo 19. Son conceptos equívocos. Si se tratara de elegir preferiría Euroamérica. Entonces estaría en posición para apropiar la relación fluida entre aquellos conceptos.

El contacto entre las culturas de América antes del 1492, debió ser notable. La colisión material y cultural entre comunidades mexicas a través de Yucatán, y andinas desde Sur América en el espacio del Mar Caribe, ha sido documentada arqueológica y simbólicamente. Las Antillas fueron un eslabón y una frontera desde entonces. El 1492 abrió para los europeos una zona que hollada por muchas canoas y piraguas protegidas por Ek Chuah por siglos. Los Descubrimientos fueron un agente de desequilibrio inédito para los protagonistas de aquellos procesos.

La Conquista definió los parámetros del choque. San Juan Bautista fue esencial en el proceso de colonización parcial de las Antillas. Invadido desde Española, sirvió para articular el control sobre Juana. Allí nació una filiación histórica a la que se apeló hasta el siglo 20. Las Antillas, aparte de un prejuicio europeo, agilizaron la colonización del resto de la América.

San Juan Bautista fue una zona liminar: Barlovento y Sotavento fueron territorios reclamados pero no colonizados. El Puerto-Rico se contaminó con una vocación de Antilla Mayor que nunca le abandonaría. Parte de su orgullo se relaciona con su función en el engrandecimiento de Castilla y en la defensa de su expansión en el hemisferio. El título de Siempre Fiel que se le otorgó no fue tinta desperdiciada.

Tierra adentro, fue un laboratorio capaz de producir  un escritor abarrocado como Francisco Ayerra, o un conquistador-panadero como Juan Garrido; nicho de seres entre la ficción y la realidad como Alonso Ramírez y Rosa de Lima, tan caros al nacionalismo cultural puertorriqueño y al regionalismo americano. El territorio fue refugio de seres marginales desde esclavos indios y africanoseuropeos, siervos prófugos y una invisible gitanería aislada. La tierra que esclavizaba a algunos, liberaba a otros. Esa diversidad adelantaba una identidad tan fluida y liminar como la geografía de las Islas.

Mar afuera, fue ocasional puerto de trasbordo para las naves rezagadas de una Flota que la ignoraba, y centro de las relaciones materiales y sociales con las otras Américas y las otras Españas, en especial  la insular. San Juan Bautista fue un collage que atrajo lo mismo dominicanos y mexicanos que canarios y baleáricos. En la resistencia al monopolio mercantilista, fue escenario del surgimiento del mercado moderno como lugar primado de contrabando. Las Indias Insulares y las Continentales expresan una contradicción que rompió la unidad impuesta por el 1492. Hacia el siglo 18 la misma estaba minada y la diferencia era vista como una amenaza, un delito o un pecado.

Lo que ofreció Puerto Rico in illo tempore, siguió activo en la Modernidad. La región fue clave en la lucha de España contra el separatismo y, después de 1821, culminar a América requería echar al  Hispano de las Antillas. Si para la Unidad Iberoamericana el país era la última frontera, para España era igual de relevante para la Unidad Imperial. Estados Unidos lo vio como el umbral de otra cosa: en su imaginación la zona liminar fue reinventada como un dulce y apetecible Dorado. El futuro de la región estaría sometido a ese forcejeo. Lo más curioso es que a pesar de su protagonismo en el discurso de la Independencia de América, Puerto Rico nunca consiguió la suya. Esa situación sirvió para dar al 1898 la imagen de Necesidad Histórica a que han apelado muchos intérpretes antes y después de la invasión.

Ante América, Puerto Rico era el espécimen de territorio rezagado y al margen del Progreso. Era como si el país hubiese evadido el Metarrelato Moderno de la Historia esquivando al Dios del siglo, la Nación. Aquello fue el caldo de cultivo ideal para la elaboración de utopías capaces de insertarnos en la corriente y ligarnos con el pasado común. Carlos Rama llamó la atención sobre el papel de los puertorriqueños en la idea de la Federación, la Confederación y la Unidad Iberoamericana redivivas. A la hora de Lares-Yara (1868) y de Baire (1895), el país fue peón de los intereses ingleses, franceses, alemanes, españoles, estadounidenses e hispanoamericanos. Andrés Vizcarrondo y Ramón Emeterio Betances, que se oponían a un Puerto Rico español o americano, estaban dispuestos a aceptar un Puerto Rico europeo. Ser euroamericanos fue un discurso cuya relevancia no debe ignorarse.

El 1898 lo cambió todo. Más que como un trauma, muchos lo vivieron como la invitación a un ajuste cultural y material. Para las elites significó el acceso a un umbral: el de la Modernización. En 1898 la Modernización tenía  más valor que la Soberanía y la Nacionalidad. Rosendo Matienzo Cintrón era capaz de desgajar la una de la otra y favorecer la Americanización Institucional y la Independencia. El tema de la incapacidad de Puerto Rico para la Independencia, atisbado por Betances y Eugenio María de Hostos, dejó el amargo sabor de que el siglo 19 había sido un error.

Pero el 1898 también representó un reto a la imaginación que produjo el Nacionalismo Puertorriqueño Moderno. Lo que el resto de América creó por medio de la Independencia, el país lo hizo desde la colonia reorganizando la memoria de las más amargas derrotas. La ansiedad de encabalgar el pasado con el presente y el futuro de forma coherente explica la Hispanofilia, el mito de la Gran Familia y la percepción de la Autonomía como Soberanía. Puerto Rico aparecía como un proyecto trunco y una excepción.

Estados Unidos otorgó un papel a su colonia en el nuevo siglo: adelantado del Panamericanismo, frontón del Anticomunismo en la Guerra Fría, Vitrina de la Democracia. Lo convirtió en muestrario que sugería la posibilidad de un orden justo como el Nuevo Trato, como  ápice de una dependencia benévola con la que muchos soñaban. Lo que ha ganado el país es que se le vea con piedad y se le conciba como una gigantesca feria híbrida en donde se realiza el sueño de ser sajón y latino a la vez.

Las lecciones que derivo son varias. El panorama demuestra la inutilidad del insularismo: la interacción con las Américas ha sido larga y multidireccional y ha sido coronada con la ignorancia mutua más notable. Puerto Rico demuestra que es posible ser americano de una diversidad de modos. ¿Existe mejor herencia que esa?

Publicado en Claridad-En Rojo 9 de septiembre de 2009: 15.