• Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

El tema de este libro es el tratamiento del genocidio y la violencia extrema en la historiografía sobre el siglo 20 y los problemas epistemológicos que ello ha generado desde la década de 1960 al presente. Al final del camino el autor elabora una puntual reflexión sobre el mismo asunto en el marco de la ficción literaria y la cinematografía: las miradas logocéntricas y videocéntricas sus posibilidades y limitaciones, son sometidas a un estudio crítico intenso. Debe reconocer que, a la luz del Holocausto, el siglo 20 constituye un modelo inequívoco de lo que puede denominarse la “barbarie moderna”. Hay algo de refinamiento y vulgaridad difícil de explicar en el arte de explotar y matar racionalmente, según se manifestó en los campos de concentración y exterminio de judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

El volumen de Carlos Pabón Ortega, Historia, memoria y ficción. Debates sobre la representación de la violencia extrema, constituye además un comentario valioso sobre la historiografía del siglo 20 y la representación dominante de aquella centuria como una dominado por el totalitarismo y el extremismo. Racionalidad e irracionalidad se combinaron a la hora de producir el efecto sugerido. En gran medida aquel fue resultado neto del dualismo de la Guerra Fría (1947-1989) que la lógica de la post Guerra Fría ha reafirmado.  El maniqueísmo extremo sigue siendo clave para legitimar aquella metáfora, a pesar de que la cultura del siglo 20 no creó de la nada la representación. Me temo que en Occidente, lo que eso signifique en el presente, el dualismo maniqueo es parte de una herencia imposible de borrar que extiende sus raíces a la mirada del Providencialismo Cristiano, fenómeno que debería tomarse en cuenta a la hora de enfrentar la lectura de Pabón Ortega en torno a la representación del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema en cualquier medio.

El siglo 20 fue uno mal aspectado desde antes de su inicio y su término cronológicos.  El derrumbe de un orden mundial controlado por un puñado de países europeos en el marco de las competencias imperialistas de la Gran Guerra (1914-1918) así como la Revolución Bolchevique (1917); y la aceleración de la mutación del capitalismo liberal en capitalismo financiero, sugerían que el lugar privilegiado de Europa en el entramado mundial ya no sería el mismo. Una serie de eventos ocurridos alrededor de 1898 -el ascenso de Estados Unidos al ruedo geopolítico internacional fue uno de ellos- preludiaban la tendencia.

Hace unas cuantas semanas, al comentar una antología de textos de autores anarquistas puertorriqueños de principios del siglo 20 recopilados por el Dr. Jorell Meléndez Badillo, llamé la atención sobre la terrible imagen que el siglo 20 producía en algunos de los teóricos antologados. El pesimismo en torno al siglo 20 y el optimismo cándido a tenor de la inevitabilidad de la revolución y el advenimiento de la acracia, una actitud heredada del progresismo burgués equiparable a la esperanza cristiana de salvación, se concertaban en las voces de lo ácratas. El hundimiento de un orden puede animar una cosa o la otra: el optimismo y el pesimismo son dos esferas inseparables. Los autores anarquistas a los que hago alusión reflexionaban al filo de la Gran Guerra iniciada en 1914 y antes de la Revolución Bolchevique de 1917, proceso que tampoco llenó sus expectativas.
En medio de la lectura me sentí tentado a comparar la impresión, también pesimista y cargada de melancolía, que producía el siglo 20 en el ya anciano sociólogo krausopositivista Eugenio M. Hostos Bonilla en un breve ensayo de 1901. La idea del siglo 20 como una etapa en la cual algo/todo se desplomaba marcó también, bajo circunstancias peculiares, a pensadores como Oswald Spengler y a historiadores como Arnold Toynbee: la decadencia y la muerte de la civilización obsesionó a ambos. El resentimiento que contra sus reflexiones mostró Lucien Febvre en sus Combates por la historia siguen siendo emblemático. El siglo 20, escenario de la revolución de 1917 con su filón de esperanza, también fue el siglo de las grandes desilusiones. La disolución del socialismo realmente existente desde 1989, encarnó el fin de una época y el inicio de otra.

En ese sentido la premisa presente en este volumen de que el “siglo 20 corto” conceptualizado por Eric Hobsbawm fue también el paradigma de la “barbarie moderna” posee un enorme valor ilustrativo. Contradice la concepción ilustrada del “progreso” como una promesa civilizatoria y humanizadora capaz de asegurar el mejoramiento material y moral de todos. La intelectualidad de fines del siglo 18 y principios del 19, como se sabe, confiaba en aquel principio etéreo con una convicción equiparable a la fe. El “siglo 20 corto”, por otro lado, sigue constituyendo un reto intelectual para los historiadores del presente: los eventos recientes entre Rusia y Ucrania sugieren que sus dislates no han sido dejados atrás.

Un asunto que llamará la atención de cualquier lector de este libro de Pabón Ortega es la centralidad que otorga al Holocausto en el desmantelamiento del modelo progresista cándido aludido. La primacía otorgada al Holocausto en ese proceso de ruptura puede responder a varias cosas. Por un lado, a la naturaleza del evento que, en ocasiones resulta inefable, es decir imposible de articular en palabras, condición que lo coloca en la frontera de la ficción. Por otro lado, puede responder al papel histórico y cultural que tuvo la cultura judía en la formulación de la identidad de Occidente. La cultura representada por las víctimas del Holocausto, a pesar de la distancia temporal entre la Antigüedad y la Modernidad, dos orbes cuya continuidad se asume como incuestionable, es considerada una de las bases del Cristianismo y de Occidente.  Durante siglos se ha aceptado que Occidente es el resultado de la compleja hibridación de valores judíos, helénicos y latinos, otra trinidad sacralizada.  Aclaro que voy a descartar la relevancia geopolítica de Israel moderno en la identidad occidental porque quiero prescindir de argumentaciones geopolíticas incómodas en este comentario.

