• Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Todo sugiere que, tras el fin de la Guerra Fría 1989 a 1991, la relación pasado / presente / futuro, tal y como se había imaginado a lo largo del siglo 20, perdió operabilidad. Los paradigmas interpretativos surgidos con timidez al cabo de la primera posguerra y consolidados tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) ya no eran funcionales. La certeza reconocida al bipolarismo, la imaginación progresista, espina dorsal de la mirada moderna, y la confianza en que un “mundo mejor” era posible que había sido puesta en entredicho desde la década de 1920, no correspondía con la realidad. El proyecto europeo occidental con respecto a la humanidad, síntesis de la discusión cultural desde el siglo 14, ya no era convincente. El humanismo en todas sus facetas era cosa del pasado.

El bipolarismo característico de la Guerra Fría poseía una genealogía. En términos geopolíticos, el conflicto civil al interior de Rusia que movilizó a los vencedores de la Gran Guerra en favor de los blancos contra los rojos entre 1917 y 1920 y preparó el camino para la fundación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922, había adelantado el fortalecimiento del dualismo maniqueo que dominó la era de la Guerra Fría desde 1947. Aquel era un discurso místico cargado de mesianismo y con un santoral preciso: la confrontación entre bien y el mal, definidos acorde con el lugar que se ocupase a la “derecha” o a la “izquierda” del espectro ideológico heredado de la revolución de 1789, inyectaba y sostenía la estructura de la historia y a los acólitos de cada bando. La confianza en la “inevitabilidad” de la imposición de uno sobre el otro era total como en una suerte de fe.

Aquel relato en torno al orden del mundo se había organizado alrededor de las necesidades concretas de Washington y Moscú, el primer y el segundo mundo en el lenguaje de los juegos del poder. Como era de esperarse, semejante representación invisibilizaba la diversidad del entonces llamado tercer mundo y los países no alineados con uno u otro polo de polo. Los tres mundos imaginados, una reinversión secular del trinitarismo cristiano, expresaban un esfuerzo de homogeneización que siempre fue incompleto. Las modulaciones del capitalismo, el socialismo y un largo etcétera, no podían ser resumidos en sistemas bipolares simples ni en el marco de comportamientos políticos, sociales y culturales estables y predecibles.

La represión de la diversidad que imponía la metáfora de un mundo bipolar estable había madurado desde la fase de la contención de la Guerra Fría y encubría un (des)orden y una diversidad internacional que poseía los rasgos de un trastorno de identidad disociativo. En cierto modo, la situación condujo a que los voceros de las personas jurídicas de la comunidad internacional, hicieran de la vacilación y el acomodo conveniente un arte a fin de asegurar la subsistencia de sus vacías versiones del capitalismo y el socialismo.

Después del periodo de 1989 y 1981, el bipolarismo dualista que caracterizó a la Guerra Fría , significado en la secular batalla entre este / oeste, socialismo / capitalismo, democracia / autoritarismo, totalitarismo- perdió su pertinencia. La explicación histórica que se ofrecía a partir de aquel marco se vació de contenido. Se hacía necesario fundar un nuevo lenguaje para la pos Guerra Fría, un concepto que pronto comenzó a disolverse en la nébula del olvido. Reinventar el presente en la pos Guerra Fría, sin embargo, requería no solo la reinvención del imaginario del orbe bipolar con argumentos frescos sino la revisión de todo el pasado que condujo a aquel callejón sin salida. Los historiadores profesionales y los educadores en historia tenían ante sí un reto extraordinario que tradujese la crisis consustancial al paso de una fase histórica a otra. Lo dicho sobre el socialismo real, el fascismo y el novotratismo, por ejemplo, tenía que ser revisitado tras las exequias de ambos fenómenos. Una nueva discursividad histórica era necesaria.

Tras la disgregación de la Unión Soviética en 1991, los entusiastas voceros del neoliberalismo emergente aseguraban que el reordenamiento global devolvería a la humanidad a un monismo elemental y transparente.  Reducido el enemigo socialista a una mueca, un nuevo capitalismo apoyado en la utopía tecnocientífica al servicio del capital, se impondría. El mito de la liberación humana por la ciencia y la tecnología poseía una poderosa carga mesiánica en la mentalidad capitalista. Los sabios positivos en alianza con los industriales, el sueño de la Ciencia positiva del siglo 19, se materializaría. No eran los únicos: la mentalidad socialista coincidía. Los dos hijos putativos de la doctrina del progreso no diferían en torno a ese punto neurálgico sino en cuanto a quién beneficiaría aquella: al capital o al trabajo.  

