• Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

El concepto Ilustración proviene del latín illustrare el cual significa iluminar, sacar a la luz. Esta a su vez surge del concepto indoeuropeo leuk que significa luz o esplendor. Ilustración e Iluminismo son, desde hace siglos, conceptos del lenguaje cotidiano del historiador. Etimología aparte, Ilustración sugiere una forma particular de interpretar y aclarar un problema cualquiera. Lo cierto es que, desde la perspectiva de la Historiografía, la Ilustración está asociada a un movimiento cultural de fuerte contenido filosófico característico del siglo 18 y vinculado al Reino de Francia en el periodo pre-revolucionario que inicia en 1789. El concepto se aplica por extensión a la producción cultural de otros pueblos de Europa y América en aquel momento histórico.

Lema de la Revolución de 1789

Lema de la Revolución de 1789

Desde una perspectiva muy general, la Ilustración se distingue por dos tendencias comprensibles si se la mira a la luz de la cultura que la antecede y la sucede. Por una parte, destaca su capacidad para cuestionar los valores de la era del Barroco, en particular las interpretaciones del  Neoprovidencialismo Cristiano y la Teoría del Origen Divino del Poder que el primero legitimaba. En consecuencia, la Ilustración puso en entredicho el Absolutismo Monárquico y el Orden Estamental en el cual se apoyaba aquel sistema autoritario. Cuestionando ambas prácticas y sus discursos, minaba un conjunto de valores que ya se identificaban despreciativamente como “medievales” en nombre del presente y la modernidad. El anticlericalismo de la Ilustración es proverbial: la tensión entre la Razón y la Fe como fundamentos del conocimiento aumentó en aquel periodo histórico.

Por otra parte, la Ilustración continúa la reflexión Humanista de tendencias seculares que dominó en un conjunto de intelectuales asociados al momento del Renacimiento y el Humanismo. La Ilustración adelanta lo valores de la Modernidad en la medida en que sus intelectuales se apoyaron en explicaciones iusnaturalistas y en el empirismo para resolver problemas filosóficos de una manera alternativa a las respuestas que ofrecía el Neoprovidencialismo y la Teología. Las explicaciones “científicas” ganaron legitimidad con ello. El iusnaturalismo y el empirismo fueron la base para la elaboración de una teoría del origen social del estado, que se apoyaba en un  fuerte contenido biológico la cual reflexionó sobre el Estado Naturaleza o la vida antes del nacimiento del Estado, la competencia y la propiedad y su papel en la evolución humana, entre otros asuntos propios de la Ciencia Sociales modernas. La Ilustración, en síntesis, profundizó las conclusiones a las que habían llegado algunos Humanistas del renacimiento, en la medida en que confirmó el papel activo del ser humano en la vida social y en la historia, a la vez que afirmó que la historia era comprensible mediante la Razón. La Historiografía Moderna, entendida como el estudio de la situación de los hombres y mujeres en el tiempo, sólo es posible después de la Ilustración. Las bases filosóficas más importantes de la Ilustración son  el principio de la Razón y la creencia en el Progreso. La vinculación entra la una y la otra es inevitable: el Progreso humano se considera producto de la aplicación de la Razón en la vida social.

El concepto Ilustración sugiere una época, el siglo 18, y un lugar concreto, el Reino de Francia. Desde la perspectiva de la historia política, el periodo que va de 1701 a 1789 está marcado por tres conflictos bélicos mayores: la Guerra de Sucesión Española (1701), la Guerra de 7 Años (1756) y la Revolución Francesa (1789). La relevancia de ellas para el pensamiento Ilustrado es que todas involucraron y conmocionaron al Reino de Francia planteándole retos inusitados a la   Monarquía Francesa. Tras la Guerra de Sucesión Española, la Dinastía Borbónica penetró el Reino de España y desplazó la de los Augsburgo. La nueva situación le dio a Francia un aliado ante los intereses británicos y estimuló un cambio en la cultura política administrativa del reino hispano que marcó su relación con América. Lo cierto es que, de allí en adelante, las relaciones entre Francia y España, fuesen de alianza o de confrontación, fueron determinantes en la historia política de Europa hasta el siglo 19.

Después de la Guerra de 7 Años la balanza internacional de poder en América cambió. La presencia comercial inglesa se afianzó. La clave fue el tráfico de esclavos y mercaderías de todo tipo. Por otro lado, como resultado del conflicto, el Reino de  Francia perdió sus colonias en Canadá (Quebec) ante el Reino Unido de Inglaterra, entonces Gran Bretaña, poder que fue  reconocido como una superpotencia que superaba tanto al Reino de España y al de Francia.