El problema planteado por Pabón Ortega en su libro tiene que ver con los debates respecto al Holocausto, en especial su transición del olvido tras la Segunda Guerra Mundial cuando el tema era tabú; a la memoria cuando el asunto regresó del Leteo durante la década de 1960.  No se puede descartar la relevancia del hecho de que fuesen consideraciones jurídicas -había que ubicar a los perpetradores y los victimarios del crimen para castigarlos- lo que transformó el Holocausto en un tema central de discusión para cierta historiografía.

El fenómeno puso de frente dos registros del pasado que siempre han poseído una relación problemática. De un lado la Historia, un examen disciplinar y sistemático resultado de un método más o menos estandarizado apoyado en la distancia espacio temporal del evento aludido. De otro lado, la Memoria, un examen personal y emocional articulado alrededor de la cercanía espacio temporal del evento aludido. En general se trata de dos tipos de testimonios respecto a un evento traumático que, irremediablemente, chocarían en algún momento. Desde mi punto de vista, uno y otro campo articulan una impresión de los hechos en dos registros temporales distintos: el tiempo matemático cronológico y el tiempo vital humano. La sombra del vitalismo de Henry Bergson está detrás de este comentario.

El modelo documental, propio de la Historia, y el modelo testimonial, propio de la Memoria, colisionaban al palio de consideraciones filosóficas que algunos ya hemos dejado atrás. Me refiero el dualismo, desde mi punto de vista también maniqueo, entre la objetividad que asume el primero como distintiva; y la subjetividad que se adjudica como inseparable del segundo. Debo recordar que las fronteras entre objetividad y subjetividad en la historiografía siempre han sido difusas y cuestionables: se trata de un problema que debió superarse hace tiempo.

La interesante reflexión de Pabón Ortega respecto al Giro Lingüístico, una expresión vinculada al Giro Cultural que comienza a florecer también en la década de 1960, y el desenvolvimiento reciente de lo que he denominado el Giro Interior, vinculado a la Historia de las Emociones, confirman que objetividad y subjetividad son presunciones operativas complejas que iluminan el problema de la “verdad posible” de modos distintos pero complementarios. La relevancia de los comentarios de Pabón Ortega tiene que ver con un asunto de más alcance. Me refiero a la consideración de que la revolución definitiva contra la Historiografía Tradicional y Positivista y el modelo historiográfico documental en general correspondió a la reflexión del Giro Cultural y del Giro Lingüístico y no a la del Giro Social como por lo regular se afirma. La memoria y el testimonio ocuparon un lugar protagónico en ese proceso de ruptura. 

El discurso de Pabón Ortega sugiere que, en el marco de la memoria y el testimonio, se encuentran los instrumentos más apropiados para elucidar el problema alrededor del cual gira su reflexión: la representación del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema, es decir, los eventos traumáticos que marcaron el siglo 20. La necesidad de “historizar la memoria”, comprender su situación cambiante a lo largo del tiempo y el espacio, es más probable desde la empatía, los lazos emocionales y las intuiciones que estas miradas suponen. En este aspecto me parece estar escuchando los susurros de Marc Bloch redivivo. Claro está, el dilema de la confrontación entre la objetividad científica y la subjetividad emocional no existiría si no se asociará la objetividad al fetiche de la “verdad”, un concepto que corresponde a una realidad fija e inmóvil; y la subjetividad al fetiche de la “ficción”, un concepto que sugiere al fingimiento que no corresponde a la realidad fija e inmóvil. Reconocer la plasticidad y la polisemia de la “verdad” resulta decisivo.

Uno de los puntos cardinales de ese debate se relaciona con la naturaleza de la “documentación”: el modelo historiográfico documental pretendía apoyarse en registros materiales; y el modelo testimonial legitimaba un sinnúmero de registros emocionales. Todo sugiere que las impertinencias del viejo Voltaire siguen asediando a numerosos observadores del pasado hasta el día de hoy. Pabón Ortega se ocupa de elaborar una crítica bien pensada en torno a los límites del modelo historiográfico documental y las virtudes potenciales del modelo testimonial a la hora de evaluar eventos traumáticos.

Dos discusiones particulares llaman mi atención de esta lectura. La primera se relaciona con los lazos de la memoria a la práctica de la Historia Reciente en torno a eventos traumáticos: el siglo de los totalitarismos y los extremos es el mejor taller para este tipo de procedimiento. Las observaciones teóricas sobre Historia Reciente vertidas por Pabón Ortega son por demás interesantes. El hecho de que las críticas más intensas a la Historia Reciente se apoyen en argumentos propios del modelo historiográfico documental me parece determinante. Me refiero a la alegada imposibilidad de aquella práctica a la hora de aclarar el alcance de lo “reciente” por la carga subjetiva que anima el concepto. La precariedad de la noción “reciente” no debería ser argumento suficiente para descartar una experiencia interpretativa tan necesaria.