Eso sí, los componentes de la idea de la libertad en el neoliberalismo serían distintos a los liberalismos y los socialismos. Ya no se definiría aquel concepto a la luz de las relaciones de la comunidad con el estado sino con el mercado: el zoon politikon (animal cívico), abriría paso al zoon katanalotis (animal consumidor). Las nuevas condiciones para la definición de una identidad válida no emanarían de un acto de resistencia política sino de otro de sumisión al fetiche de la mercancía. Aquel ya no sería un terreno fértil para la impugnación sino más bien una invitación al acomodo en la vorágine de la situación dominante.

Para los enemigos del socialismo, el colapso de socialismo real y la emergencia del neoliberalismo significó el triunfo del capitalismo y los ideales del oeste. La libertad individual en el seno de la economía de mercado fue interpretada como “el fin (la meta o telos) de la historia”. Aquel era un fin loable forzoso, un escatón místico, que aseguraba el rescate de una condición considerada “natural”. El aura del zoon katanalotis penetraría a toda la humanidad y desembocaría en un sistema más justo en el cual todos tuviesen la oportunidad , aunque no la facultad concreta, de consumir para definir un yo débil pero funcional.

Naturalizada la libre competencia y el libre mercado, cualquier aspiración que oliera a asociacionismo o intervención estatal terminó por convertirse en una anomalía.  No era una actitud nueva. Las ideas de ese tipo, consideradas radicales desde antes de la revolución industrial, fueron tachadas una y otra vez como patologías o anormalidades a lo largo de los siglos 19 y 20. El desarrollo de la ciencia y la tecnología y su inserción en la economía de mercado explica también la apelación a ese peculiar lenguaje biomédico en el arte del insulto ideológico, otra de las marcas que dejó la neurótica cientificidad heredada del positivismo decimonónico.

A la altura del 2000 se reconocía que aquella esperanza de liberación por el neoliberalismo era ilusoria. La libertad del zoon katanalotis en el neoliberalismo era un mito: la desigualdad social se profundizaba y tomaba rostros nuevos por todas partes. Incluso los valores seculares propios de la modernidad retrocedían. El fundamentalismo religioso cristiano o islámico, una peculiar estrategia de consumir a Dios como mercancía y como artefacto político,  reverdeció. El fantasma del fascismo retornó en la forma de un neo o post fascismo, tal y como había ocurrido en el periodo entreguerras, los intensos años de la Gran Depresión y el capitalismo de guerra.

La derrota del segundo mundo por cuenta del primero tuvo una celebración corta y un costo extraordinario. Las novedades de la utopía tecnológica fueron atroces, los crímenes cibernéticos proliferaron y, sin nada que las frenara, las agresiones ambientales se produjeron por todas partes en nombre de un neoliberalismo dispuesto a mercantilizar la naturaleza . Además la competencia este / oeste no había desaparecido: Washington y Moscú seguían allí. Sólo había tomado una tesitura distinta a pesar de la comunidad de intereses capitalistas que se entronizó en los entornos de lo que antes había sido el primero y el segundo mundo.

Hay algo que no debe pasarse por alto: el neoliberalismo emergente tuvo dos caras. Es cierto que liquidó los restos del patético socialismo real, un sistema de cosas condenado a la luz de su fracaso económico y su autoritarismo más que por la carencia de nobleza moral de sus fines teóricos propios de una religión común. Pero también destruyó los restos del capitalismo liberal con rostro humano que se había consolidado a raíz de la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial cuando el capitalismo y el socialismo internacional unieron fuerzas para confrontar la amenaza común “totalitaria” que representaban el fascismo italiano,  el nazismo alemán y el imperialismo japonés. El capitalismo de guerra en Estados Unidos había requerido la solidaridad de sus gigantescos sectores productivos y profesionales a fin de sobrevivir a la catástrofe de la conflagración.

Y en Puerto Rico ¿qué?

En Puerto Rico el fin de la Guerra Fría y el brote del neoliberalismo emergente significó otra cosa. Implicó barrer los últimos rastros del ennoblecido Nuevo Trato, del populismo paternal edulcorado y del Estado Interventor.  De paso contribuyó a erosionar la hegemonía de sus administradores seculares: los populares y los penepés. Es posible que el fin del bipartidismo, eventualidad que tantos celebran como una posibilidad real desde el 2008 deba, a la larga, ser agradecido al capitalismo neoliberal salvaje que se impone día a día. Las antilogías del cambio del siglo 20 al 21 en Puerto Rico han sido numerosas y en general poco discutidas.

Por otro lado, si el siglo 20 había sido interpretado como el escenario de modernización y el progreso. El siglo 21 se preveía como el de la demolición de ambos mitos y sin la capacidad de escoger una alternativa a aquellos discursos.  Ni uno ni otro concepto significan lo mismo hoy: la devaluación del sentido de ambos estandartes ha sido profunda. La invención de un nuevo lenguaje para interpretar el presente y sus posibles futuros era y es imperiosa. La respuesta más visible a esta situación vacilante en el campo historiográfica ha consistido es desconfiar cada vez más de los códigos interpretativos que articularon el discurso historiográfico de la era de la Guerra Fría.

En un momento dado, en las décadas de 1970 y 1980, se pretendió dejar atrás el empaque político jurídico de la historiografía en favor del utillaje económico y social con excelentes resultados. Al cabo de la Guerra Fría, entre 1990 y 2000, la intención era reformular aquellos con los recursos de la historia cultural e inventar una versión alternativa a la historiografía  “tradicional” y la “nueva” que integrara y superara a ambas. Me parece que ello ha guiado lo mejor de la producción historiográfica reciente. Numerosos investigadores han decidido, en cierto modo, dejar de ocuparse de establecer “lo que realmente sucedió”, pasión común de “tradicionales” y “nuevos” empecinados en esclarecer la “verdad” como un objeto concreto, para ocuparse de la diversidad de formas de interpretar “lo que percibimos que sucedió”. Eso se llama genéricamente revisionismo. La reflexión sobre el lenguaje y la producción de los historiadores que han marcado ese esfuerzo se hace cada vez más urgente. Lo que parece frenarlo es esa concepción moderna aún persistente del historiador como un comentarista o intérprete diferenciado de otros géneros de “ escritores” porque produce “verdades”. La tradición y la modernidad pesan todavía.

La cultura histórica colectiva, aquella que ha sido socializada a través de la educación pública y privada preuniversitaria y universitaria, tenía y tiene ante sí ese gigantesco reto. La crisis por la que ambas atraviesan en este momento no debe reducirse solo a componentes institucionales, presupuestarios o demográficos. Todos saben hasta qué punto esos condicionamientos materiales se reflejan en el orden inmaterial o espiritual. La crisis que señalo también tiene que ver con la necesidad de cambiar la mirada y el lenguaje de modo que se pueda redefinir esa conexión entre presente y pasado que el fin de la Guerra Fría dejó inoperante. El presentismo, una forma más de mirar el propio ombligo, no sirve de mucho en este momento. Los tiempos de revisionismo continúan.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador
Nota de lectura a Umberto Eco (2007) ¿De qué sirve el profesor? en La Nación 21 de mayo

El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se elabora en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores o curiosos. El hecho de que la sociabilidad y el contacto virtual parezcan querer imponerse a las formas convencionales de socializar y relacionarse con el resto del género humano es indicativo de ello.

Umberto Eco (1932-2016)

En lo que incumbe a este campo de trabajo de los historiadores, una de las secuelas más visibles de todo ello ha sido que la universidad ha dejado de ser la única institución en condición de emitir juicios, confiables o no, con respecto a la representación del pasado. Aunque la competencia entre una variedad de emisores de saber no es un asunto nuevo, las tensiones se han multiplicado hasta el presente minando la confiabilidad que poseía el intelectual académico.

El debate posmoderno de la década de 1990 fue uno de los componentes de ese problema en la medida en que articuló un inteligente cuestionamiento en torno a la solidez y la confiabilidad de la Historia Relato según la había formulado la tradición occidental moderna amparada en la racionalidad instrumental y las teorías progresistas. En algunos casos se llegó a argumentar de modo convincente que aquellos instrumentos no eran sino una ficción al servicio del poder de una ideología que a se identificaba con el capital y otras con todo lo contrario. La impugnación y el desafío, como se indicó, se expresó contra todos los proyectos emanados de la modernidad.

En ese sentido el nuevo orden capitalista neoliberal y la globalización han estimulado un cambio profundo que ha tenido efectos puntuales en la práctica de la reflexión histórica mundial.

  • En lo que incumbe a la concepción de eso que llamamos historia, condujo a la revisión de la tácticas (métodos) y estrategias (teorías) para representar el pasado. Una parte significativa de los instrumentos interpretativos de la época de la Guerra Fría perdieron toda utilidad tras el fin del conflicto.
  • En lo que concierne a la figura de historiador, estimuló la reflexión sobre su condición como productor de conocimiento y justificó la revisión de las metodologías y las fuentes de información legítimas a la hora de formular sus conclusiones.
  • Y en lo que atañe a la historiografía como un campo profesional y académico viabilizó, y a veces forzó, la revisión de los procedimientos para su reproducción, es decir, la educación y difusión del saber, sin excluir los artefactos de su distribución editorial en donde texto e hipertexto comenzaron a competir espacios. Todo ello ha reconfigurado lo que antes se consideraba una “comunidad de saber” más o menos estable.

¿Cómo han enfrentado la historiografía y los historiadores el acelerado proceso de cambio? En cierto modo estos profesionales deberían ser los mejor preparados para enfrentar cualquier transformación esperada o inesperada en el medio en el cual se desplazan: la historiografía no es otra cosa que la observación cuidadosa de la condición humana en un contexto de tiempo y espacio. Las reacciones, sin embargo, no dejan de sorprender.

En un conocido artículo de Umberto Eco (1932-2016) titulado “¿De qué sirve el profesor?” reproducido en 2007 en el periódico digital La Nación de Argentina, el semiólogo y filósofo italiano afrontaba el problema del papel de la Internet en la educación en el siglo 21. Su motivo fue responder la pregunta de un estudiante: “Disculpe, pero en la época de la Internet, usted, ¿para qué sirve?”. Eco reconocía que desde 1990 los medios de comunicación masiva y la revolución informática habían contribuido a la devaluación del Maestro / Profesor y la Escuela / Universidad convencionales en el proceso educativo. Estaba de acuerdo en que la revolución informática, igual que antes la radio, la televisión y el cine, tenían la capacidad de “informar” en las esferas extraescolar y extrauniversitaria y que su autoridad intelectual estaba en posición de competir con la de la escuela y la universidad. La competencia era desigual porque los recursos a los que apelaban aquellos medios eran más digeribles que aquellos los que recurrían las instituciones tradicionales: el dualismo maniqueo entre lo “interesante” y lo “aburrido” se evidenciaba.

Eco enfrentaba el problema planteado como un humanista. Reconocía la existencia de una contradicción entre, de una parte, los medios de comunicación masiva y la Internet, y de otra parte, el Maestro / Profesor y la Escuela / Universidad. Estaba en posición de reconocer el poder “informativo” de las tecnologías, pero insistía en que “informar” era y debía ser una tarea “compartida” con el educador. La diferencia en la capacidad para “informar” de uno y otro era que, si bien el conocimiento impartido por los medios de comunicación masiva y la Internet era acumulativo, es decir, no filtrado, pasivo y potencialmente acrítico; el conocimiento impartido por el educador era selectivo, es decir, filtrado, activo y potencialmente crítico. El Maestro / Profesor que se movía en los ámbitos de la Escuela / Universidad tenía la capacidad de “informar” pero también cargaba la responsabilidad ética de “formar” y humanizar al educando. De eso se trataba el acto de “educar”. Eco retornaba a la cuestión de la educación bancaria como un opuesto de la educación crítica.

Según Eco la capacidad de “formar” se traducía en la pericia que tuviese el educador para provocar en los estudiantes la reflexión y el diálogo, y/o invitarlos a confrontar lo que se aprendía en la aulas con lo que se aprendía fuera de ellas. Del mismo modo que pensar históricamente no hace al ser humano historiador y que el pasado en bruto no es lo mismo que la historia, Eco afirmaba que el “dato” informativo solo no era suficiente y que se hacía necesario comprender el “por qué” y contextualizar lo que informaban los medios de comunicación masiva y la Internet, tarea que sólo podía completar el educador.

La mitad de la responsabilidad en la búsqueda de aquel propósito correspondía al educando o el estudiante y, claro está, a la actitud emocional y cognitiva que lo informase o caracterizase a lo largo del proceso de aprendizaje. En ese sentido la intuición y la voluntad, así como el raciocinio y la capacidad convergían para producir un saber cargado de humanidad que la Internet por sí sola no podía suplir. Eco no era un enemigo de los medios de comunicación masiva y la Internet. Su intención más bien era que aquellas esferas no se transformas en fuerzas enajenantes sino que, por el contrario, cumpliesen una función humanizadora.

Sus aprensiones eran legítimas: un progreso tecnológico valioso como aquel consumido conspicuamente y sin freno, podía convertirse en una trampa. El hecho de que en el mundo capitalista neoliberal aquellos medios no fuesen un bien público sino que un bien privado bajo el control de empresas capitalistas que lo habían convertido en una mercancía rentable en el marco de una economía de mercado era un punto para tomar en consideración. El hecho de que la vanguardia en esa industria estuviese dominada por intereses estadounidenses, la economía de consumo neurótico más grande del mundo levantaba bandera ante el pensador italiano. El debate planteado por Eco sigue vivo hasta el presente.

 

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Referencia: Johan Huizinga (1929/1994) “En torno a la definición del concepto historia” en El concepto de historia. México: Fondo de Cultura Económica.

La Historia Cultural no fue resultado solo del debate cultural de la década de 1960 y las tensiones entre la historiografía y las ciencias sociales y el Materialismo Histórico. La discusión en torno a la relación de la historiografía con las ciencias naturales o sociales ha estado presente de un modo u otro a lo largo de toda la historia de la disciplina y ha ocupado un lugar de preponderancia tanto en la filosofía como en la teoría de la historia . Un punto de flexión interesante en la evolución de ese debate lo representó la discusión presentada respecto al mismo asunto en la última parte del siglo 19 por el Vitalismo filosófico. En cierto modo la discusión en torno a la relación entre historia y vida contiene muchos puntos en común con la discusión en torno a la relación entre sociedad y cultura. En ambos casos, las primeras partes del dístico -historia y sociedad-, lo que buscan es representar intelectualmente unos sistemas de relaciones complejas identificados con los conceptos vida y cultura de una manera eficaz y transparente. El éxito o el fracaso del intento de traducción es lo que ha permitido que el debate respecto a estos asuntos siga enriqueciendo la disciplina, pero en última instancia se trata de debates que no tienen solución.

Uno de los momentos más decisivos en la evolución hacia una Historia Cultural madura fue la reflexión del antes citado historiador holandés Johan Huizinga en un texto de 1929 titulado “En torno a la definición del concepto historia” el cual formaba parte de su volumen El concepto de historia. Una lectura cuidadosa del mismo demuestra que Huizinga fue uno de los predecesores del Giro Cultural en sus diversas expresiones: la Historia de las Mentalidades, la Historia Cultural y de las Representaciones que sediscutirán más adelante.

Johan Huizinga

En una obra clásica, El otoño de la Edad Media, publicada en 1919, Huizinga explicaba el fin de la Edad Media y la transición al Renacimiento en el contexto de la historia europea con metáforas naturales impresionistas, técnica que convergía con la tendencia a la literaturización del lenguaje interpretativo de los historiadores. El concepto otoño proviene del latín y sugiere etimológicamente la noción de plenitud o auge de un proceso, condiciones que, como en la naturaleza auguran, nuevas formas de vida. La sugerencia era que el otoño de la Edad Media equivalía a un augurio de la modernidad encarnada en el humanismo y el renacimiento. Lingüísticamente Huizinga sugería que no se trataba de períodos discontinuos sino que eran parte de una continuidad.

Otro modelo al cual se puede apelar es su libro Homo ludens publicado en 1938 y en el cual estudiaba el “juego” categorizándolo como uno de los fundamento de la cultura. La introspección de Huizinga sugería que debía considerarse que el ser humano, más que un homo sapiens (sabio o racional) tal y como lo definió el naturalista sueco Carl Von Linneo (1707-1778), o un homo faber (productor o arquitecto) como lo veía el filósofo Bergson, era un homo ludens. El “juego”, ese ejercicio recreativo o competencia que por lo regular somete a los participantes a ciertas reglas, debía ser considerado como el fundamento operacional del proceso histórico. La impresión de que muchos de los logros humanos deberían ser considerados producto del azar o la fortuna estaba patente detrás de su argumentación. Desde su punto de vista, mirar hacia la cultura y los actos humanos en ese territorio tenía un potencial aclarador mucho más rico que mirar hacia la sociedad o la economía.

El texto “En torno a la definición del concepto historia” discutía la naturaleza o condición de la historia como disciplina y traducía una crítica a la forma en que los historiadores modernos, entiéndase aquellos que se habían formado a fines del siglo 19 y principios del siglo 20 en el marco de la historiografía académica y universitaria, lo definían. Detrás del planteamiento de Huizinga se percibía una protesta contra la historiografía tradicional, el Positivismo y el Historicismo qué coincidía con los propósitos de la historiografía nueva, ya que el holandés no aceptaba que la historia pudiese ser considerada una “ciencia exacta” o siquiera que fuese capaz de ello en algún momento. Al enfrentar el problema de por qué se consideraba a la historia cómo una “ciencia exacta”, atribuía el dislate a dos condiciones que fructificaron durante los siglos 18 y 19 que recuerdan el argumento del filósofo de la historia W. H. Walsh, a saber:

  • Por una parte, a su vinculación con las Ciencias Naturales y la Física Mecánica del matemático inglés Isaac Newton (1643-1727) en especial la aplicación de las leyes de la dinámica a la vida social histórica. La idea de que el estudio de la sociedad podía desembocar en una Física Social fue un planteamiento común a pensadores como Giambattista Vico,  Augusto Comte y Eugenio María de Hostos Bonilla, entre otros.
  • Por otra parte, a su vinculación con las ciencias sociales surgidas en el contexto de la Ilustración, la Revolución Francesa y que maduraron en el escenario del capitalismo avanzado de la segunda mitad del siglo 19. Numerosos científicos sociales vivieron convencidos de que podrían descubrir las leyes que explicaban el funcionamiento del mundo histórico y social con precisión.

Su argumento en torno a lo inapropiado de la concepción de la historia como una “ciencia exacta” era de sentido común. Si se la veían de ese modo, se excluiría una parte significativa del pasado de la disciplina en la medida en qué se devaluaría la escritura histórica pre moderna. En cierto modo lo que sugería Huizinga era que si se aceptaban los criterios de definición propuestos, Heródoto, Tucídides, Tito Livio, Flavio Josefo, Eusebio de Cesárea o Ibn-Jaldún, por solo mencionar algunos casos, no debían ser considerados historiadores por el hecho de que la exactitud no había sido un rasgo determinante en su obra. Concebir la historia como una ciencia exacta resultaba restrictivo. Lo más apropiado debía ser aceptar que la idea de la historia como una “ciencia exacta” era propia de una época pero no de todas: la historiografía no necesitó ser científica hasta el siglo 19. de igual manera, nada aseguraba que en el futuro la exactitud a la cual se apelaba volviera a devaluarse y la historia fuese considerada otra vez algo distante de las posibilidades de la exactitud o cientificidad. Lo que hacía Huizinga era poner en entredicho las premisas de la definición y concluía que la misma era excluyente y desde su punto de vista, una definición para ser eficaz debía ser general, concisa e inclusiva.

Una vez establecidas aquellas premisas Huizinga articulaba su personal definición de la historia. Desde su punto de vista la historia, en última instancia la Historia Relato, era un fenómeno cultural que tenía como objetivo producir una imagen comprensible de un fragmento del pasado, proceso por medio del cual le adjudicaba sentido a algo que, previo a ese ejercicio, no lo tenía. El sentido o significado del fluir del acontecer histórico era construido, articulado y comunicado por el historiador. La labor del historiador era una “forma espiritual” cercana al trabajo que ejecutaba la literatura, la filosofía o el derecho.

Aquellas afirmaciones distanciaban la historiografía del campo de las “ciencias exactas” y, por el contrario, la aproximaban a las artes y las disciplinas creativas. ¿Qué distinguía o hacía única a la historiografía ante aquellos campos de trabajo? Lo que diferenciaba el trabajo del historiador era su especial relación con el pasado, es decir, el hecho de que aquella expresión intelectual buscaba comprender el mundo a la luz del esclarecimiento del pasado y el hecho de que reconocía que entre uno y otro orbe, pasado y presente, había una estrecha y rica relación. El historiador reconocía que el pasado, a través de sus huellas o rastros, se proyectaba y seguía vivo en el presente en la medida en que se hacía accesible por medio de la memoria formalizada que producía el historiador.

La historia o el trabajo historiográfico no era sino la forma en que los seres humanos se “rinden cuentas” o se hacen responsables por los actos realizados en el tiempo y el espacio, o sea, en el “pasado”. La “rendición de cuentas” generaba un saber tan auténtico, seguro y confiable como el de una “ciencia exacta” pero de una naturaleza distinta. Era una “ciencia” en el sentido amplio de la palabra: era una forma de “saber” o “conocimiento”. Para Huizinga, cada “rendición de cuentas” se elaboraba de acuerdo con la cultura y la temporalidad que la emitía por lo que el producto de la gestión no era singular o único sino plural y múltiple. El “presente” incidía en la perspectiva del “pasado” de manera decisiva”.

Por último, Huizinga confirmaba que el “pasado” en bruto o por sí solo, no equivalía a la “historia”. El conocimiento del “pasado” se transmutaba en historia cuando el historiador y, debo añadir, sus interlocutores lo “comprendían” y lo poseían de una manera empática que invitaba a la tolerancia de la diferencia. En síntesis, para Huizinga la “Historia es la forma espiritual en que una cultura se rinde cuentas del pasado”. Su sujeto, quien la piensa, es una “cultura”. Su objeto o propósito era la “rendición de cuentas” respecto a un “pasado delimitado” o definido. La imaginación de Huizinga puso sobre la mesa las preocupaciones fundamentales del Giro Cultural cuya expresión en la Historia Cultural acabó por generar una revolución intelectual perdurable a partir de la década de 1970.

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El Vitalismo filosófico  de Henri-Louis Bergson (1859-1941) partía de la premisa de que la física (las ciencias naturales) y la metafísica (la filosofía) eran territorios opuestos y que la primera no podía ser absorbida por la segunda. ¿Cuál de aquellos campos estaba en posición de explicar la vida?  Bergson pensaba que la vida no era un hecho positivo “fijo” sino un “fluir” que se filtraba por medio de un presente fugaz por lo que escapaba a las capacidades de la razón. La vida y el ser eran experiencias personales e íntimas que solo la metafísica era capaz de apropiar. ¿Qué le decía aquel argumento a un historiador?

Como se sabe la historia era considerada una ciencia social que se ocupaba de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio, razón por la cual los comentarios de Bergson poseían relevancia para los historiadores. Dado que para los vitalistas la historia y la vida no equivalían y la historia, como todas las ciencias, dependía de la razón para explicar los problemas que se planteaba, entonces aquel saber era tan incapaz para comprender la vida igual que las demás ciencias. El filósofo francés profundizó en el problema de la relación contenciosa entre la historia y la vida al afirmar que la diferencia entre ambas tenía que ver con la “textura” de cada una: textura es un concepto de origen latino que sugiere el tejido o estructura sensible de un objeto.

Henri-Louis Bergson

Dado que la  historia era un hecho fijo y la vida era un fluir, la textura de una y otra eran distintas. La historia, por lo tanto, era explicable con los recursos de la física  y las ciencias naturales y sociales pero no así la vida. La incapacidad de la física para comprender la vida provenía  del instrumento que utilizaban: la razón. La razón  era propensa a “petrificar” o “inmovilizar” el objeto para conocerlo por lo que no podía  percibir  el fluir de la vida y, si la fijaba, ya no la vería como era. La “verdad” requería la comprensión del fluir y su contingencia, por tanto, como el fluir es un cambio o revolución constante, la verdad también lo era. Los paralelos entre su propuesta y la interpretación del teólogo católico, naturalista y filósofo alemán Martin Heidegger (1886-1976) sobre el ser eran visibles. Heidegger concebía que el Ser / Sein no era una cosa acabada, petrificada y fija sino un proceso de construcción, cambiante y fluido, en suma,  un Siendo / Dasein: ser un siendo es vivir el cambio constante.

Al Vitalismo filosófico le preocupaba la “recepción” o “percepción” del tiempo. Bergson además afirmaba que el tiempo de la historia y el de la vida no eran iguales. Para comprender la diferencia deslindaba dos regiones simbólicas: una que coincidía con el “Tiempo Histórico o Científico”, y otra que coincidía con el “Tiempo Puro o Duración Real”. Su propuesta volvía sobre el asunto de la relación entre la determinación y la libertad, tema central de la interpretación histórica en todas las eras.

  • El tiempo histórico o científico era matemático, se percibía como una línea dibujada sobre una superficie y se presumía homogéneo, estandarizado y cuantificable en siglos, decenios, años, meses, semanas, días discontinuos, es decir, que empezaban y terminaban: era un locus, lugar o inercia. En última instancia actuaba como un referente ilusorio o un marco en cual se insertaba la vida histórica y social. El fatalismo al cual apelaba el cristianismo, o el determinismo al cual apelaban los ilustrados y los modernos, servían para comprenderlo en la medida en que afirmaban que en su contexto no había libertad para escoger y todo era forzoso. Este era el escenario de la historia.
  • El tiempo puro o la duración real no era cuantificable, ni homogéneo ni heterogéneo, se percibía como un fluir de estados que se disolvía el uno en el otro hasta formar un todo indivisible o continuo en el cual los fragmentos no comenzaban ni terminaban: era un actus, acto o dinamismo. El fatalismo cristiano o el determinismo moderno no eran de utilidad para comprenderlo porque en la vida había libertad para elegir. La elección no era producto de un acto racional sino que era espontánea, acorde con la intuición o el instinto. Este era el escenario de la vida.
  • El tiempo histórico o científico no era más que un referente artificial que ubicaba al ser humano es un lugar de esa línea imaginaria. El tiempo puro o la duración real era una sensación o percepción que ubicaba al ser humano dentro de una acción o un acto.

La implicación de aquella propuesta era que si bien la historiografía y las ciencias sociales servían para entender la historia y la sociedad, en la misma medida en que presumían la racionalidad y la determinación de cada acto, acababan siendo inútiles para comprender la vida.  La experiencia social o histórica que era lo que interesaba a los historiadores y sociólogos, transcurría en el tiempo histórico o científico, pero la vida transcurría  en el tiempo puro o la duración real. La conclusión inevitable era que  la vida  y experiencia social o histórica, no eran la misma cosa y no debían confundirse.

Aquella concepción dual del tiempo en Bergson poseía antecedentes en el pensamiento cristiano. Ejemplo de ello eran las observaciones de Agustín de Hipona para quien el tiempo era trinitario y su distinción, sobre la base de criterios diferentes, lo separaba en la aeternitas, el aevum y el tempus. También recuerda la noción de las duraciones larga, media y corta que Fernand Braudel (1902-1985) historiador vinculado a la nueva historia social y económica francesa formularía a mediados del siglo 20. En Bergson, la concepción dual del tiempo le servía para cuestionar las interpretaciones deterministas, es decir, el principio de que todo efecto tiene su causa, tan apropiada para el ilusorio tiempo histórico o científico. El determinismo dejaba la impresión de que lo ocurrido no hubiese podido ocurrir de otro modo por lo que validaba el acontecer de una manera grosera, al negar la posibilidad de la libertad de escoger de entre una diversidad de opciones. El determinismo animaba una sensación de impotencia ante los determinantes y las estructuras por lo que, mal utilizado, tendía a equiparar al ser humano a la condición de un autómata. La quiebra del principio del determinismo representó  una revolución gnoseológica significativa.

Bergson, por último, aceptaba que el ser humano era dual, “Mente” y “Cuerpo”, reflexión resultado de la difusión del artefacto del psicoanálisis. Desde su punto de vista la mente era mucho más que actividad cerebral eléctrica y, por medio de ella, apropiábamos o edificábamos al Yo y al Otro. Al Yo lo construíamos a través de la sensación espontánea y la continuidad que era la forma en que percibimos el tiempo puro o la duración real, en el cual se movía,  sin filtro alguno. Al Otro lo construíamos en el tiempo histórico o científico, en el cual se movía, a través de la percepción artificial y la discontinuidad pero filtrado por múltiples situaciones.

El valor fundamental de la mente era además que aquel era el órgano de la memoria, un atributo que poseían todos los organismos vivos. Pero Bergson distinguía dos tipos de memoria.

  • Primero, la memoria sensorial que grababa los hábitos adaptativos y automáticos que ejecutábamos y que era común a los animales y los seres humanos. El concepto sugiere el habitus discutido posteriormente por el sociólogo francés Pierre-Félix Bourdieu (1930-2002).
  • Segundo, la memoria pura que era exclusiva de los seres humanos. El cerebro era concebido como un filtro que permitía que un recuerdo saliera a flote naturalmente cuando era necesario para algo concreto. Para Bergson, el cerebro estaba diseñado como una máquina para olvidar, no para recordar.

Para un historiógrafo de fines del siglo 19 o principios del siglo 20, aquellas posturas debieron resultar intelectualmente amenazantes: su conocimiento de la historia era un asunto de la memoria sensorial incapaz de comprender la vida que era el territorio de la memoria pura. La afirmación de que historia y vida no equivalían estaba clara. Pero al llegar a aquel nivel, el pensador había salido de los límites de la historia y se encontraba en campo abierto del psicoanálisis.