• Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Para José Muratti y José Anazagasty, colegas

Pasados(s)

¿Qué es el pasado? Para una persona sin formación, puede constituir una carga imposible de llevar o el lugar ideal para encontrar a los culpables de un presente enigmático e intolerable que le resulta incomprensible. Para un historiador no. El pasado resulta ser un escenario rico en posibilidades interpretativas e incierto que, sin resistencia, se deja poseer y manosear en la forma de un documento o una memoria. Es un lugar ansioso por sobrevivir más allá de sí mismo, que teme desaparecer en un presente que se precia de su fugacidad y su contingencia.

Buscar el “tiempo perdido”, el pasado, no es una imposibilidad. Lo que resulta imposible es recuperarlo de un todo y de una manera transparente. Su vastedad es inimaginable y, el que lo confronte, siempre hallará lugares invadidos por la extrañeza e impenetrables. La imagen que el historiador apropia del pasado será apenas un borrador sugerente. Lo que Eric Hobsbawn ha llamado el “pasado social formalizado”, aquel que afirman las tradiciones historiográficas por medio de un relato coherente en las escuelas y las universidades, siempre será una trampa o, al menos, un ejercicio banal de autoritarismo. El pasado nunca está allí como un objeto terminado, siempre está en nosotros como un objeto en proceso de construcción.

tiemposHistoria(s)

Para una persona sin formación, la relación con el “tiempo perdido” o el pasado resulta menos problemática porque es mucho más laxa. En cierto modo, exige menos de sí que lo que le demandaría a un historiador. El pasado le servirá para llenar los vacíos de una memoria sin brillo con las ilusiones de grandeza que encuentra en unos cuantos antepasados que se tomaron algún riesgo. Incluso será capaz de hallar lustre en las derrotas de aquellos a quienes acabará por considerar sus precedentes legítimos. Es un acto de autocompasión. Reconoce que, viéndose como un reflejo de ellos, se ubica como cómplice de sus fastos. Se adjudicara a sí mismo el deber de completar la obra de quienes presume le antecedieron. Muchas veces se equivocará en su juicio, pero ello no impedirá que insista en la tarea. Su memoria se sostendrá sobre la imagen equívoca que producen los medios de comunicación cuando evocan por treinta segundos el recuerdo de una gesta o una tragedia. A la larga, se acostumbrará a una imagen mediática de la grandeza y verá como iguales a un deportista exitoso, a un escritor luminoso y a un libertador fracasado. Para una persona sin formación, respirar el pasado puede reducirse a consumir una comida tradicional en un día de fiestas, acudir a un espacio consagrado por el turismo y la cultura común. Si el pasado se pudiese reducir a un sólo relato la situación no sería tan compleja…

El problema es que para los historiadores la situación no es muy diferente. Los olvidos de estos y aquellos no son distintos. También llenarán vacíos morales, imaginarán herencias, manufacturarán compromisos y, seguramente, se equivocarán una y otra vez. En Puerto Rico la historia siempre ha corrido  tras el canto de sirena de la modernidad. Durante el siglo 19, los historiadores románticos y los positivistas celebraron la eficacia de la Cédula de 1815 y la transformación de la colonia de una economía ganadera dominada por la ilegalidad en una economía agraria dominada por la legalidad. Con ello afirmaban la relación con España, la ausencia de independencia y la desconexión con la Hispanoamérica independiente.

Sobre aquellas bases, los historiadores modernistas y los del 1930 y 1950, cultivaron una hispanidad benévola, remozada e inexistente que encontraba rasgos de grandeza, nobleza y señorío donde no los había. Convirtieron a los conquistadores cristianos en padre putativo de un Puerto Rico que en nada se parecía al de sus sueños. Aunque contradijeron con pasión la inapropiada intrusión del “otro” en un cambio de siglo que muchos consideraron atroz, escribieron el homenaje a una modernización omnívora que se nutría de los cadáveres podridos de aquel pasado imaginado. Luego cantaron un proceso de industrialización que apenas era la mueca de un “desarrollismo” que nunca demostró su legitimidad.

Más tarde el país estuvo en condiciones de ser metamorfoseado en el frágil modelo de una “revolución pacífica” -lo más sencillo era forzar el olvido de las víctimas y los muertos-, y en expresión de un fenómeno de “crecimiento” anómalo, monstruoso y cuestionable. “Cambiar” y “progresar” terminó por significar parecerse afirmativamente al mismo “otro” que había sido rechazado con tanta pasión en los alrededores del 1898. Los historiadores terminaron hablándose a sí mismos o, en casos extremos, conversando con sus reflejos en frente de un espejo.

Escribir

Escribir es un acto de la imaginación. Escribir es volver a componer la impresión de lo que te rodea. Podría hacer esas dos afirmaciones lo mismo para la literatura que para la historia. Hacer lo uno o lo otro es dejarse seducir por el acto de teorizar. Me he hecho cargo de los conflictos que esas afirmaciones pueden producir y ya no me preocupan. Después de medio siglo de vida me he convencido de que la precisión teórica, ya sea en la literatura o en la historia, depende cada vez más de la imprecisión retórica. Eso parece una contradicción pero ¿dónde no se encuentra una contradicción? Estoy convencido de que debo disfrutar como si se tratara de un licor excepcional o un vino único. Debo saborear la falseabilidad y las fisuras de los sistemas que antes me parecían redondos y sellados. Debo aceptar que no pasan de ser un pálido reflejo de la complejidad de lo que se denomina, con alguna inocencia, la realidad.

Para una persona sin formación, la situación representará la posibilidad de un respiro, la probabilidad de un momento de irresponsabilidad con el pasado, la sensación de no ver aquellos objetos como una carga. Para un historiador no. La situación representará un reto a todo lo que le han dicho que “es” y “debe”. La carga será otra porque ser historiador significará cada vez menos ser “historiador”…y ese problema no se resuelve con un suicidio retórico. Se resuelve escribiendo historia.

En Hormigueros, PR
13-17 de diciembre de 2014

Publicada originalmente en la bitácora Puerto Rico entre siglos (17 de diciembre de 2014) y con el título «Epílogo para una obra inconclusa» en el libro De Horomico a Hormigueros: 400 años de resistencia. San Juan: EDitorial 360 grados, 2016. Págs. 223-226.