En un experimento de Historia Reciente que estoy elaborando, mi cronología matemática comienza en la década de 1990. No se trata de una decisión arbitraria aunque acepto que el contexto temporal puede ser cuestionado desde otras perspectivas y con argumentos legítimos. Una suerte parecida a la de la Historia Reciente tuvo la Historia de las Mentalidades confrontada por la Historia Social y Económica de los discípulos de Fernand Braudel, el Materialismo Histórico y la Historia Cultural según la pensaba Peter Burke. Lo cierto es que el modelo historiográfico documental, condición compartida por la Historiografía Tradicional, la Historia Social y Económica y el Materialismo Histórico, perciben una amenaza en cualquier espacio que se le ofrezca a la subjetividad en la producción de saber historiográfico y son propensos a deslegitimarlo. La reconsideración de la Memoria como una entidad polisémica, contingente, plástica, cargada de subjetividad pero historizable, es perentoria.

No se trata sólo de que la memoria oficial o “fuerte” choque con la memoria subterránea, alterna o “débil”; o que la Memoria de los victimarios y las víctimas sea distinta. La historicidad de la memoria ratifica que el balance de fuerzas puede cambiar: el caso del Holocausto así lo ha demostrado. Mayor relevancia tiene que se reconozca que el control de la memoria no es otra cosa que una lucha por el poder y se problematicen los efectos que ello pueda tener en un orden concreto. El asunto es más complejo: no se puede obviar que, en el territorio de las víctimas, también la memoria puede diferir por consideraciones sociales, culturales, psicológicas e incluso neurobiológicas. El estudio de la memoria invoca no solo la articulación de recursos propios del psicoanálisis, tan presente en la discusión historiográfica de los últimos 50 años, sino también de la neurociencia. Es posible que la Neurohistoria tenga algo que decir respecto estos asuntos en algún momento. La memoria y el olvido responden a factores psíquicos y sociales, es cierto. Pero también poseen componentes biológicos que deben observarse en su conjunto a fin de comprender la dialéctica entre la una y la otra.

Las acotaciones de Pabón Ortega en torno a las intersecciones entre memoria, ficción y cinematografía deben ser tomadas con sumo cuidado. La primera vez que vi en mi casa Night and fog (1955) de Alain Resnais permanecí inmutable ante la sugerencia de las imágenes. Schindler’s list (1993) de Steven Spielberg no me produjo el mismo efecto. El cineasta François Truffaut afirmaba que la obra de Resnais y Germany year zero (1947) de Roberto Rossellini, eran dos de las mejores producciones de todos los tiempos. Aquellos filmes, atados a la imagen de una realidad ominosa, excedían el subgénero de la ficción o lo documental. La ansiedad por convertir el trauma en materia prime estética planteaba el problema ético de hasta donde debía permitirse llegar a la imaginación a la hora de (re)producir un evento traumático. Me parece que la “estética de la violencia,” una práctica que se ha impuesto en la narrativa occidental y puertorriqueña al palio de las narraciones fílmicas desde la década de 1960, según comenté en un libro de crítica literaria que publiqué en 2007, llegó para quedarse.

Un último comentario. Debo insistir en que las sugerencias interpretativas de Pabón Ortega a la luz del Holocausto, el genocidio y la violencia extrema pueden ser de suma utilidad para la evaluación de la memoria de eventos no tan traumáticos como aquellos. Para el estudioso cuyo campo de acción está más allá de aquellos espacios sus indicaciones son orientadoras y esclarecedoras. La reinversión de esta meditación en otros territorios concretos de investigación historiográfica me parece esperanzadora.

Revisión de un texto compartido en el 17 de marzo de 2022 en el simposio virtual Lugares, Espacios y Poéticas de las Memorias Colectivas organizado por el auto y el Dr. José Anazagasty Rodríguez (RUM) y el Dr. Marcelo Luzzi (UPR).

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Para concebir un proyecto revolucionario, es decir, para tener una intención bien pensada de transformar el presente en referencia a un proyecto de futuro, es imprescindible tener algo de control sobre el presente.

Pierre Bourdieu, Contrafuegos (1998)

La crítica al Materialismo Histórico durante la década del 1970 y la disolución del socialismo realmente existente durante el 1990, aunque desprestigió a la izquierda en general, no significó la desaparición de aquellos imaginarios. El colapso del orden liberal derivado de la segunda posguerra mundial y el desarrollo de neoliberalismo de la posguerra fría dio la falsa impresión de que una transición inevitable y natural había ocurrido y de que la redención comunista había sido borrada permanentemente.

Lo cierto es que, en historiografía, ninguna transición es inevitable. Las crisis materiales e ideológicas son coyunturas propicias para la innovación: unos ídolos caen mientras otros se alzan. Los “nuevos” capitalismos y socialismos, maculados por un pasado funesto del cual el estalinismo y el nazismo fueron los mejores ejemplos, han sido la orden del día.  La reformulación del capitalismo y el socialismo no ha evitado la subsistencia de la retórica de la guerra fría en la posguerra fría. Numerosos significantes y significados obtusos heredados de aquel orden bipolar estorban la discusión cuando madura una protesta social. Conceptos como derecha, izquierda, comunista, fascista, nacionalista, anticolonialismo, descolonización, decolonización, liberal y conservador se nutren de la ambigüedad.   

