• Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia
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Mario R. Cancel-Sepúlveda

El presente es la plataforma desde la cual el ser humano construye y ajusta una imagen del pretérito. Esto significa que al evaluar sus juicios no se pueden pasar por alto las condiciones que distinguen la vida social, cultural y las relaciones internacionales del momento en el cual emite sus juicios. Es de suma importancia explorar el modo en que esas transformaciones inciden en la práctica de los profesionales de la historia. La imagen del pasado cercano o remoto y su figuración siempre han estado y estará sujeta a las tensiones entre la imagen que se posea del pasado y la forma en que se sienta el presente. Esa tensiones involucran lo mismo a la emocionalidad que a la racionalidad del historiador.

Un ejemplo de ello puede ser el siguiente. Lo que la Edad Media representó para quienes la vivieron, para los Humanistas, los Ilustrados y los Modernos, dependió en gran medida del lugar en el tiempo y el espacio desde el cual tomaron posesión imaginativa y creativamente de aquella época. Reconocido ese hecho resulta inevitable aceptar que el siglo 20 significó una cosa para sus actores concretos como proceso activo pero, sin duda, ha sido interpretado de un modo diferente por quienes comenzaron a percibirlo como un proceso terminado a inicios del siglo 21.

La discusión historiográfica en torno al siglo 20 después del fin de la Guerra Fría (1989-1991) giró alrededor de un conjunto particular de problemas que brindaban pistas sobre la forma en que la representación de aquel periodo y de la historia se fue alterando.