Lucha_clasesEl conflicto de 1789 fue devastador para  la Monarquía Absoluta y el Régimen Estamental dominante. La Toma de la Bastilla fue el hecho más simbólico de un proceso que no terminaría hasta 1815. Aquellos eventos han sido interpretados por los historiadores como una marca de la Era Moderna, etapa que para algunos tan solo cierra en 1989 con la Caída del Socialismo Real

En historiografía política, el 1789 inicia la fase Contemporánea de la Historia Moderna y el 1989, con la liquidación del tema de la Revolución, comienza la Postmodernidad.

La Revolución Francesa de 1789 dramatizó, más que ninguna otra, el dualismo entre el pasado y el presente. Los que defendían el pasado y apelaban a la tradición fueron condenados. Eran reaccionarios,  iban contra la corriente y se oponían al Progreso. Los que apoyaban el presente,  aplaudían el cambio y viajaban a favor de la corriente fueron celebrados. Eran progresistas, iban a favor de la corriente y favorecían el Progreso. El culto al Progreso como sinónimo de Historia es producto de la reflexión y la práctica política de la Ilustración.

La lógica de la Ilustración era que consideraba el Progreso como un hecho objetivo y medible. No sólo eso: el Progreso estaba ajustado a la Razón por lo que no podía ser éticamente malo. Su expresión material más acabada era la Revolución Industrial, el desarrollo de la ciencia y la técnica durante el siglo. Todos eran rasgos vinculados al Capitalismo Moderno que confirmaban la crisis de los valores tradicionales: la fe, la religión, el origen divino del poder, el absolutismo. Desde 1789, la Revolución misma fue también un signo al cual se apelaba constantemente. Dominada por la Razón, favorecedora del Progreso, la Revolución fue el sueño más persistente de la Modernidad y la expresión más prístina del Progreso. Su imagen se confundía con la del utopismo que caracterizó las reflexiones del momento del renacimiento y el Barroco desde Moro hasta Bacon.

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  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Uno de los componentes fundamentales de la percepción occidental de la historia es la tradición judía o hebrea. De hecho, numerosos especialistas reconocen en esa tradición interpretativa la fuente última de las filosofías especulativas  de la historia. Los historiadores están de acuerdo en que el pueblo judío aparece en la historia hacia el 2000 AC. Se trata de una comunidad vinculada a los amorreos. Los amorreos o amarru,  eran  tribus nómadas belicosas, de origen semita que llegaron a convertirse en una amenaza para Mesopotamia e incluso tomaron la ciudad de Babilonia en varias ocasiones.

Hacia el 1260 AC, según la tradición, los judíos o hebreos se encontraban en Egipto como un pueblo libre. Es importante recalcar que Moisés, la figura más significativa de las tribus, es un nombre de origen egipcio. Por aquel entonces, el Canaán se convirtió en su centro vital de mayor relevancia. Hacia el 1050 AC eran una monarquía encabezada por el shofet o juez Samuel. No cabe duda de que el pensamiento hebreo o judío ancestral, fue influenciado por las tradiciones de las culturas con las que convivieron: los egipcios y los mesopotámicos. En gran medida, su tradición mítica fue una re-escritura o una reinvención de la de aquellos pueblos.

Los textos  sagrados de los judíos incluyen, según los historiadores Mircea Eliade y Joan Couliano, tres conjuntos precisos. Primero, se encuentra la Torah o el Pentateuco,  libros que dejan al lector  una versión confusa de dios, quien en ciertas ocasiones se identifica con el nombre YHWH como una figura singular; y en otras se proyecta como una figura  plural cuando aparece ligado al nombre ELOHIM. Todo parece indicar que la tradición Yahvista, que corresponde al 900 AC, es más antigua que la Elohista, que algunos trazan hacía el 700 AC. El debate sobre la dialéctica entre el monoteísmo Yahvista y el politeísmo Elohista en el judaísmo antiguo sigue, sin embargo, abierto.

El segundo conjunto es el que se conoce como los Nebi’im o los  Profetas. Estas voces se agrupan acorde con un orden temporal en los “anteriores”,  que incluyen los sucesores de Moisés; y los “posteriores”, que incluyen a los oráculos y las visiones, y los doce intérpretes menores. El tercer conjunto son los Ketubim o escritos, de peculiar relevancia para la interpretación de la escritura historiográfica  judía. En este amplio y diverso grupo se incluyen una serie de himnos, escritos de diversas épocas y las Crónicas, entre otros.