Al observar el fluido presente a la luz del fluido pasado, los historiadores enfrentan un gran desafío. En la obra En busca de la política (1999) el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925-2017) veía “el fin de las ideologías”, el “fin de las grandes narraciones” y “el fin de la historia” anunciado por Jean François Lyotard (1924-1998) en La condición postmoderna[1], como una invitación a redefinir el papel de los intelectuales en la sociedad.  Bauman partía del concepto “intelectuales orgánicos” de Antonio Gramsci (1891-1937),[2] para afirmar que la “clase ilustrada de la época moderna o posmoderna solo asume el rol intelectual orgánico para ser intelectuales orgánicos de sí mismos”[3]. El “descompromiso”, el “abandono del rol sintetizador tradicional” y la “privatización” e individualización de la noción de “agencia” en los intelectuales fue el resultado neto de ello.[4]

Para Enzo Traverso (1957- ), el intelectual inconforme de las décadas de 1960 y 1970 había perdido protagonismo. Bajo el efecto de las tecnologías y la nueva universidad, se convirtió en “un investigador y un profesor universitario (…) que ya no se siente como en casa en la universidad”, institución que funciona como un “espacio de fabricación de expertos”.[5] El “intelectual educador ya desapareció”, no tiene espacio en una universidad sujeta al principio empresarial de competitividad. La Universidad de Puerto Rico es un modelo puntual de ello.

Sin duda, el mesianismo profético secular que el psicoanalista humanista Erich Fromm (1900-1980) reconoció al marxismo en sus notas sobre el joven Karl Marx (1818-1883) no se ha extinguido del todo[6]. Aquel mesianismo permitió que, tras la década de 1990, el optimismo de los comunistas, una herencia del progresismo burgués que animaba la concepción materialista histórica clásica, se atenuara pero no desapareciera. La ilusoria certidumbre respecto al futuro, no fue exclusiva de los materialistas históricos. El evangelismo mediático que se desarrolló durante aquel período y la retórica neoliberal celebratoria de la libertad que coronó la disolución de la Unión Soviética lo compartían. Aquellos discursos proyectaban el consumo (de dios y su mensaje y de las mercancías y sus códigos, respectivamente) como base de la identidad y de “un Yo” funcional. En cierto modo, aquellas retóricas aparecían como alternativas al internacionalismo obrero imaginado como promesa de un orden sin contradicciones por los materialistas históricos bona fide.

Al parecer a lo que aspiraban evangélicos y neoliberales era a “un Yo” emancipado o amputado del proceso de producción, “un Yo” más allá del “hombre nuevo” de los materialistas históricos y del “super hombre” del vitalismo filosófico. El mercado se transformó en el espacio capaz de saciar cualquier necesidad material o inmaterial, así como lo era Dios para la cristiandad. El mercado y su “mano invisible” se equipararon a la “administración de las cosas” imaginada por los comunistas.[7] El “tiempo flexible” y la itinerancia del “job hopper” o “saltamontes laboral”, perversas metáforas de la libertad, sustituyeron el “trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario” de los comunistas; y el “asociado” de los pasillos de Walmart ocupó el sitio del “camarada” comunista. En lugar de “a cada cual de acuerdo con su necesidad y su trabajo”, la fórmula era “a cada cual de acuerdo con su capricho y su brío en el consumo”. Todo indica que la humanidad en el neoliberalismo debe imaginarse más allá de la libertad y el comunismo moderno. Para un historiador que conserva un pie en el 1968 y vivió el final de la guerra fría, la situación no deja de ser siniestra.

El concepto “melancolía de izquierda” inventado por Traverso, está vinculado a ese vuelco. Una lectura superficial del volumen interpretaría la melancolía como el reconocimiento de la derrota final de aquel imaginario. Traverso, lejos de proponer la muerte del pensamiento antisistémico y/o anticapitalista sugiere otra cosa. Desde su perspectiva, si se despatologiza la melancolía superando cualquier interpretación freudiana, la “bilis negra” podría animar al sujeto a “volver a ser activo”.[8] Esto significa que el Materialismo Histórico y el activismo socialista, para enfrentar el neoliberalismo, deberían romper con el progresismo vulgar y elaborar una reflexión profunda en torno a la pertinencia de su instrumentario interpretativo. Los ideales del 1789 -libertad, igualdad, fraternidad-, reinscritos en los de 1848 y 1917, requieren ser puestos al día. Su precariedad en el mercado postindustrial y la economía terciarizada lo amerita. En el neoliberalismo, dominado por la tiranía del consumo, la condición de la clase obrera como productora y la riqueza moral de las relaciones sociales de producción se han convertido en una ficción.

¿Cómo elaborar un proyecto revolucionario que no se reduzca a retroceder al Estado Benefactor?  ¿Cómo lograrlo cuando la labor de los intelectuales es banalizada ante la emergencia de la educación de consumo en el escenario privado y el público, centrada en el principio de la rentabilidad, productividad y eficiencia, que impone la universidad neoliberal?[9] El asunto es más fácil de formular que de resolver.

La devaluación de la clase obrera como agente productor y la banalización del trabajo intelectual son visibles en el Puerto Rico de los últimos 20 años. La quiebra de las instituciones representativas de la clase obrera y la nueva universidad que emerge ante nuestros ojos son patentes. Las concentraciones industriales bajo el control financiero global y la especialización del proceso productivo impuesta por la globalización, obstaculizan la maduración de una conciencia internacional de clase según la imaginó Marx a mediados del siglo 19. La oposición local a un enemigo global representa traduce una paradoja.

La seducción del mercado y el consumo neurótico, fomentan la valoración de la capacidad de consumir sobre la de producir, condición comentada por Bauman en varios de sus escritos.[10] La alienación de “su Yo”, concepto central a la teoría marxista de la revolución, se impuso entre los trabajadores del segundo sector, la manufactura, y el tercer sector, los servicios. La idea de que se nace y se vive para consumir[11] se ha generalizado y la probabilidad de que una campaña de concienciación a través de los medios de comunicación masiva, la Internet y las redes sociales pueda enfrentarla son pocas.

Además el escenario de la producción material ha cambiado desde mediados del siglo 19 hasta principios del siglo 21. Los procesos de mecanización del proceso productivo de la mano de las máquinas, primero; y la automatización o robotización de la producción industrial luego, alteraron la configuración de las clases trabajadoras a nivel global. La pregunta en torno a cuál será el “nuevo sujeto revolucionario” está sobre la mesa. Por una parte, el proletariado industrial, es decir, los productores directos de mercancías a cambio de un salario (el segundo sector en la economía liberal), clase a la cual Marx había adjudicado la capacidad para ejecutar la revolución, se redujo dramáticamente. La revolución, como se sabe, consistía en arrebatar el control de los medios de producción de las manos de la burguesía y devolverlos a los productores directos cuyo expolio era el pilar de la economía capitalista. La abolición de la propiedad privada de los bienes de producción y su colectivización eliminaría las diferencias de clase; el dinero y el capital ya no serían necesarios y el trabajo impuesto cesaría. En su lugar se desplegaría el trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario que Lefebvre identificaba con el comunismo.

La reducción del proletariado industrial en particular, y del segundo sector en general, vino acompañado por el crecimiento de los trabajadores de servicios, el tercer sector en la economía liberal. Aquellos se distinguían porque, si bien no producían mercancías materiales, cumplían una diversidad de funciones y labores definidas como bienes inmateriales a cambio de un salario. La ejecución de aquellas tareas agilizaba el engranaje del proceso capitalista. Aquel grupo incluía desde obreros de mantenimiento, maestros, contadores, vendedores, gerentes, expertos en finanzas, entre otros. Su incremento cambió la cultura y el comportamiento social de la clase obrera porque, desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico, los trabajadores de servicios carecían de la capacidad de ejecutar una revolución socialista. 

El fenómeno del crecimiento del tercer sector y el auge de la terciarización se intensificó en el neoliberalismo. Ello tendió, según se ha dicho, a devaluar el papel de la producción en la configuración de la identidad social y “un Yo” legítimo: ese papel correspondía al consumo.

El neoliberalismo, como el Estado Benefactor que dejó atrás, validó la paradoja de que se podía consumir sin producir.  Uno de los factores que viabilizó aquella situación anómala fue la facilitación del acceso a los ciudadanos-consumidores a los circuitos de crédito fácil en la forma del llamado “dinero de plástico”. En una sociedad como la que se ha descrito, que fetichiza el consumo y la posesión de bienes de corta duración, no es posible hacer una revolución que tenga por meta la apropiación de los medios de producción social, la abolición de la propiedad privada y la eliminación de las diferencias de clase. En términos simbólicos el “paraíso en la tierra” es tan utópico como el “paraíso en el cielo”. La situación da la impresión de que la gente, el ciudadano-consumidor, se ha acostumbrado y ajustado al proceso de alienación que promueve el mercado y no siente la necesidad de desalinearse y recuperar su humanidad.

Para un historiador resulta obvio que las circunstancias materiales alteraron lo que significaba ser un obrero, un trabajador o un proletario. El problema es más profundo: los productores directos de bienes materiales (mercancías) o inmateriales (servicios), han perdido toda conexión con el pasado rebelde y no apetecen la revolución internacional. La lucha de clases, clave y motor de la evolución histórica y social desde la perspectiva del Materialismo Histórico clásico tomó un giro inesperado que habría que evaluar con cuidado. Los socialismos del siglo 21 han quedado en manos de camarillas de expertos propensos al dolo y al abuso del poder.

Desde la década de 1970 los historiadores, a pesar de su diversidad hermenéutica, reconocen que la situación de los seres humanos en el tiempo y espacio no es reductible al dualismo de los obreros contra burgueses. Tampoco están dispuestos a aceptar que la revolución sea inevitable.  Han aceptado que las oposiciones dualistas obtusas de la guerra fría ya no tienen sentido. Los matices probables entre los extremos asumidos son un reto a la reflexión serena a la hora de elaborar una interpretación del entorno social y cultural en especial cuando se trata de imaginar la revolución.

Desmantelar las oposiciones dualistas obtusas es lo que ha conseguido el especialista británico en el tema del desarrollo Guy Standing (1948- ). En The Precariat: The New Dangerous Class (2011), planteaba la hipótesis de que el viejo y atemorizante proletariado había transmutado en “precariado”. Aquel era un concepto denso que sugería la incertidumbre característica de los trabajadores del segundo y el tercer sector en el orden neoliberal por oposición a las certidumbres tácitas ofrecidas por el capitalismo liberal de posguerra.

El fenómeno ha sido documentado en Europa, Estados Unidos, Japón, los países capitalistas y postcapitalista, industriales y posindustriales del mundo. También podría documentarse en Puerto Rico, frágil barca a la deriva entre el desarrollo y el subdesarrollo que ha pasado por una etapa de industrialización (desde 1947) y otra de desindustrialización (desde 2005).

El precariado florece en el capitalismo avanzado y el neoliberalismo. Ello implica que un amplio sector social cubre sus necesidades básicas mediante el trabajo, pero carece de garantías en torno a su solvencia futura. Las posibilidades de un trabajo fijo y de las protecciones de un seguro médico, contra accidentes, males catastróficos o una pensión digna, se esfuman. Su vida laboral no difiere de la peregrinación interminable del “job hopper”. Culturalmente hablando, “olvidar el pasado” y “despreocuparse del futuro”, renunciar a la historia y a la utopía, es una condición intrínseca del precariado.

Ello afecta su equilibrio psicológico: el precariado sobrevive en un mercado que sobrevalora el consumo y el ciudadano-consumidor define “un Yo” sobre la base de sus posesiones o la carencia de ellas. La inseguridad laboral y la falta de beneficios marginales, condiciones provocadas por la disolución del Estado Benefactor (herencia de la segunda posguerra y de la economía liberal) y el Estado Asistencial (herencia de la crisis de 1970), profundizan su incertidumbre y su agresividad. Más allá de la clase obrera y el intelectual comprometido aparece el precariado. ¿Radica allí la esperanza de una revolución?

Standing, como Traverso, pensaba que no todo estaba perdido. Una Renta Básica Universal podría servir de base para articular un discurso y una praxis útil para enfrentar la emergencia del precariado. Traverso, al final de su reflexión sobre los intelectuales afirmaba dos verdades como una piedra: la humanidad “no puede vivir sin utopías” pero “las futuras revoluciones no serán comunistas (…) (aunque) seguirán siendo anticapitalistas”[12]. Si ello tendrá un sentido comparable al del 1789 o 1917 es impredecible. Veremos…

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia 4 de febrero de 2022


[1] Jean François Lyotard (1989) La condición postmoderna (Madrid: Cátedra): 63 ss.

[2] Sobre Gramsci y el tema de los intelectuales en el marxismo recomiendo a Manuel S. Almeida (2017) Dirigentes y dirigidos: para leer los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci (San Juan: Callejón): 143 ss.

[3] Zygmunt Bauman (2006) En busca de la política (México: FCE):  137, 135.

[4] Ibid. 138

[5] Enzo Traverso (2013) ¿Qué fue de los intelectuales? (Buenos Aires: Siglo veintiuno editores): 44-45

[6] Erich Fromm (1975) Marx y su concepto del hombre (México: Fondo de Cultura Económica): 76-79.

[7] Sobre el asunto véase Henri Lefebvre (1961) Introducción al Marxismo (Buenos Aires: Eudeba):  37-39; y Mario R. Cancel-Sepúlveda, comentario (2018) “Documento y comentario: Henri Lefebvre (1961) “¿Qué es el comunismo?” en Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2018/01/28/documento-y-comentario-henri-lefebvre-1961-que-es-el-comunismo/

[8] Enzo Traverso (2019) Melancolía de izquierda (Barcelona: Galaxia Gutemberg): 96.

[9] Enzo Traverso (2014) ¿Qué fue con los intelectuales? Ibid.

[10] Recomiendo la primera parte del volumen de Zygmunt Bauman (1998) Trabajo, consumismo y nuevos pobres (Barcelona: Gedisa): 17 ss.

[11] Véase el capítulo 2 “Una sociedad de consumidores” en Zygmunt Bauman (2009) Vida de consumo (México: FCE): 77 ss.

[12] E. Traverso (2014) Op. Cit.: 108.

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

La historiografía profesional y académica occidental del siglo 20 estuvo marcada, entre otras cosas,  por el intenso interés en esclarecer la condición humana en el tiempo y el espacio a la luz de sus condicionamientos sociales y culturales. A lo largo del tiempo las fronteras entre lo social y lo cultural se hicieron cada vez más tenues. El nuevo orden cultural y económico mundial, forjadas en el crisol de las crisis de toda índole iniciadas durante las décadas de 1960 y 1970, marcaron la experiencia que el historiador cultural inglés Peter Burke (1937- ) identificó con las metáforas de la Historiografía Nueva, el Giro Social y el Giro Cultural. ¿Qué pasa en la historiografía a la altura de la segunda década del siglo 21?

Un viejo/nuevo debate

En 2019 Eric Alterman (1960- ), profesor en Brooklyn College en City University of New York interesado en la historia de los medios de comunicación masiva publicó en The New Yorker-News Desk el artículo “The Decline of Historical Thinking”. El autor citaba una investigación de Benjamin M. Schmidt, profesor de historia en Northeastern University y especialista en humanidades digitales e historia intelectual en Estados Unidos durante los siglos 19 y 20. El estudio demostraba que entre 2010 y 2019 el interés por estudiar historia en la universidades convencionales o no elite en Estados Unidos, había decaído en un 33 % en casi todos los grupos étnicos, raciales y de género. El porcentaje era superior al de cualquier otro campo de estudio.

De acuerdo con el autor una de las razones para la decadencia del interés en los estudios históricos tenía que ver con que buena parte de los departamentos de historia se concentraban en la formación de maestros y en el hecho innegable de que las carreras en educación eran cada vez “less attractive to students” por las malas condiciones laborales que prometían, situación que incluía inseguridad laboral y bajos salarios. El desinterés en inscribirse en programas de historia fue compensado con un ascenso en la matrícula a los programas STEM, iniciales en inglés de los campos de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y matemática, pero también incluyó los programas de enfermería, computación y biología. Un dato interesante era que el fenómeno no se había reproducido en universidades tales como Yale, Brown, Princeton y Columbia, centros de estudio de la elite. De hecho, las “estrellas” de la disciplina estaban en esas instituciones y un título de cualquiera de ellas seguía abriendo puertas a sus egresados en cualquier lugar del mundo. El problema no parece reducirse a una cuestión laboral solamente.

Historias / Narraciones

¿El fin de la narrativa?

Alex Rosenberg (1946- ), filósofo y novelista interesado en la filosofía de la biología y de la economía, ha elaborado una de las críticas más agresivas y punzantes al Giro Cultural, el Giro Narrativo y el Giro Lingüístico. La misma puede consultarse en el texto titulado  “Why most narrative history is wrong”,  fragmento del libro How History Gets Things Wrong: The Neuroscience of Our Addiction to Stories,publicado en 2018 por The MIT Press. La propensión a la estetización y literaturización de la historiografía, práctica que se ha considerado como uno de los rasgos distintivos de aquellas tendencias hermenéuticas, fue objeto de su impugnación.

Rosenberg se definía como un “naturalista” y estaba comprometido con una forma de pensamiento que él identificaba con el nombre de scientism, concepto que ha sido traducido lo mismo como “cientismo” que como “cientificismo” en castellano. El rasgo dominante de aquel procedimiento era la sobrevaloración de los principios científicos y el respeto exagerado al saber basado en la experiencia, un debate punzante a lo largo de toda la historia no solo de las ciencias sino también de la filosofía, el cual también penetró las ciencias sociales y la historiografía.

El cientismo, como se le denominará de aquí en adelante, afirma que las respuestas a las preguntas tanto sobre la vida material como la vida espiritual, pueden ser aclaradas por la investigación científica y sus métodos. Sus alegatos sugieren un retorno a los lugares comunes que se impusieron durante la Revolución Científica del siglo 17 las cuales, filtradas a través del pensamiento racionalista ilustrado del siglo 18, desembocaron en la cultura científica del siglo 19. La tesitura de la expresión, sin embargo, es otra. La ciencia en la cual se apoyaban los pensadores de los siglos 17 y 19 no era otra que la Física o mecánica clásica vinculada a Newton. En el siglo 21 el sostén de la confiabilidad en la ciencia que Rosenberg aduce gravita alrededor de la Neurociencia, un campo que investiga el funcionamiento del sistema nervioso y su papel en las acciones del ser humano en el tiempo y el espacio, de la mano del estudio biológico del cerebro y de su bioquímica, pero también de la psicología.

En cuanto a la Historia Cultural en todas sus manifestaciones, “Why most narrative history is wrong” sostiene que es incorrecto asumir que esclarecer la historia relato de un objeto de estudio equivalga a conocerlo de una manera verdadera. El autor ha desplazado la reflexión del lugar en el cual se encuentran los elementos descriptivos y ordenadores que produce una narración respecto a un asunto tal y como lo haría un historiador cultural. En su lugar, ha puesto toda la atención en el esclarecimiento de las estructuras materiales, biológicas en este caso tales como el sistema nervioso y el cerebro, es decir, en el sistema y el órgano que hacen posible que un ser humano recuerde y articule una narración concreta en torno a una eventualidad. En ese sentido, la explicación natural o biológica ocupa el lugar de la elucidación cultural o social y, en el proceso, reduce ésta a la condición de mero reflejo o traducción de una reacción bioquímica. El cientismo al que apela el autor puede considerarse como la respuesta mejor articulada al Vitalismo científico, sistema de pensamiento que sostenía que la vida no era reductible a interacciones físicas, biológicas y químicas.

La estructura argumentativa de Rosenberg se alimentaba de una serie de saberes tales como la Ciencia Cognitiva, es decir, el estudio de la mente y sus procesos incluyendo la memoria, el razonamiento, las emociones, la percepción y el lenguaje, entre otros. También apela a la Antropología Evolutiva que vincula una serie de elementos propios de la antropología física y de la biología para comprender el comportamiento biológico y sociocultural del ser humano a lo largo de su evolución. Además incorpora la Sicología Infantil que estudia la transformación de los niños desde una perspectiva social, entiéndase en términos de las relaciones con su entorno familiar, y una perspectiva biológica, entiéndase  a la luz de la observación de su desarrollo físico. Por último acude a la Medicina y la antes referida Neurociencia que se ocupan del organismo en general y del cerebro en particular.

Su esbozo tiende a descartar cualquier papel de la voluntad o la intencionalidad humana en la ejecución de sus actos sociales e históricos en la medida en que tiende a explicarlos como acciones reductibles a la biología y sus mecanismos. Todo acto humano no sería otra cosa que producto de factores, procesos y combinaciones biológicas discernibles. Pensar históricamente y producir historia a través de una combinación de textos articulados en un discurso, narrar o relatar, sería el resultado de una facultad genéticamente determinada. El planteamiento sugiere conexiones con lo que hoy se denomina posthumanismo, un concepto que circula desde la década de 1990 y que propone un sistema de pensamiento que busca superar la representación del ser humano elaborada sobre la base del humanismo revisándola de la mano de la ciencia y la tecnología, relación que habrá que evaluar con más detenimiento en otra ocasión.

En un sentido filosófico la mirada del cientismo pretende haber resuelto el problema del balance entre la libertad y la determinación en las acciones de la humanidad en el tiempo y el espacio. La oscilación entre la libertad y la determinación, sugerida como un problema sin solución, habría encontrado una respuesta definitiva: todo está determinado y la libertad es una ilusión. Rosenberg partía de la idea de que el relato o la narración con que se explicaba el pasado se manufacturan en el cerebro y que la forma en que aquel se organiza evoluciona con aquel órgano. El problema no es la historia relato o narrativa sino la propensión a considerar lo narrado como una explicación válida. ¿Por qué?

Para Rosenberg la narración o el relato producido distorsionan la realidad, condición que lo convierte en una fuente de ilusiones, concepto que en latín equivale a engaño y que además posee una vinculación con la idea del juego, la mofa o la burla. Esto significa que el planteamiento de Ricoeur (1990) de que la narración “es el medio primario de conocer el mundo” no tendría la más mínima validez para este autor. El problema es que entre ambas posturas, la narración histórica o el relato distorsiona la realidad versus la narración histórica permite conocer la realidad, no existe conciliación posible. Dado que la historia narrativa distorsiona y deforma la realidad, tampoco debería ser considerada una guía útil para la práctica: la idea de Cicerón de la historia como maestra de la vida también sería una befa.

El vicio central de las narraciones históricas no es otro que su carencia de valor científico. Ser científico no es otra cosa que la capacidad de generar un saber verdadero apelando a teorías, leyes, modelos, descubrimientos, observaciones o experimentos como lo practican las ciencias naturales. En el marco de esas condiciones, las narraciones en general y las históricas en particular, tienden a promover el malestar y, dado que difieren y se oponen en la evaluación de los eventos relatados, fomentan conflictos que nunca encontrarán solución.

Desde el punto de vista de Rosenberg, dos narraciones enfrentadas en torno a un mismo tema historiográfico nunca ayudarán a resolver los problemas que emanan del pasado sino que más bien los perpetuarán. El hecho de que las versiones nunca se pongan de acuerdo, situación que ha sido explicada a la luz de la individualidad y capacidad estética y creativa del emisor de la narración, convierte a las narraciones en general y a las históricas en particular, en instrumentos idóneos para usos demagógicos, útiles para justificar causas políticas ambiciosas sobre bases frágiles y para comprometer emocionalmente y no racionalmente a los receptores de aquellas. La elaborada crítica está dirigida a devaluar a la “incertidumbre” o el “pensamiento débil” que la cultura posmodernista veía como una ganancia e incluso como una condición u oportunidad para la libertad, proyectándolo como una pérdida. En términos generales, todo lo que el Giro Cultural consideró una virtud o un valor de la historiografía, ha sido redefinido como un vicio o una lacra por lo que en adelante se denominará el Giro Natural.

El discurso aludido tiene ciertas ramificaciones que valdría la pena auscultar. Rosenberg parece sugerir que, dadas las antes indicadas condiciones, no es necesario ni útil conocer el pasado en la forma en que hoy se le sabe: con conocer el presente sería suficiente. La afirmación recuerda el defecto que señalaba el vitalista Nietzsche al exceso de historia crítica con el resultante presentismo y su rechazo al pasado, en este caso, a su narración. Su lógica se apoya en la consideración, no del todo descarriada, de que conocer el pasado sobre la base de narraciones históricas de esa índole no es de mucha utilidad para conocer de modo verdadero el presente: sólo nos informan sobre las motivaciones de los narradores históricos, su subjetividad en última instancia, y ello no sirve de mucho para enfrentar el presente.

¿Otro fin para otra historia?

Lo que está sobre la mesa es si todo esto significa que la historiografía profesional y académica tal y como se le conoce deba ser descartada. Aunque algunos observadores podrían arribar a esa conclusión y el interés por los estudios históricos universitarios en Estados Unidos parece irse reduciendo según algunas fuentes, Rosenberg no lo ve de ese modo. El autor parte de la premisa de que la historiografía profesional y académica no se reduce a la narración. Lo que valora de ella recuerda la mirada del Positivismo Crítico del siglo 19: la precisión cronológica y su capacidad para fijar el pormenor. De inmediato salta a la vista que lo que celebra Rosenberg es lo mismo que el Vitalismo filosófico, el Giro Social y la Historiografía Nueva señalaron como un defecto de la historiografía tradicional desde fines del siglo 19 y principios del 20.

Los elementos señalados y celebrados como un logro, los datos, son las unidades básicas de una narración y, en consecuencia, pueden ser evaluados como objetivos o concretos en el sentido científico. La reconocida objetividad de los datos, sin embargo, se invalida cuando se organizan en una narración o un relato histórico siempre propenso a la subjetividad. En general, las virtudes de la historiografía profesional y académica radican según Rosenberg en el hecho de que aquella recurre poco a la narrativa y el relato, aspecto en el cual reconoce la influencia o el impacto recibido del saber científico natural y social y de las ciencias de la conducta en ese campo disciplinar.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 19 de junio de 2021.

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

Unos apuntes en torno a la Microhistoria, la Historia Local y su relación con el Giro Cultural, Lingüístico y Narrativo en el preámbulo del debate posmoderno.