  • Primero la idea de la “revolución”, una herencia de fines del siglo 18 que distinguió al siglo 20, perdió legitimidad a partir de la década de1990. La revolución había sido un paradigma respetado que había adquirido prestigio a partir de la experiencia francesa de 1789, proceso que estableció un nuevo balance de fuerzas entre lo que se conocía como el Antiguo Régimen y los tiempos modernos. El fenómeno había sido determinante para el desarrollo de la historiografía del siglo 19 y para la transformación de la historia en una disciplina profesional, académica y respetable. Los historiadores estaban de acuerdo en que la Revolución Francesa de 1789, junto a un conjunto de procesos de cambio radical que habían comenzado en 1776 y habían terminado en 1830 -el llamado Ciclo Revolucionario Atlántico-, habían iniciado lo que se conocía como la era contemporánea, esa segunda fase de la modernidad que se reconocía había comenzado con los grandes cambios experimentados por un grupo de países europeos alrededor del año 1500: los descubrimientos geográficos, la reforma evangélica, el Renacimiento y el Humanismo, entre otros. La revolución había sido un artefacto práctico derivado de la teoría del progreso, útil para estimular el cambio, e interpretativo, útil para explicarlo. La idea de la revolución se nutría de la creencia en que la racionalidad humana poseía la capacidad para acelerar el cambio social, económico, político y cultural de manera controlada y encaminar a la humanidad en la ruta hacia un fin legítimo y deseable. Numerosos activistas e intelectuales, incluyendo historiadores, la habían reconocido como uno de los motores de cambio histórico y social más relevantes de los últimos dos siglos, es decir, en la modernidad. Tras la quiebra de los valores de la revolución francesa en el contexto de la revolución juvenil del 1968, y la disolución del socialismo realmente existente entre 1989 y 1991, algunos observadores llegaron a la conclusión de que en el futuro ya no sería posible una revolución en el sentido en que la habían formulado el 1789 o el 1917. La conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa de 1789 en 1989, como antes la del bicentenario de la declaración de independencia de la 13 colonias inglesas de 1776 en 1996 que fue la base de Estados Unidos, estimularon la evaluación de los triunfos y los fracasos que acompañaban a los dos más respetados procesos revolucionarios de la historia occidental. Los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y disfrute de la propiedad que aquellas habían cultivado, no se habían materializado y los resultados de la carrera por conseguirlos eran por demás engañosos. La Revolución Rusa o bolchevique de 1917 no subsistió como para articular la memoria y la historia en una actividad centenaria, como se sabe, pero el comunismo con el que soñó no se consiguió nunca. La “muerte” simbólica del concepto revolución supuso varias cosas. Por un lado, el fin de la era contemporánea, criterio que fue interpretado como en el “fin de la modernidad” y que sirvió de fundamento al debate posmoderno. Pero la “muerte” simbólica del concepto revolución representó además un desafío para cualquier interpretación de la historia total como un proceso progresivo que, a pesar de sus altas y sus bajas, conducía de forma irrevocable a algún lugar predecible. La desconfianza cándida en el progresismo ya ha sido discutida a la luz de las posturas de Bury en torno a la crisis generadas de la experiencia de la Gran Guerra y la Revolución Bolchevique expuestas a principios del siglo 20. El derrumbe de la idea del progreso, idea que tanto debía a las concepciones teológicas ligadas a la idea de la salvación, fue uno de los puntos cardinales en la idea de la historia de la historiografía de la segunda parte del siglo 19 y lo que va del siglo 21. El nuevo siglo se desenvolvió como uno en el cual las utopías y las expectativas en el advenimiento de un mundo mejor y más justo producto del esfuerzo racional humano eran inadmisibles. El hecho de que, durante la Guerra Fría, las promesas de uno y otro extremo del dueto en pugna hubiesen decepcionado a quienes esperaban lo mejor del capitalismo o del socialismo, pareció haber agotado las esperanzas de una parte significativa de la humanidad. Aquella situación equivalía a la pérdida de cualquier forma fe mesiánica profana, por lo que favoreció el renacimiento de otros anhelos utópicos que la modernidad con su componente secular parecía haber dejado atrás: el fundamentalismo religioso propio de los sistemas religiosos monoteístas como el cristianismo y el islamismo, ambos deudores del judaísmo, llegó para suplir esa necesidad de certidumbre y sentido que la humanidad parecía requerir. Debe quedar claro que el desprestigio de la idea de la revolución y la pérdida de atractivo de la utopías racionales no significó que aquellas desaparecieran del todo. Los reclamos, pacíficos o agresivos, por un orden social más justo y equitativo continuaron surgiendo. Pero lo cierto es que los reclamos revolucionarios han ido atemperando o ajustando sus expectativas al hecho de que la libertad plena, en la forma de una economía capitalista o socialista perfectas, es una imposibilidad. Cualquier historiador reconocería que la idea de la revolución no desapareció del panorama pero, bajo las condiciones nuevas, sus propulsores se vieron forzados a revisar su discurso y sus prácticas. Era evidente que una época diferente, requería instrumentos originales para comprenderla y cambiarla.
  •  Segundo, llamó poderosamente la atención el papel cada vez más relevante que cumplieron los medios de comunicación masiva y los recursos de la informática en la elaboración de una imagen del mundo social e histórico e incluso en el plano individual. La revolución de las comunicaciones y la informática ha tenido un efecto inmenso en la historia reciente de la humanidad. La creación de la imagen o representación del mundo, que antes se forjaba en el seno de la familia, los sistemas educativos, los grupos sociales, el trabajo y la interacción presencial con otros seres humanos, entre otros, recibió el impacto de los saberes que se formulaban en escenarios innovadores que la ciencia aplicada o la tecnociencia pusieron al alcance de la gente. No solo eso: las formas de comunicar y aprender se diversificaron, fenómeno que no dejó de generar conflictos. Para las disciplinas académicas aquel era un problema que había estudiar en la misma medida en que se digerían sus efectos sobre sus rutinas. El proceso afectó de un modo u otro a todas las disciplinas y prácticas sociales con resultados desiguales y, claro está, el impacto no excluyó a los historiadores. La historiografía, en su aspecto investigativo y educativo, es un proceso de comunicación. Bajo las nuevas circunstancias los historiadores se vieron precisados a competir con la autoridad de aquellos medios emanados de la tecnología. La emisión de juicios sobre el lugar del ser humano en el tiempo y el espacio ya no dependió de profesionales de la historia solamente: la televisión y la Internet, por solo mencionar dos de los medios más emblemáticos, a los cuales se podía acceder desde una amplia variedad de dispositivos también estaban en posición de hacerlo. El prejuicio respecto al historiador “aburrido” y el medio de comunicación “interesante” se generalizó a la vez que el asunto de la confiabilidad del emisor y el saber pasó a un segundo plano. La revolución tecnológica, que pronto se convirtió en uno de los entornos más productivos del mercado de capital, tuvo el efecto adverso de devaluar y sembrar la desconfianza en las formas usuales de conocer el mundo. La figura del intelectual como productor y educador, la cual se había consolidado a lo largo de los siglos 19 y 20, comenzó a retroceder en ocasiones hasta el extremo del antiintelectualismo, una expresión de hostilidad hacia la labor de aquellos sobre la base de que la suya es una actividad impráctica que no redunda en beneficios inmediatos para la gente común. El antiintelectualismo ha insistido en que los intelectuales son parte de una elite que usa el saber para lastimar la ley y el orden, considerados dos valores cruciales para la paz social, por lo que se merecerían la desconfianza de todos. La base de apoyo más fuerte del antiintelectualismo han sido las personas menos educadas de la sociedad.
  •  Tercero, es importante llamar la atención sobre el hecho de que a pesar de que los recursos del Giro Social y el Giro Cultural con su apelación a la lingüística y la narración, podían explicar de manera apropiada los dramáticos cambios observables, los paradigmas de aquellas propuestas también fueron cuestionados. La revolución de las comunicaciones y en particular la tecnológica, no sólo perturbó las prácticas de los seres humanos en el ámbito social e histórico y en el mercado hasta el punto de reinventar lo que significa ser un ciudadano y un consumidor. También socavó la confiabilidad que habían depositado los historiadores del siglo 20 en sus procesos de explicación. La ciencia aplicada o la tecnociencia se han hecho de una posición importante a la hora de establecer formas alternas de enfrentar el problema de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio y su ubicación en la sociedad que recuerdan el respeto que se dispensaba a la física mecánica de Newton como criterio de explicación abarcador durante el siglo 18 y buena parte del 19.
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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El Vitalismo filosófico  de Henri-Louis Bergson (1859-1941) partía de la premisa de que la física (las ciencias naturales) y la metafísica (la filosofía) eran territorios opuestos y que la primera no podía ser absorbida por la segunda. ¿Cuál de aquellos campos estaba en posición de explicar la vida?  Bergson pensaba que la vida no era un hecho positivo “fijo” sino un “fluir” que se filtraba por medio de un presente fugaz por lo que escapaba a las capacidades de la razón. La vida y el ser eran experiencias personales e íntimas que solo la metafísica era capaz de apropiar. ¿Qué le decía aquel argumento a un historiador?

Como se sabe la historia era considerada una ciencia social que se ocupaba de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio, razón por la cual los comentarios de Bergson poseían relevancia para los historiadores. Dado que para los vitalistas la historia y la vida no equivalían y la historia, como todas las ciencias, dependía de la razón para explicar los problemas que se planteaba, entonces aquel saber era tan incapaz para comprender la vida igual que las demás ciencias. El filósofo francés profundizó en el problema de la relación contenciosa entre la historia y la vida al afirmar que la diferencia entre ambas tenía que ver con la “textura” de cada una: textura es un concepto de origen latino que sugiere el tejido o estructura sensible de un objeto.

Henri-Louis Bergson

Dado que la  historia era un hecho fijo y la vida era un fluir, la textura de una y otra eran distintas. La historia, por lo tanto, era explicable con los recursos de la física  y las ciencias naturales y sociales pero no así la vida. La incapacidad de la física para comprender la vida provenía  del instrumento que utilizaban: la razón. La razón  era propensa a “petrificar” o “inmovilizar” el objeto para conocerlo por lo que no podía  percibir  el fluir de la vida y, si la fijaba, ya no la vería como era. La “verdad” requería la comprensión del fluir y su contingencia, por tanto, como el fluir es un cambio o revolución constante, la verdad también lo era. Los paralelos entre su propuesta y la interpretación del teólogo católico, naturalista y filósofo alemán Martin Heidegger (1886-1976) sobre el ser eran visibles. Heidegger concebía que el Ser / Sein no era una cosa acabada, petrificada y fija sino un proceso de construcción, cambiante y fluido, en suma,  un Siendo / Dasein: ser un siendo es vivir el cambio constante.

Al Vitalismo filosófico le preocupaba la “recepción” o “percepción” del tiempo. Bergson además afirmaba que el tiempo de la historia y el de la vida no eran iguales. Para comprender la diferencia deslindaba dos regiones simbólicas: una que coincidía con el “Tiempo Histórico o Científico”, y otra que coincidía con el “Tiempo Puro o Duración Real”. Su propuesta volvía sobre el asunto de la relación entre la determinación y la libertad, tema central de la interpretación histórica en todas las eras.

  • El tiempo histórico o científico era matemático, se percibía como una línea dibujada sobre una superficie y se presumía homogéneo, estandarizado y cuantificable en siglos, decenios, años, meses, semanas, días discontinuos, es decir, que empezaban y terminaban: era un locus, lugar o inercia. En última instancia actuaba como un referente ilusorio o un marco en cual se insertaba la vida histórica y social. El fatalismo al cual apelaba el cristianismo, o el determinismo al cual apelaban los ilustrados y los modernos, servían para comprenderlo en la medida en que afirmaban que en su contexto no había libertad para escoger y todo era forzoso. Este era el escenario de la historia.
  • El tiempo puro o la duración real no era cuantificable, ni homogéneo ni heterogéneo, se percibía como un fluir de estados que se disolvía el uno en el otro hasta formar un todo indivisible o continuo en el cual los fragmentos no comenzaban ni terminaban: era un actus, acto o dinamismo. El fatalismo cristiano o el determinismo moderno no eran de utilidad para comprenderlo porque en la vida había libertad para elegir. La elección no era producto de un acto racional sino que era espontánea, acorde con la intuición o el instinto. Este era el escenario de la vida.
  • El tiempo histórico o científico no era más que un referente artificial que ubicaba al ser humano es un lugar de esa línea imaginaria. El tiempo puro o la duración real era una sensación o percepción que ubicaba al ser humano dentro de una acción o un acto.

La implicación de aquella propuesta era que si bien la historiografía y las ciencias sociales servían para entender la historia y la sociedad, en la misma medida en que presumían la racionalidad y la determinación de cada acto, acababan siendo inútiles para comprender la vida.  La experiencia social o histórica que era lo que interesaba a los historiadores y sociólogos, transcurría en el tiempo histórico o científico, pero la vida transcurría  en el tiempo puro o la duración real. La conclusión inevitable era que  la vida  y experiencia social o histórica, no eran la misma cosa y no debían confundirse.

Aquella concepción dual del tiempo en Bergson poseía antecedentes en el pensamiento cristiano. Ejemplo de ello eran las observaciones de Agustín de Hipona para quien el tiempo era trinitario y su distinción, sobre la base de criterios diferentes, lo separaba en la aeternitas, el aevum y el tempus. También recuerda la noción de las duraciones larga, media y corta que Fernand Braudel (1902-1985) historiador vinculado a la nueva historia social y económica francesa formularía a mediados del siglo 20. En Bergson, la concepción dual del tiempo le servía para cuestionar las interpretaciones deterministas, es decir, el principio de que todo efecto tiene su causa, tan apropiada para el ilusorio tiempo histórico o científico. El determinismo dejaba la impresión de que lo ocurrido no hubiese podido ocurrir de otro modo por lo que validaba el acontecer de una manera grosera, al negar la posibilidad de la libertad de escoger de entre una diversidad de opciones. El determinismo animaba una sensación de impotencia ante los determinantes y las estructuras por lo que, mal utilizado, tendía a equiparar al ser humano a la condición de un autómata. La quiebra del principio del determinismo representó  una revolución gnoseológica significativa.

Bergson, por último, aceptaba que el ser humano era dual, “Mente” y “Cuerpo”, reflexión resultado de la difusión del artefacto del psicoanálisis. Desde su punto de vista la mente era mucho más que actividad cerebral eléctrica y, por medio de ella, apropiábamos o edificábamos al Yo y al Otro. Al Yo lo construíamos a través de la sensación espontánea y la continuidad que era la forma en que percibimos el tiempo puro o la duración real, en el cual se movía,  sin filtro alguno. Al Otro lo construíamos en el tiempo histórico o científico, en el cual se movía, a través de la percepción artificial y la discontinuidad pero filtrado por múltiples situaciones.

El valor fundamental de la mente era además que aquel era el órgano de la memoria, un atributo que poseían todos los organismos vivos. Pero Bergson distinguía dos tipos de memoria.

  • Primero, la memoria sensorial que grababa los hábitos adaptativos y automáticos que ejecutábamos y que era común a los animales y los seres humanos. El concepto sugiere el habitus discutido posteriormente por el sociólogo francés Pierre-Félix Bourdieu (1930-2002).
  • Segundo, la memoria pura que era exclusiva de los seres humanos. El cerebro era concebido como un filtro que permitía que un recuerdo saliera a flote naturalmente cuando era necesario para algo concreto. Para Bergson, el cerebro estaba diseñado como una máquina para olvidar, no para recordar.

Para un historiógrafo de fines del siglo 19 o principios del siglo 20, aquellas posturas debieron resultar intelectualmente amenazantes: su conocimiento de la historia era un asunto de la memoria sensorial incapaz de comprender la vida que era el territorio de la memoria pura. La afirmación de que historia y vida no equivalían estaba clara. Pero al llegar a aquel nivel, el pensador había salido de los límites de la historia y se encontraba en campo abierto del psicoanálisis.

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En lo que corresponde a la historiografía, el Vitalismo filosófico partía de la premisa de que la modernidad había enfrentado el problema de la explicación de la vida desde una perspectiva desatinada. El primero de los errores había consistido en pensar que la vida y la historia eran una misma cosa. De acuerdo con aquella filosofía los sentidos y la razón, las ciencias naturales, humanas, sociales y sus escuelas interpretativas, si bien eran de utilidad para explicar la historia, poco podían hacer para esclarecer la vida. Entre la una y la otra había, por lo tanto, una diferencia que los colocaba básicamente en dos polos opuestos: la historia se podía reducir a las premisas de aquellas pero la vida no.

El segundo de los errores había radicado en presumir que tanto la historia y la vida  eran procesos estructurados teleológicamente, o sea, determinados y conducentes a un fin previsible según habían afirmado la teología, la filosofía y las ciencias dominantes. Los vitalistas afirmaban que, si bien era probable que la Historia Hecho según la convertimos en Historia Relato mediante la narración poseía los rasgos de un cosmos u orden, no se podía afirma lo mismo respecto a la vida. Suponer que la vida era estructurada implicaba negar el efecto que el “azar” y lo “inesperado” tenían en ella y, por lo tanto, negar toda libertad al sujeto o al ser humano. El debate sobre el balance entre la libertad y la determinación, en este caso, se resolvía en favor de la libertad. La idea de que la estructura que se afirmaba tenía la Historia Hecho era una hechura del historiador también estaba clara tras la referida argumentación. El resultado neto de aquella disquisición era que la historia y la vida no eran equiparables: la primera atravesaba por un proceso al cabo del cual era sometida al principio de la determinación para resultar comprensible pero la segunda ofrecía un espacio para la libertad. Un corolario de aquella mirada era que negaba la afirmación clásica de Cicerón: la historia no podía ser la maestra de la vida y someterse a ella. En cierto modo sugería lo contrario: la vida debía ser la maestra de la historia y liberarse de ella.

Friedrich Nietzsche (1885)

El Vitalismo filosófico también cuestionaba la idea de que el ser humano era un ser enteramente racional, un zoon politikón como decía Aristóteles, aspecto en el cual coincidía con los avances del psicoanálisis en el proceso de maduración de la Psicología moderna durante el último tercio del siglo 19.  El psicoanálisis asumía que el ser humano, a pesar de su racionalidad y sociabilidad, poseía aspectos irracionales o animales. La irracionalidad manifiesta en las intuiciones, los instintos y los apetitos del cuerpo, las emociones, la voluntad de subsistir, el dolor, el placer moldeaban la identidad y penetraban los actos que los seres humanos ejecutaban en el escenario histórico y social concreto. En consecuencia afirmar la racionalidad de la historia no era posible. No tomar en consideración esos aspectos podía servir para los propósitos de entender la historia pero, para comprender la vida, debían ser tomados en cuenta. Entre la una y la otra había, por lo tanto, otra diferencia que las oponía: la historia se podía reducir la racionalidad  pero la vida no.

Aceptar aquel criterio implicaba admitir que el comportamiento humano en el tiempo y el espacio no siempre era racional y estructurado, es decir no respondía de manera necesaria a un conjunto de determinantes. Por el contrario, un acto histórico podía ser efecto del azar y ser arbitrario, inesperado y fortuito. De igual manera, una decisión histórica podía ser fruto del impulso, del instinto, del egoísmo, de la voluntad de poder. De ello derivaba que el principio de determinista que se sostenía sobre la relación causa/efecto en una explicación histórica se  debilitaba: las certidumbres abrían paso a las incertidumbres. El Vitalismo filosófico estimulaba, por lo tanto, la elaboración de preguntas originales a las huellas y rastros del pasado a la hora de formular un juicio historiográfico por lo que enriquecía la disciplina.

Nietzsche compendiaba con precisión la crítica vitalista al gran relato moderno sobre la base de un conjunto de propuestas radicales

  • El rechazo de la razón, la racionalidad y la ciencia en favor de la valoración del instinto, la intuición y la estética en el proceso de interpretación.
  • El rechazo del progreso lineal y la continuidad teleológica o dirigida a un fin loable en favor de la valoración de los ciclos y la discontinuidad azarosa o dirigida a un fin incierto.
  • El rechazo del determinismo causal en favor de la casualidad, la contingencia y el azar o fortuna en el sentido de Maquiavelo en el proceso de explicación.
  • El rechazo del argumento historicista de que la historia era el lugar o el escenario en que se tomaba conciencia del ser en favor de la postura de que la conciencia del ser se desarrollaba en la vida.
  • En cierto modo lo que afirmaba era que aquellas eran abstracciones o dispositivos artificiales que servían para explicar la historia, otro dispositivo artificial, pero resultaban inútiles para explanar o revelar al ser humano individual en sus escenarios vitales. Con ello llamaba la atención sobre dos asuntos controvertibles.
  • Por un lado, sugería que la razón y la racionalidad contrario al consenso de los ilustrados no liberaba al individuo sino que, por lo contrario, tendía a esclavizarlo. Si en efecto no lo liberaba entonces solo su opuesto, la “irracional Voluntad de Vivir” de la mano de las intuiciones y los  instintos, era capaz de semejante tarea.
  • Por otro lado, si bien aceptaba que la memoria y el recuerdo transformadas en historia distinguían al ser humano como animal racional de los demás animales los beneficios de aquella capacidad eran en verdad pocos y que la historia en lugar de favorecerlo tenía la capacidad de perjudicarlo.

Para Nietzsche la memoria y el recuerdo eran la condición general de la historia Pero el filósofo alemán intuía que sus opuestos, la omisión y el olvido, eran la condición más general de la vida. Una consideración análoga convenció a Bergson de que el cerebro era en verdad una “máquina para olvidar” y algo similar había sugerido Renan, según ya se ha discutido, cuando enfrentaba el problema teórico de la configuración de las identidades nacionales para concluir que tan valioso era para aquellas lo que se recordaba y se preservaba como lo que se olvidaba y dejaba a un lado. El psicoanálisis denominaba aquel proceso con el concepto “represión” que significaba la capacidad de moderar o suprimir asuntos o sentimientos inconvenientes o incómodos. La represión, la omisión o el olvido no eran sino un mecanismo de defensa que permitía al individuo y en este caso el ser humano histórico, mantener en el inconsciente recuerdos o ideas embarazosas aunque ello no evitaba que pudiesen afectarlo en algún momento bajo condiciones particulares.

En su conjunto Nietzsche no sólo demostraba que la historia y la vida no equivalían sino que entre ambas mediaba un abismo insuperable. Pero ello no debería interpretarse como que no se estudiara la historia. La invitación era en realidad a que se le mirase de un modo crítico y menos iluso. Michel Foucault (1926-1984) filósofo y estudioso de la historia de las ideas y uno de los herederos críticos del  Vitalismo filosófico del siglo 20 insistía en que los seres humanos estudiaban el pasado con el propósito de “dejarlo fuera” para así  evitar que se convirtiera en un freno para el presente: lo estudiaban para reprimir los inconvenientes que podía generar.

El filósofo alemán afirmaba que la historia estaba emparentada con vida en tres sentidos concretos cada uno de los cuáles generaba una interpretación o mirada histórica específica. En el fragmento número “2” de la “Segunda consideración intempestiva” publicada en 1874, Nietzsche  elaboraba una evaluación sobre la historiografía tradicional o el gran relato moderno que vale la pena revisar. Nietzsche no enunciaba precisiones objetivas sino que, más bien, proponía tres metáforas sugerentes las cuales, de paso, echaban por la borda la idea de la unidad o universalidad o identidad de la historia en la medida en que reconocía que la narración o relato del pasado era en verdad contingente, relativo y cambiante: la historia no era una sustancia sino una forma que, desde su perspectiva, podía adoptar tres formas distintas.

  • En primer lugar, podía actuar como un agente activo y pujante, sentido que desembocaba en la “historia monumental”. De acuerdo con aquella actitud el protagonista de la historia era el “hombre de acción”, el “poderoso” que se admiraba del pasado grandioso y lo observaba como quien caminaba por una galería de arte. Su virtud era que estimulaba el respeto a la grandeza pasada. Su defecto era que la admiración acrítica de aquel lo extasiaba e inmovilizaba por lo que interrumpía “su marcha hacia la meta”, el futuro. Dicha actitud, si bien permitía que se recordase “lo grande”, mutilaba la creatividad. Para Nietzsche aquel era un escenario en el cual la historia estaba en posición de perjudicar la vida: respetar en exceso el pasado y sus valores podía frenar la inventiva. El resultado neto de aquella actitud que podría identificarse con el romanticismo nostálgico era que conducía a concluir que la grandeza del pasado sólo sería posible en el futuro si se restablecían los tiempos pretéritos postura que implicaría un retroceso. Pero, dado que en la realidad de las cosas el pasado si bien podía ser recordado nunca sería restituido, la propuesta no alimentaba más que una ilusión. La historia monumental no solo exageraba la perfección y la armonía de los tiempos pasados sino que evitaba aceptar que en aquellos también habían ocurrido procesos conflictivos e infamias. Sobre aquella base el pasado quedaba reducido a la condición de una imagen edulcorada y su culto podía justificar el desprecio del presente y la ansiedad reaccionaria de regresar a aquel.  La veneración extrema del pasado podía convertirse en “parodia” o generar una versión irreal de las cosas. La afirmación de que “todo tiempo pasado fue mejor” traducía en el lenguaje común aquella mirada.
  • En segundo lugar, podía actuar como un agente que invitaba a conservar y venerar, sentido que desembocaba en la “historia anticuaria”. La historia anticuaria poseía la virtud de que, practicándola, se demostraba que entre el pasado y el presente había una continuidad, certeza que hacía posible que los seres humanos se sintiesen parte de una tradición y/o continuadores de ella. Pero de igual modo, poseía el defecto de que podía animar la evasión del presente, un recurso extremo en el cual el historiador ha decidido huir de su contexto específico y “permanecer dentro de lo habitual y añejo” como si se tratase de su guardián, cohibiendo el desarrollo de formas nuevas de vivir por lo que podía tener un efecto conservador y pasatista.
  • En tercer lugar, podía actuar como una fuerza que hacía sufrir a aquel que, “oprimido por un malestar presente”, “juzga y condena” y conminaba a la búsqueda de la liberación, sentido que desembocaba en la “historia crítica” o “científica”. La virtud de aquella consistía en que estimula la voluntad de cambio y propiciaba una mirada más justa del pasado. Pero poseía el defecto de que era capaz de promover el rechazo al pasado y generar la desvinculación de una y otra esfera. No solo eso, de acuerdo con Nietzsche el exceso de crítica ante el pasado podía mutilar la voluntad de saber y estimular el presentismo o el culto excesivo al hoy.

Nietzsche presentaba tres actitudes o formas que podían generarse de la relación con la historia acorde con cada una de las miradas. La primera conducía a la admiración por la grandeza de pasado y a la inmovilidad, la segunda estimulaba el deseo de huir del presente y refugiarse en el pasado, y la tercera la ansiedad por vivir el presente y enfrentarlo. En los tres casos el lugar desde el cual se emitía el juicio era el único posible, el presente, el cual actuaba como plataforma ineludible a la hora de mirar al pasado histórico o auscultar el futuro utópico o distópico. Aquellas tres formas de la historia compartían un mal común: todas partían de un punto de vista metafísico o sobrehumano que veía la historia como un proceso autónomo que estaba detrás de la vida organizándola o dictándola al margen de la voluntad humana. En términos filosóficos los que defendían aquel punto de vista partían de la premisa de que detrás del acontecer humano en el tiempo y el espacio había una “sustancia” o fundamento estructurador fuera del control humano. Lo cierto era que, en ausencia de una “sustancia” o fundamento estructurador, la concepción del historiador como un ser racional que descubría un orden existente no era más que una farsa. La realidad no era el orden o cosmos sino el desorden y el caos. Si el orden o cosmos no estaba allí ¿por qué siempre parecía tan obvio? Nietzsche sugería que el orden o cosmos que se adjudicaba, al pasado en este caso, era producto del historiador.

El historiador observaba el caos fluyente de las cosas y le creaba, inventaba o construía un orden con el propósito de comprenderlo o apropiarlo, es decir, adecuarlo a su entendimiento. Apoyado en esa presunción elaboraba tanto la “historia monumental”, la “historia anticuaria” o la “historia científico” por lo que la narración o el relato eran efecto de la percepción y un producto estético o de la creatividad. Al cabo de aquel proceso el historiador olvidaba que la narración o relato no eran sino una creación suya y terminaba objetivándolo o adjudicándole una condición de realidad que lo conducía a creer que él, el historiador y la humanidad, eran producto de lo narrado y lo relatado. Aquel era un proceso de reificación o cosificación en la medida en que transformaba una idea (inmaterial) en un objeto (material), en el sentido que le dio Marx a ese concepto en su tesis sobre Feuerbach antes discutida. La sumisión a la narración o relato se explicaba por la necesidad de adjudicar sentido a su entorno que Eliade y Jaspers atribuían a la condición humana.  La imagen de la historia como una narración o relato voluble, fluido, plástico,  tentativo o líquido era evidente.

Aquel planteamiento invitaba a un debate profundo en torno a la relación del historiador y la historia y, en consecuencia, del ser humano con el pasado a través de la historia y la memoria. Desde su punto de vista los seres humanos se apoderaban del pasado mediante la intuición y el instinto de conforme a su conveniencia o inclinaciones. La imagen que se desarrollaba de aquel era en lo fundamental una adecuación o acomodo o, si uso el lenguaje de Renan al hablar de la nación, un proceso de selección y una combinación de recuerdos y olvidos. Por ello un nacionalista esencialista, un materialista histórico, un liberal y un vitalista verían el pasado de modo diferente: miraban de modo distinto y cada cual miraba hacia aspectos diferentes. El pasado podía ser hipotéticamente uno pero la forma de verlo era potencialmente infinita. La  polisemia o multiplicidad de significados del pasado dependía de la perspectiva del observador por lo que la imagen del pasado no podía ser  única sino plural.

Nietzsche insistía además en que el historiador no podía evadir su perspectiva o su mirada como lo requería la teología, la metafísica o la ciencia, por lo que la objetividad científica, uno de los paradigmas del siglo 19, terminaba convertida en un mito. Negar su perspectiva o su mirada  equivalía a negar su individualidad o su yo y oponerse a la vida. En vista de ello, sugería la adopción de un perspectivismo permanente que lo facultara para comprender la volubilidad, fluidez, plasticidad o liquidez del mundo. La objetividad, la imparcialidad o la verdad asumidas como valores posibles, no eran sino condiciones ilusorias e inalcanzables. El fragmento citado de Nietzsche representaba una crítica muy puntual del concepto de la modernidad, de la historiografía tradicional y del gran relato moderno que influiría de manera gradual la discusión historiográfica de todo el siglo 20 en particular la segunda parte de aquel.

 

Tomado de Henri Lefebvre (1961). Introducción al Marxismo. Buenos Aires: Eudeba. Pp. 37-39

Dicho esto ¿qué es el comunismo, siempre desde el punto de vista filosófico? No se define como un ideal, como un paraíso sobre la Tierra y en un porvenir incierto. No se define tampoco como un estado de cosas ordenado y previsto por un pensamiento racional pero abstracto. Esas anticipaciones, esas utopías, esas construcciones imaginarias son excluidas por un método racional: el del marxismo, o sea el de la sociología científica.

Henri Lefebvre

El comunismo científico se determina por el movimiento integral de la historia, por el devenir del hombre considerado en su totalidad. Es necesario comprobar, objetiva y científicamente, que ese devenir se orienta hacia una etapa actualmente previsible (aunque probablemente no deba ser la última), etapa que por una definición justificable y justificada lleva desde ya el nombre de comunismo.

En primer lugar, la especie humana (allí donde encuentra condiciones favorables o puede crearlas) tiende como toda especie viviente, pero con sus características propias, y por un proceso espontáneo y natural, hacia un cierto grado de realización. Y ello a pesar de las dificultades y obstáculos y a pesar de los elementos de regresión, de decadencia, de destrucción interna que se revelan durante este proceso; es decir, a pesar de las contradicciones y las formas de alienación o más bien a través de ellas.

La conciencia y el pensamiento se integran en este proceso; no lo condicionan, pues se ve claramente que son, por el contrario, condicionados por él: aparecen y crecen naturalmente, en el curso del proceso natural. El conocimiento, la razón, nacen y son al principio inseguros, débiles, impotentes; después se afirman, se confirman, extienden el sector dominado, se formulan. Llega finalmente un momento decisivo, un punto crítico, con complejos problemas; el momento en que la razón debe y puede dominar todas las actividades humanas, a fin de organizar las racionalmente.

Es el momento en que deben ser criticadas, denunciadas y superadas las múltiples ilusiones ideológicas. Y con ellas todos los fetichismos, todas las formas de la actividad humana alienadas y vueltas contra el hombre.

El comunismo se define, pues:

  1. Como el momento histórico en que el hombre, habiendo reencontrado conscientemente su conexión con la naturaleza (material), se realiza en su actividad natural, pero en las condiciones de un poder ilimitado sobre esa naturaleza, con todo el aporte de una larga lucha y todo el enriquecimiento de una larga historia.
  2. Como el momento en que la razón emerge decididamente, organiza el grupo humano y supera (sin suprimirlo sino conservando, por el contrario, lo esencial de sus ricas conquistas) el largo proceso natural, contradictorio, accidentado, doloroso, que fue la formación del hombre.
  3. Como el momento en que la alienación múltiple (ideológica, económico-social, política) de lo humano se halla poco a poco superada, reabsorbida y abolida (sin que por ello —repitámoslo—sea suprimida la riqueza material y espiritual conquistada a través de esas contradicciones).

Esta definición filosófica de comunismo no puede separarse de las otras determinaciones que encontraremos más adelante.

La superación de la alienación implica la superación progresiva y la supresión de la mercancía, del capital y del dinero mismo, como fetiches que reinan de hecho sobre lo humano.

Implica también la superación de la propiedad privada: no la supresión de la apropiación personal de bienes, sino de la propiedad privada de los medios de producción de esos bienes (medios que deben pertenecer a la sociedad y pasar al servicio de lo humano). La propiedad privada de los medios de producción entra, en efecto, en conflicto con la apropiación de la naturaleza por el hombre social. El conflicto se resuelve mediante una organización racional de la producción que quita a las clases y a los individuos monstruosamente privilegiados la posesión de esos medios. (Los textos de Marx sobre la alienación y sus diferentes formas se hallan dispersos en toda su obra, a tal punto que su unidad permaneció inadvertida hasta fecha muy reciente.)

 

Comentario:

Henri Lefebvre (1901-1991), filósofo y sociólogo francés, enfrenta el problema de la definición del comunismo científica en una coyuntura en la cual la imagen de ese proyecto ideológico estaba en crisis como resultado de la experiencia estalinista y las condiciones producidas por la Guerra Fría. Su interpretación, como la de otros de sus contemporáneos, sintetiza los mejor de la herencia hegeliana, marxista y nietzscheana.

Su argumentación se apoya en el recurso de establecer, primero, lo que no es el comunismo científico y su diferencia con respecto a otras visiones utópicas, irracionales, paradisiacas o románticas del futuro de la humanidad. La intención es evitar cualquier acercamiento mecánico, ortodoxo o superficial que confunda el comunismo con una meta inalcanzable como aquellas. En términos sencillos Lefebvre establece que el comunismo no es una utopía ni una ilusión y que no equivale al fin de la historia si esta es concebida como el escenario de la lucha de clases. La historia, que es contradicción, continuará una vez alcanzado el comunismo científico.

Erich Fromm

Establecidas esas premisas, apunta hacia las condiciones que validan su argumentación. El comunismo científico está determinado por una serie de fuerzas concretas y que es o será el resultado concreto del devenir, o sea, del movimiento de la historia. Es un telos o una forma a la cual habrá de arribarse como resultado del movimiento integral de la historia y del dominio racional de las condiciones que rodean a la especie humana. El comunismo científico es el momento en que la especie humana, armada de su racionalidad, dominará por completo su primera y su segunda naturaleza (el entorno material y la sociedad) y se encaminara a la superación paulatina de la alienación o enajenación y, en consecuencia, su rehumanización.

Su argumentación es análoga a la de Erich Fromm (1900-1980)  en su  «Marx y su concepto del hombre» (Fragmentos)  (1961) quien afirmaba la imagen del socialismo como un proyecto que, dado que buscaba la meta de superar la enajenación y re-humanizar a la especie humana, er una expresión del humanismo. La argumentación final de Lefebvre sobre la necesidad de que capital y el dinero fetichizados desaparezcan, no está muy distante de la de Fromm para quien el “reino de la libertad”, metáfora que podría incomodar al francés, no era sino la superación del “trabajo impuesto” por la praxis del trabajo racional, libre, común, no competitivo y voluntario, es decir, sin que fuera el resultado de la coacción del otro. Para Fromm la “realización de la vida” sólo sería posible en esos términos: “A cada cual de acuerdo con su necesidad, a cada cual de acuerdo con su trabajo”.

Por último, igual que Lefebvre aclara que la supresión de la “propiedad privada” no equivale a la desaparición de la propiedad personal, Fromm explica que cuando habla de necesidad se refiere a las “necesidades reales” y no de las “necesidades neuróticas” producidas por un mercado en el cual la gente se distingue por lo que posee y no por lo que hace. El momento en el que ambos pensadores articulan sus definiciones del comunismo científico o el socialismo, la inquieta década del 1960 y los avances de una forma inédita del capitalismo y la economía de mercado, así lo requerían.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador