• Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Todo sugiere que, tras el fin de la Guerra Fría 1989 a 1991, la relación pasado / presente / futuro, tal y como se había imaginado a lo largo del siglo 20, perdió operabilidad. Los paradigmas interpretativos surgidos con timidez al cabo de la primera posguerra y consolidados tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) ya no eran funcionales. La certeza reconocida al bipolarismo, la imaginación progresista, espina dorsal de la mirada moderna, y la confianza en que un “mundo mejor” era posible que había sido puesta en entredicho desde la década de 1920, no correspondía con la realidad. El proyecto europeo occidental con respecto a la humanidad, síntesis de la discusión cultural desde el siglo 14, ya no era convincente. El humanismo en todas sus facetas era cosa del pasado.

El bipolarismo característico de la Guerra Fría poseía una genealogía. En términos geopolíticos, el conflicto civil al interior de Rusia que movilizó a los vencedores de la Gran Guerra en favor de los blancos contra los rojos entre 1917 y 1920 y preparó el camino para la fundación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922, había adelantado el fortalecimiento del dualismo maniqueo que dominó la era de la Guerra Fría desde 1947. Aquel era un discurso místico cargado de mesianismo y con un santoral preciso: la confrontación entre bien y el mal, definidos acorde con el lugar que se ocupase a la “derecha” o a la “izquierda” del espectro ideológico heredado de la revolución de 1789, inyectaba y sostenía la estructura de la historia y a los acólitos de cada bando. La confianza en la “inevitabilidad” de la imposición de uno sobre el otro era total como en una suerte de fe.

Aquel relato en torno al orden del mundo se había organizado alrededor de las necesidades concretas de Washington y Moscú, el primer y el segundo mundo en el lenguaje de los juegos del poder. Como era de esperarse, semejante representación invisibilizaba la diversidad del entonces llamado tercer mundo y los países no alineados con uno u otro polo de polo. Los tres mundos imaginados, una reinversión secular del trinitarismo cristiano, expresaban un esfuerzo de homogeneización que siempre fue incompleto. Las modulaciones del capitalismo, el socialismo y un largo etcétera, no podían ser resumidos en sistemas bipolares simples ni en el marco de comportamientos políticos, sociales y culturales estables y predecibles.

La represión de la diversidad que imponía la metáfora de un mundo bipolar estable había madurado desde la fase de la contención de la Guerra Fría y encubría un (des)orden y una diversidad internacional que poseía los rasgos de un trastorno de identidad disociativo. En cierto modo, la situación condujo a que los voceros de las personas jurídicas de la comunidad internacional, hicieran de la vacilación y el acomodo conveniente un arte a fin de asegurar la subsistencia de sus vacías versiones del capitalismo y el socialismo.

Después del periodo de 1989 y 1981, el bipolarismo dualista que caracterizó a la Guerra Fría , significado en la secular batalla entre este / oeste, socialismo / capitalismo, democracia / autoritarismo, totalitarismo- perdió su pertinencia. La explicación histórica que se ofrecía a partir de aquel marco se vació de contenido. Se hacía necesario fundar un nuevo lenguaje para la pos Guerra Fría, un concepto que pronto comenzó a disolverse en la nébula del olvido. Reinventar el presente en la pos Guerra Fría, sin embargo, requería no solo la reinvención del imaginario del orbe bipolar con argumentos frescos sino la revisión de todo el pasado que condujo a aquel callejón sin salida. Los historiadores profesionales y los educadores en historia tenían ante sí un reto extraordinario que tradujese la crisis consustancial al paso de una fase histórica a otra. Lo dicho sobre el socialismo real, el fascismo y el novotratismo, por ejemplo, tenía que ser revisitado tras las exequias de ambos fenómenos. Una nueva discursividad histórica era necesaria.

Tras la disgregación de la Unión Soviética en 1991, los entusiastas voceros del neoliberalismo emergente aseguraban que el reordenamiento global devolvería a la humanidad a un monismo elemental y transparente.  Reducido el enemigo socialista a una mueca, un nuevo capitalismo apoyado en la utopía tecnocientífica al servicio del capital, se impondría. El mito de la liberación humana por la ciencia y la tecnología poseía una poderosa carga mesiánica en la mentalidad capitalista. Los sabios positivos en alianza con los industriales, el sueño de la Ciencia positiva del siglo 19, se materializaría. No eran los únicos: la mentalidad socialista coincidía. Los dos hijos putativos de la doctrina del progreso no diferían en torno a ese punto neurálgico sino en cuanto a quién beneficiaría aquella: al capital o al trabajo.  

Eso sí, los componentes de la idea de la libertad en el neoliberalismo serían distintos a los liberalismos y los socialismos. Ya no se definiría aquel concepto a la luz de las relaciones de la comunidad con el estado sino con el mercado: el zoon politikon (animal cívico), abriría paso al zoon katanalotis (animal consumidor). Las nuevas condiciones para la definición de una identidad válida no emanarían de un acto de resistencia política sino de otro de sumisión al fetiche de la mercancía. Aquel ya no sería un terreno fértil para la impugnación sino más bien una invitación al acomodo en la vorágine de la situación dominante.

Para los enemigos del socialismo, el colapso de socialismo real y la emergencia del neoliberalismo significó el triunfo del capitalismo y los ideales del oeste. La libertad individual en el seno de la economía de mercado fue interpretada como “el fin (la meta o telos) de la historia”. Aquel era un fin loable forzoso, un escatón místico, que aseguraba el rescate de una condición considerada “natural”. El aura del zoon katanalotis penetraría a toda la humanidad y desembocaría en un sistema más justo en el cual todos tuviesen la oportunidad , aunque no la facultad concreta, de consumir para definir un yo débil pero funcional.

Naturalizada la libre competencia y el libre mercado, cualquier aspiración que oliera a asociacionismo o intervención estatal terminó por convertirse en una anomalía.  No era una actitud nueva. Las ideas de ese tipo, consideradas radicales desde antes de la revolución industrial, fueron tachadas una y otra vez como patologías o anormalidades a lo largo de los siglos 19 y 20. El desarrollo de la ciencia y la tecnología y su inserción en la economía de mercado explica también la apelación a ese peculiar lenguaje biomédico en el arte del insulto ideológico, otra de las marcas que dejó la neurótica cientificidad heredada del positivismo decimonónico.

A la altura del 2000 se reconocía que aquella esperanza de liberación por el neoliberalismo era ilusoria. La libertad del zoon katanalotis en el neoliberalismo era un mito: la desigualdad social se profundizaba y tomaba rostros nuevos por todas partes. Incluso los valores seculares propios de la modernidad retrocedían. El fundamentalismo religioso cristiano o islámico, una peculiar estrategia de consumir a Dios como mercancía y como artefacto político,  reverdeció. El fantasma del fascismo retornó en la forma de un neo o post fascismo, tal y como había ocurrido en el periodo entreguerras, los intensos años de la Gran Depresión y el capitalismo de guerra.

La derrota del segundo mundo por cuenta del primero tuvo una celebración corta y un costo extraordinario. Las novedades de la utopía tecnológica fueron atroces, los crímenes cibernéticos proliferaron y, sin nada que las frenara, las agresiones ambientales se produjeron por todas partes en nombre de un neoliberalismo dispuesto a mercantilizar la naturaleza . Además la competencia este / oeste no había desaparecido: Washington y Moscú seguían allí. Sólo había tomado una tesitura distinta a pesar de la comunidad de intereses capitalistas que se entronizó en los entornos de lo que antes había sido el primero y el segundo mundo.

Hay algo que no debe pasarse por alto: el neoliberalismo emergente tuvo dos caras. Es cierto que liquidó los restos del patético socialismo real, un sistema de cosas condenado a la luz de su fracaso económico y su autoritarismo más que por la carencia de nobleza moral de sus fines teóricos propios de una religión común. Pero también destruyó los restos del capitalismo liberal con rostro humano que se había consolidado a raíz de la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial cuando el capitalismo y el socialismo internacional unieron fuerzas para confrontar la amenaza común “totalitaria” que representaban el fascismo italiano,  el nazismo alemán y el imperialismo japonés. El capitalismo de guerra en Estados Unidos había requerido la solidaridad de sus gigantescos sectores productivos y profesionales a fin de sobrevivir a la catástrofe de la conflagración.

Y en Puerto Rico ¿qué?

En Puerto Rico el fin de la Guerra Fría y el brote del neoliberalismo emergente significó otra cosa. Implicó barrer los últimos rastros del ennoblecido Nuevo Trato, del populismo paternal edulcorado y del Estado Interventor.  De paso contribuyó a erosionar la hegemonía de sus administradores seculares: los populares y los penepés. Es posible que el fin del bipartidismo, eventualidad que tantos celebran como una posibilidad real desde el 2008 deba, a la larga, ser agradecido al capitalismo neoliberal salvaje que se impone día a día. Las antilogías del cambio del siglo 20 al 21 en Puerto Rico han sido numerosas y en general poco discutidas.

Por otro lado, si el siglo 20 había sido interpretado como el escenario de modernización y el progreso. El siglo 21 se preveía como el de la demolición de ambos mitos y sin la capacidad de escoger una alternativa a aquellos discursos.  Ni uno ni otro concepto significan lo mismo hoy: la devaluación del sentido de ambos estandartes ha sido profunda. La invención de un nuevo lenguaje para interpretar el presente y sus posibles futuros era y es imperiosa. La respuesta más visible a esta situación vacilante en el campo historiográfica ha consistido es desconfiar cada vez más de los códigos interpretativos que articularon el discurso historiográfico de la era de la Guerra Fría.

En un momento dado, en las décadas de 1970 y 1980, se pretendió dejar atrás el empaque político jurídico de la historiografía en favor del utillaje económico y social con excelentes resultados. Al cabo de la Guerra Fría, entre 1990 y 2000, la intención era reformular aquellos con los recursos de la historia cultural e inventar una versión alternativa a la historiografía  “tradicional” y la “nueva” que integrara y superara a ambas. Me parece que ello ha guiado lo mejor de la producción historiográfica reciente. Numerosos investigadores han decidido, en cierto modo, dejar de ocuparse de establecer “lo que realmente sucedió”, pasión común de “tradicionales” y “nuevos” empecinados en esclarecer la “verdad” como un objeto concreto, para ocuparse de la diversidad de formas de interpretar “lo que percibimos que sucedió”. Eso se llama genéricamente revisionismo. La reflexión sobre el lenguaje y la producción de los historiadores que han marcado ese esfuerzo se hace cada vez más urgente. Lo que parece frenarlo es esa concepción moderna aún persistente del historiador como un comentarista o intérprete diferenciado de otros géneros de “ escritores” porque produce “verdades”. La tradición y la modernidad pesan todavía.

La cultura histórica colectiva, aquella que ha sido socializada a través de la educación pública y privada preuniversitaria y universitaria, tenía y tiene ante sí ese gigantesco reto. La crisis por la que ambas atraviesan en este momento no debe reducirse solo a componentes institucionales, presupuestarios o demográficos. Todos saben hasta qué punto esos condicionamientos materiales se reflejan en el orden inmaterial o espiritual. La crisis que señalo también tiene que ver con la necesidad de cambiar la mirada y el lenguaje de modo que se pueda redefinir esa conexión entre presente y pasado que el fin de la Guerra Fría dejó inoperante. El presentismo, una forma más de mirar el propio ombligo, no sirve de mucho en este momento. Los tiempos de revisionismo continúan.