La literatura judía tradicional puede consultarse en otras colecciones que de inmediato señalo. La Misná, que es un archivo de contenido legal terminado más o menos hacia el  200 DC. Y, claro está, el Talmud de Jerusalén que es el más antiguo y  abreviado correspondiente al  400 DC, y el Talmud de Babilonia que se terminó más o menos hacia el 500 DC. Para los propósitos de esta reflexión historiográfica, la parte que me interesa es la primera: los textos sagrados judíos.

Los textos sagrados judíos y la historiografía occidental

El impacto de estos textos sagrados  judíos en la historiografía y en en la filosofía especulativa de la historia en occidente se ha asegurado a través de la Biblia. La Septuaginta, versión helénica  que corresponde al 150 AC,  contenía además de los libros que hoy la componen, otros materiales considerado luego apócrifos y, por lo tanto,  inaceptables para el canon y purgados. La Septuaginta era un Antiguo Testamento más rico que el que se conoce hoy. Lo más interesante, sin embargo, es el hecho de que occidente recibió la tradición judía a través del filtro helénico, asunto ampliamente comentado en varios ensayos por el historiador italiano Arnaldo Momigliano en un conocido volumen sobre historiografía antigua y medieval.

Una de las fuentes interpretativas más influyentes en la especulación historiográfica y la filosofía especulativa de la historia en occidente fue, sin lugar a dudas, el Génesis o Bereshit, un texto que se puede ubicar históricamente hacia el 900 AC. Para la filosofía especulativa de la historia dominante en occidente hasta la Ilustración resultó paradigmático. El primer elemento notable es el hecho de que el texto explica el origen de todo como producto de la divinidad. La condición de ese Dios, sin embargo, es distinta a la que se adjudica a las deidades egipcias o mesopotámicas y, en gran medida, toma distancia de ellas de una manera intencional. Dios aparece ocasionalmente como una fuerza singular, solitaria y todopoderosa que se instituye en causa última de todo: YHWH. Esa condición contrasta con el carácter plural y la autonomía relativa de las deidades mesopotámicas y egipcias. El Dios de los judíos, es uno: la pluralidad de ELHOIM a la que aludí antes, ya no está manifiesta en Génesis I.

La Creación de Adán

El contraste entre el monoteísmo y el politeísmo no es lo único que llama la atención.  Los rasgos que distinguen al Dios de los judíos en el 900 AC, lo transforman en un signo peculiar: Dios es un ser eterno, siempre estuvo allí,  como el caos líquido original en las mitologías mesopotámicas precedentes. Su condición de uno y creador, lo hace responsable de todo lo creado por lo que su relación con la humanidad, cuando la crea (Gen. I, 26), es la de padre y protector. La lógica es que como padre y protector, exigirá sumisión total a su voluntad, rasgo que lo instituye en estructura del acontecer.

El escenario de la creación es interesante. Dios, sea Yahvé o Jehová flota sobre el éter, espacio que aparece como un mar profundo rodeado de oscuridad. El texto poético sugiere que él mismo representa la luz y, en consecuencia, eso es lo primero que crea. En Gen. I,2 dice: “…el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”, y en Gen. I, 3: “Dios dijo: “¡Que haya luz!”. El gesto, labor o mecanismo de la creación es la palabra. El poder de la palabra como en el caso de Ptah,  y la presencia del líquido original como en el mito mesopotámico de Apsu Ti’Amat, se expresan con diafanidad. Lo que presencia el lector es una retórica nueva que juega con elementos comunes heredados de míticas diversas.

El acto de la creación es crucial. La palabra genera, nombrándolos, los cuatro elementos básicos: aire, agua, tierra, luego fuego. Se trata de la creación del espacio, de la naturaleza. A la invención sigue la observación, la evaluación y la conclusión: una vez este Dios  se convence de que todo está bien, lo perpetúa. El proceso es el mismo que utilizaría un constructor o un alquimista. La polisemia de este Dios que inventa con la palabra es enorme. Los Francmasones lo llamaron el Gran Arquitecto del Universo, celebrando su obra. Los Providencialistas de todos los tiempos lo apropiaron bajo el código Deus ex Machina, como un gran sistema que todo lo controla. En lenguaje historiográfico y de la filosofía especulativa de la historia, se trata de una estructura ordenada y ordenadora que siempre ha estado allí.

Del mito poético a la especulación filosófica

En la práctica, con la palabra Dios origina el espacio y presumiblemente, el tiempo. Los debates respecto a este asunto no son importantes ahora pero han sido muchos. ¿De una materia prima? No se sabe ¿De la nada? La metáfora de la creación y la teoría de la gran explosión o big bang son igualmente poéticas. Lo más relevante es que al insertar al ser humano, se sientan las bases de la vida histórica y social. Pero Adán y Eva se encuentran en un locus o lugar fijo -el Jardín del Edén- anterior a la historia y la sociedad tal y como la conocemos. Es como si estuviesen en otra dimensión de tiempo, el tiempo de Dios, el tiempo sagrado.

El Jardín del Edén es la naturaleza misma. En aquel lugar los seres humanos se encuentran en un Estado Natural cercano a la perfección. Si uso el lenguaje de los Iusnaturalistas modernos, allí no ha aparecido la necesidad y, por lo tanto, tampoco el trabajo ni la propiedad. Lo que describe Gen. II, 9 es una comunidad de recolectores con una cultura material simple o un tipo de propiedad tribal, como la denominaba Karl Marx, en la cual todo pertenecía a Dios, su creador.

La desobediencia, el pecado y el castigo de Dios, cambian la situación. Se trata de una paradoja extrema: de inmortales a mortales, de residentes a expulsados del jardín, aquellos actos de desobediencia los ponen en conocimiento de la necesidad y los conducen al trabajo, peculiar forma del castigo divino. Eva recibirá el castigo mayor: conocerá el dolor de parir  y la mordida de la serpiente. Con esa ruptura comienza propiamente hablando la historia de la humanidad y se lanza el tiempo profano, el del mundo, el histórico. Como en el poema de Hesíodo, la degradación y la decadencia, se imponen a la perfección y casi derivan de ella. La «caída» es una reducción y una pérdida: el relato implica que la humanidad se mueve de lo alto a lo bajo.

Un problema interpretativo es el papel subversivo de la curiosidad de Eva. Es ella quien viola una prohibición respecto al Árbol del Conocimiento, pero  Dios hace responsable a Adán de ello. La serpiente es un intermediario necesario,  como Judas luego en el caso de Jesús. El episodio traduce una pauta social perdurable: el patriarcalismo de aquella cultura. Las lecciones especulativas que ofrece el texto son varias y perdurables.

La primera, Dios es el motor o, como dice André Neher (1914-1988) intelectual judío, la “inteligencia de la historia” por lo que la estructura y la mueve en una dirección u otra. La segunda es que la historia tiene un inicio -un origen-;  y una meta -fin último preestablecido-. Desde la Narratología  se diría que la historia es un relato clausurado. Desde la Teoría de las Religiones, diría que la historia es apocalíptica o escatológica. El carácter apocalíptico tiene que ver con su fatalismo o con la inevitabilidad del fin. El carácter escatológico convierte en una prioridad la discusión de los últimos días por llegar  con el fin de prepararse para ellos, actitud que legitima el desprecio a la vida mundana como tal.

La tercera, es que la historia en un proceso que está informado de sentido y orden. El proyecto que ella representa es la salvación de la humanidad. Pero la salvación se reduce a una salida de la historia por medio de un retorno al Estado Natural perdido con la «caída». Lo que se encuentra en el Fin de la Historia es la posibilidad de una reintegración a la divinidad etérea después de la muerte física y un retrorno de lo bajo hacia lo alto.

Y cuarto, en la historia las cosas ocurren necesariamente, como ha dicho Karl Löwith (1897-1973) en su obra clásica El sentido de la historia (1954). Todo acontecimiento es causado por algo superior a él por lo que nada es azaroso o casual. Y todo acontecimiento tiene una razón de ser acorde con la meta del Fin de la Historia. La causalidad y el determinismo se imponen, como luego en la Ilustración y en el siglo de la Ciencia. Esto significa que en la historia todo sucede con la mira puesta en un fin o meta que apenas se conoce. El pensamiento judío, alega Löwith,  introduce con ello una vaga noción de Progreso, pero como la meta es la salida de la historia, desmerece la vida secular y profana.

La teoría especulativa de la historia que se produce es por demás relevante y la sintetizo en la siguiente lista:

  1. La historia comienza con una separación de lo divino y lo humano
  2. La tentación de saber, la curiosidad de Eva, el pecado de la desobediencia, la concupiscencia, producen la Caída
  3. Esa Caída introduce a los humanos en la historia: se entra a ella mediante la expulsión, estar en la historia es un castigo complejo
  4. La historia equiparada a la vida fuera del Edén, es una prueba de dios a la potencialidad del ser humano
  5. El ser humano tiene que dejar de ser humano -morir- para recuperarse
  6. El fin conduce a la reconciliación y a la salvación
  7. El progreso es un retorno del descarrío a la reconciliación: es una historia circular de superación
  8. La ruta no es limpia -tiene regresiones- pero la promesa se cumple

La Teoría del Progreso desarrollada durante los siglos 18 y 19, no difiere mucho de ello. Las conexiones entre el judaísmo y las versiones especulativas modernas, me parece obvia.

  • Mario R. Cancel
  • Historiador y escritor

El fenómeno ideológico del espiritismo, llena buena parte de la segunda mitad del siglo 19 europeo-americano. En cierto modo, en la medida en que este movimiento afirmaba su carácter científico como una característica, sentaba las pautas de la imagen que quería se tuviese de sí mismo.  Trataba en efecto de emparentarse con la rica tradición científico-racionalista que desde el siglo 17 se afirmaba en la mentalidad europea. Se trataba de una voluntad contradictoria pero no del todo incapaz de establecer un puente de comunicación. El planteamiento metodológico cartesiano y el baconiano, con sus combinaciones deductivas e inductivas, se había ido imponiendo en la tradición occidental.

Era, por otro lado, una manera de validar sus conclusiones en un siglo 19 que convirtió a la ciencia natural y sus métodos en el modelo explicativo por excelencia. Ese, valga decirlo, no fue rasgo privativo del movimiento espiritista. En la historia y en las disciplinas sociales se dio un fenómeno paralelo. El historicismo, el materialismo histórico y el positivismo comtiano, fueron una clara manifestación de la misma ansiedad o manía cientifista.

El espiritismo heredó de hecho los principios doctrinales de una ciencia (la natural) para la cual experimento y demostración eran claves. Por eso las mesas (el taller), fueron siempre el brazo fuerte de una teoría compleja que no dejaba de mostrar una pluralidad en donde las tradiciones judeo-cristianas y las puramente orientales (el eterno dilema de la reencarnación y su interpretación como modelo del retorno, por ejemplo), tuvieron que aprender a convivir.

Allan Kardec

El impacto de ello en el lenguaje de los espiritistas de finales del siglo XX puertorriqueños es evidente: Manuel Corchado y Juarbe, un neoclásico, veía en el espiritismo una disciplina con potencial académico que debía enseñarse en las universidades. El compromiso de Rosendo Matienzo Cintrón con demostrar la realidad del fenómeno espírita en la prensa escrita mediante pruebas irrefutables y razonables, más que una mera reacción a los ataques de la ortodoxia católica, representa  la búsqueda de un método  expositivo a la altura de la confiabilidad de la ciencia natural misma.

Por otra vía, el espiritismo se puede vincular con la llamada tradición ilustrada del siglo 18 y su voluntad de abrirse a planteamientos polémicos y espacios nuevos. El mismo culto a la ciencia y, en consecuencia, la traducción de la idea del progreso al mundo de lo puramente espiritual, puede ser interpretado como un original intento de síntesis que tampoco fue exclusivo de los espiritistas decimonónicos. Razón, ciencia y progreso, los grandes hitos de la modernidad, están en la base del desarrollo del planteamiento espírita, hecho que lo convierte en un fenómeno pertinente hoy, al filo del límite de la modernidad.

Lo que sucede es que esta vertiente progresista del espiritismo puede evaluarse de diversos modos. La imagen de un espíritu que progresa tras la caída hacia una probable salvación, había estado presente en la tradición judeo-cristiana desde tiempos inmemoriales y se había hecho parte de la ideología de occidente a través de los rabinos, los místicos y los teóricos del providencialismo, entre otros. Si, como aseveran múltiples historiadores de las ideas, la noción de progreso secular es hija de aquella noción de progreso sagrada, el investigador se encuentra ante un círculo ideológicamente cerrado. Allan Kardec era un buen ejemplo de lo que llevo dicho. Formado a la manera de la ciencia del siglo 18, usa sus cimientos para cuestionar lo que la misma no pudo resolver.

Pero como todo movimiento complejo, el espiritismo no fue sólo una traducción de la mitología de la época ilustrada y de la razón. También fue la respuesta a un problema que acompañó al crecimiento desmedido del capitalismo avanzado en la segunda mitad del siglo 19 europeo y que provocó reacciones múltiples y ricas en aquel contexto social. Desde mediados del siglo 19, dos nociones se hacen cada vez más poderosas en el imaginario occidental.

Primero, la idea del abismo que se había desarrollado  en la sociedad industrial avanzada entre la cultura material y el yo afirmando la fragilidad del ser humano. Karl Marx había hablado de ello llamándolo alineación. A fines del siglo 19 y principios del 20 también lo propuso uno de los padres fundadores de la sociología, Georg Simmel, identificándolo con la mercantilización de todo. Segundo, sin duda profundamente vinculado a lo antes referido, se reafirma la concepción de que occidente se encontraba en un proceso de decadencia. Para Jacob Burckhardt y Friedrich Nietzsche durante la última parte del siglo 19, y para Oswald Spengler y Arnold Toynbee en el primer tercio del 20, esa era la respuesta al dilema existencial. Los dos problemas estaban, por lo demás, muy relacionados.

El espiritualismo en general y el espiritismo en particular fueron, a la larga, respuestas concretas al primer problema. La filosofía de la existencia como clave desde Soren Kierkegaard hasta el pluralismo de Martín Heidegger sirvió para atenuar, que no para resolver, lo segundo. Hay que recordar que cuando el espiritismo madura los cimientos del occidente socio-cultural están siendo cuestionados desde adentro de occidente. El siglo 20 verá su deslegitimación desde fuera.

Mesa espiritistaEl espiritismo proponía un encuentro del ser humano consigo mismo en un momento en que la esperanza escatológica llegaba a su clímax. El año 1806 había sido una de las claves de ello porque había marcado el fin de los últimos rezagos del mítico cuarto imperio en Europa. Ese año el nuevo césar había puesto fin al Sacro Imperio Romano Germánico. Para muchos iniciados, el fin estaba a la vuelta de la esquina. El retorno a la magia y a las explicaciones religiosas y hasta la misma idea de la decadencia, pueden ser interpretadas desde esta perspectiva.

Yo no creo que los fenómenos históricos como las ideologías, son necesarios o inevitables en el sentido filosófico de la palabra. Los mismos se pueden explicar en los contextos concretos en que surgen y la explicación se puede traducir en necesidad. El espiritismo fue una respuesta pertinente es decir, realista y significativa dentro de la época y el ámbito en el que se desarrolló. Respondió una multiplicidad de preguntas a los problemas que le atañían. También sirvió de base para plantearse el problema de una realidad opresiva desde una perspectiva renovadora.

Lo que sucede es que buena parte de los condicionamientos y circunstancias que permitieron la consolidación del ideario espiritista en el periodo decimonónico aún son válidos en el presente. El conflicto entre los valores y los modelos de vida occidentales  fue notable en el siglo 19, hizo crisis en el siglo 20 y esa tendencia no parece que vaya a cambiar entrado el siglo 21. Sólo pensando en ello, se puede  comprender la persistencia de un corpus ideológico de esta naturaleza a pesar de las agresiones del estatus quo.

La reacción ante el espiritismo científico fue la que se podía esperar de un occidente atrapado dentro de los ciclos de acción-reacción. En 1864, el papa Pío IX hizo pública la encíclica Quanta cura en donde condenaba la mayor parte de los proyectos que la democracia liberal burguesa del siglo 19 y 20 consideraría sus logros ideológicos y prácticos más notables. Ese mismo año, en el Syllabus, se reprobaban buena parte de las ideologías que la modernidad había hecho suyas, desde la democracia liberal hasta la tolerancia, desde el socialismo hasta la masonería. La iglesia católica no toleró posturas anticlericales y las sugerencias panteístas del espiritismo.

La comunidad científica tampoco dio mucha importancia a la invención espírita. La definición que aquella tenía de la ciencia, se ceñía a unas concepciones sumamente estrechas que no dejaban espacio a las posibilidades de conocimientos en otro ámbito que no fuere el material. A pesar de ello, el espiritismo se difundió pronto por buena parte de los países del occidente europeo y de América. La ciencia convencional, redujo su reacción ante la amenaza espiritista al silencio respecto a ese tipo particular de saber desde lo límites. Si el espiritismo aspiraba a legitimarse en el seno de la civilización moderna, tendría que convencer a la comunidad científica de que había fenómenos que no podían ser comprendidos mediante la aplicación de sus artefactos y sus instrumentos. Esa situación no se ha alterado en el presente.

En Hormigueros, P.R., a 13 de abril de 2001-6 de septiembre de 2010.

Nota: El documento que antecede es el prólogo del libro Espiritismo y cultura en Puerto Rico (Inédito, 2001).

  • John B. Bury (1861-1927)

Prólogo de La idea del Progreso

Se puede creer o no en la doctrina del progreso, pero en cualquier caso lo que indudablemente posee interés es analizar sus orígenes y evolución histórica, incluso si en última instancia resultase no ser más que un idolum saeculi, porque de hecho ha servido para dirigir e impulsar toda la civilización occidental. El progreso terrestre de la humanidad constituye, en efecto, la cuestión central a la cual se subordinan siempre todas las teorías y movimientos de carácter social. La frase «civilización y progreso» ha quedado estereotipada para indicar el juicio bueno o malo que atribuimos a. una determinada civilización según sea o no progresista. Los ideales de libertad y democracia, que poseen su propia, antigua e independiente validez, adquieren un nuevo rigor cuando se relacionan con el ideal del progreso. La conjunción de libertad y progreso» y de «democracia y progreso» surge así a cada momento; el socialismo, en las etapas iniciales de su moderno desarrollo, reclama igualmente de dicha relación. Es más, incluso las mismas corrientes o movimientos de carácter belicista, que niegan la posibilidad de todo proyecto de paz perpetua, lo que hacen es considerar la guerra como instrumento indispensable para el progreso. En nombre del progreso declaran hoy obrar los doctrinarios que han instaurado en Rusia el actual (1920) régimen de terror. Todo ello parece probar la indudable vigencia de una forma de pensar que atribuye escasas probabilidades de supervivencia a toda teoría o programa social y político incapaz de lograr m progreso.

John_B_Bury

John B. Bury

La Edad Media europea se guió con criterios muy diferentes. La idea de una vida ultraterrena era, en efecto, su punto central de referencia, en virtud del cual las cosas importantes de esta vida mundanal se movían siempre desde la perspectiva de la otra vida en el más allá. Cuando los sentimientos más profundos de los hombres reaccionaban más poderosa y establemente ante la idea de la salvación del alma que ante ninguna otra, era precisamente la armonía con esa idea la que permitía establecer el juicio sobre las posibilidades de pervivencia de las instituciones y teorías sociales. La vida monástica, por ejemplo, se desarrolló bajo su influencia, mientras que la libertad de conciencia carecía de su apoyatura. Con una nueva idea directriz, dicha situación cambió: la libertad religiosa creció así bajo la égida del progreso, mientras que la vida monástica no pudo invocar ninguna relación con él.

La esperanza de lograr una sociedad feliz en este mundo para las futuras generaciones —o bien de una sociedad a la que de modo relativo se puede calificar como feliz— ha venido a reemplazar, como centro de movilización social, a la esperanza de felicidad en otro mundo. La creencia en una inmortalidad personal tiene todavía amplia vigencia, pero ¿no podemos decir con toda honradez que dicha creencia ha dejado ya de constituir el eje de la vida colectiva, es decir, el criterio apto para el enjuiciamiento de los valores sociales? Mucha gente, por supuesto, no opina de esta manera, pero quizás un número aún mayor considera que de algo tan incierto como es esa creencia no cabe razonablemente hacer depender vidas y formas de pensar. Los que así piensan constituyen sin duda la mayoría, pero este pensamiento admite muchas gradaciones. Difícilmente nos equivocaríamos al afirmar que, por regla general, la creencia ultraterrena no rige la forma de pensar de quienes la admiten y que sus emociones reaccionan ante ella muy débilmente, que esa creencia es sentida como algo remoto e irreal y que su influencia directa sobre la conducta real es mucho menor que su influencia sobre los argumentos abstractos típicos de los tratados de moral.

Regido por la idea del progreso, el sistema ético del mundo occidental ha sido modificado en los tiempos modernos por un nuevo principio que aparece dotado de una importancia extraordinaria y que deriva precisamente de ella. Cuando Isócrates sintetiza su regla de vida en la fórmula «Haz a los demás…», probablemente no incluía entre los «demás» a los esclavos y a los bárbaros. Los estoicos y los cristianos extendieron después su aplicación a toda la humanidad viviente; pero es en los últimos años cuando este principio ha recibido su más vasta ampliación al incluir a las generaciones futuras, las generaciones de los que todavía no han nacido. Esta obligación hacia la posteridad aparece como corolario directo de la idea del progreso. En la reciente guerra europea (1914-1918) dicha idea, que significa la obligación moral de llevar a cabo sacrificios útiles para las generaciones futuras, fue invocada constantemente; al igual que en las Cruzadas (las más típicas guerras de nuestros antepasados medievales), también ahora la idea del futuro o destino de la humanidad ha arrastrado a los hombres a aceptar todo tipo de privaciones y miserias, incluso la muerte. (…)

Las críticas ocasionales sobre algunas formas particulares que ha adoptado la creencia en el Progreso o sobre algunos argumentos aducidos en su apoyo, no deben, por supuesto, entenderse como juicios sobre su validez general. Debo, no obstante, hacer aquí dos observaciones. Las dudas suscitadas hace alrededor de treinta años por Mr. Balfour en un escrito suyo aparecido en Glasgow no han sido, por lo que yo conozco, contestadas todavía. Es probable que muchos de los que hace seis años habrían considerado como semi-fantástica la idea de la repentina decadencia y muerte de nuestra civilización occidental, como resultado no de la acción de fuerzas cósmicas sino por la dinámica de su propio desarrollo, hoy se sientan mucho menos seguros de su opinión, a pesar del hecho de que los pueblos dirigentes del mundo hayan constituido una Liga o Sociedad de Naciones para la prevención de la guerra, medida ésta a la que muchos altos servidores del Progreso habían aspirado considerándola como un importante paso adelante en el camino de la Utopía.

La importancia de las aportaciones francesas al desarrollo de la idea del Progreso constituye una característica destacada de su historia. Francia que, al igual que la antigua Grecia, ha sido siempre buena engendradora de ideas, es la principal responsable de la evolución histórica del concepto de progreso. Si, por tanto, es al pensamiento francés al que constantemente se dirigirá nuestra atención, no se debe ni a una arbitraria preferencia por parte mía ni tampoco al olvido de lo aportado por otros países.

John B. Bury, La idea del progreso (1971) Madrid: Alianza Editorial, El libro de bolsillo, núm. 323. Págs. 9-12.

Comentario:

En este texto Bury plantea un severo cuestionamiento a la Teoría del Progreso –ídolo del siglo- según maduró durante la Ilustración y el siglo 19. Se queja de que conceptos como Libertad, Civilización, Democracia e incluso Socialismo, una vez asociados y subordinados al Progreso, se han ido convirtiendo en estereotipos y frases vacías. La situación ha llegado al extremo de que incluso la Guerra ha sido considerada un instrumento de Progreso. En Puerto Rico, tanto el Populismo como el Nacionalismo de la primera mitad del siglo 20 adoptaron una actitud similar. Con ello Bury establece una de las bases del pensamiento Postmoderno: la desconfianza en la Teoría del Progreso y, adjunto a ello, en la Racionalidad de la Historia.

El contraste entre la Edad Media –dominada por el Providencialismo-, y la Modernidad –dominada por el Progreso- le sirve para precisar las hondas diferencias entre aquellos dos mundos. La esperanza de una Sociedad Feliz, ha perdido su carácter Ultraterreno, a favor de la posibilidad de construir un Mundo feliz en la tierra. Recuerden que el siglo 19 fue también uno lleno de Utopías que, desde Graco Babeuf y pasando por Karl Marx, desembocaron en la experiencia soviética de Vladimir “Lenin” Ulianov.

La Teoría del Progreso impuso no solo una responsabilidad con el presente sino con el futuro. En cierto modo, hacía responsable a una generación con su descendencia. El abuso del argumento ético, según Bury, resulta más visible en la propaganda bélica de la Gran Guerra (1914-1918). El argumento es válido también para otros conflictos que él no vio: la Guerra Fría o la Guerra contra el Terrorismo, también convirtieron el Arte de Matar en un deber.

Bury sugiere, por último, que cuestionar la Teoría del Progreso ha abierto el campo a las Teorías de la Decadencia, tan en boga después de la Gran Guerra. Desde mi punto de vista, los choques entre Progresismo y Decadentismo han enriquecido la discusión y la especulación historiográfica en la medida en que, como las Utopías, su elaboración disuelve las fronteras entre la Realidad y la Ficción.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor