• Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Todo sugiere que, tras el fin de la Guerra Fría 1989 a 1991, la relación pasado / presente / futuro, tal y como se había imaginado a lo largo del siglo 20, perdió operabilidad. Los paradigmas interpretativos surgidos con timidez al cabo de la primera posguerra y consolidados tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) ya no eran funcionales. La certeza reconocida al bipolarismo, la imaginación progresista, espina dorsal de la mirada moderna, y la confianza en que un “mundo mejor” era posible que había sido puesta en entredicho desde la década de 1920, no correspondía con la realidad. El proyecto europeo occidental con respecto a la humanidad, síntesis de la discusión cultural desde el siglo 14, ya no era convincente. El humanismo en todas sus facetas era cosa del pasado.

El bipolarismo característico de la Guerra Fría poseía una genealogía. En términos geopolíticos, el conflicto civil al interior de Rusia que movilizó a los vencedores de la Gran Guerra en favor de los blancos contra los rojos entre 1917 y 1920 y preparó el camino para la fundación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1922, había adelantado el fortalecimiento del dualismo maniqueo que dominó la era de la Guerra Fría desde 1947. Aquel era un discurso místico cargado de mesianismo y con un santoral preciso: la confrontación entre bien y el mal, definidos acorde con el lugar que se ocupase a la “derecha” o a la “izquierda” del espectro ideológico heredado de la revolución de 1789, inyectaba y sostenía la estructura de la historia y a los acólitos de cada bando. La confianza en la “inevitabilidad” de la imposición de uno sobre el otro era total como en una suerte de fe.

Aquel relato en torno al orden del mundo se había organizado alrededor de las necesidades concretas de Washington y Moscú, el primer y el segundo mundo en el lenguaje de los juegos del poder. Como era de esperarse, semejante representación invisibilizaba la diversidad del entonces llamado tercer mundo y los países no alineados con uno u otro polo de polo. Los tres mundos imaginados, una reinversión secular del trinitarismo cristiano, expresaban un esfuerzo de homogeneización que siempre fue incompleto. Las modulaciones del capitalismo, el socialismo y un largo etcétera, no podían ser resumidos en sistemas bipolares simples ni en el marco de comportamientos políticos, sociales y culturales estables y predecibles.

La represión de la diversidad que imponía la metáfora de un mundo bipolar estable había madurado desde la fase de la contención de la Guerra Fría y encubría un (des)orden y una diversidad internacional que poseía los rasgos de un trastorno de identidad disociativo. En cierto modo, la situación condujo a que los voceros de las personas jurídicas de la comunidad internacional, hicieran de la vacilación y el acomodo conveniente un arte a fin de asegurar la subsistencia de sus vacías versiones del capitalismo y el socialismo.

Después del periodo de 1989 y 1981, el bipolarismo dualista que caracterizó a la Guerra Fría , significado en la secular batalla entre este / oeste, socialismo / capitalismo, democracia / autoritarismo, totalitarismo- perdió su pertinencia. La explicación histórica que se ofrecía a partir de aquel marco se vació de contenido. Se hacía necesario fundar un nuevo lenguaje para la pos Guerra Fría, un concepto que pronto comenzó a disolverse en la nébula del olvido. Reinventar el presente en la pos Guerra Fría, sin embargo, requería no solo la reinvención del imaginario del orbe bipolar con argumentos frescos sino la revisión de todo el pasado que condujo a aquel callejón sin salida. Los historiadores profesionales y los educadores en historia tenían ante sí un reto extraordinario que tradujese la crisis consustancial al paso de una fase histórica a otra. Lo dicho sobre el socialismo real, el fascismo y el novotratismo, por ejemplo, tenía que ser revisitado tras las exequias de ambos fenómenos. Una nueva discursividad histórica era necesaria.

Tras la disgregación de la Unión Soviética en 1991, los entusiastas voceros del neoliberalismo emergente aseguraban que el reordenamiento global devolvería a la humanidad a un monismo elemental y transparente.  Reducido el enemigo socialista a una mueca, un nuevo capitalismo apoyado en la utopía tecnocientífica al servicio del capital, se impondría. El mito de la liberación humana por la ciencia y la tecnología poseía una poderosa carga mesiánica en la mentalidad capitalista. Los sabios positivos en alianza con los industriales, el sueño de la Ciencia positiva del siglo 19, se materializaría. No eran los únicos: la mentalidad socialista coincidía. Los dos hijos putativos de la doctrina del progreso no diferían en torno a ese punto neurálgico sino en cuanto a quién beneficiaría aquella: al capital o al trabajo.  

Eso sí, los componentes de la idea de la libertad en el neoliberalismo serían distintos a los liberalismos y los socialismos. Ya no se definiría aquel concepto a la luz de las relaciones de la comunidad con el estado sino con el mercado: el zoon politikon (animal cívico), abriría paso al zoon katanalotis (animal consumidor). Las nuevas condiciones para la definición de una identidad válida no emanarían de un acto de resistencia política sino de otro de sumisión al fetiche de la mercancía. Aquel ya no sería un terreno fértil para la impugnación sino más bien una invitación al acomodo en la vorágine de la situación dominante.

Para los enemigos del socialismo, el colapso de socialismo real y la emergencia del neoliberalismo significó el triunfo del capitalismo y los ideales del oeste. La libertad individual en el seno de la economía de mercado fue interpretada como “el fin (la meta o telos) de la historia”. Aquel era un fin loable forzoso, un escatón místico, que aseguraba el rescate de una condición considerada “natural”. El aura del zoon katanalotis penetraría a toda la humanidad y desembocaría en un sistema más justo en el cual todos tuviesen la oportunidad , aunque no la facultad concreta, de consumir para definir un yo débil pero funcional.

Naturalizada la libre competencia y el libre mercado, cualquier aspiración que oliera a asociacionismo o intervención estatal terminó por convertirse en una anomalía.  No era una actitud nueva. Las ideas de ese tipo, consideradas radicales desde antes de la revolución industrial, fueron tachadas una y otra vez como patologías o anormalidades a lo largo de los siglos 19 y 20. El desarrollo de la ciencia y la tecnología y su inserción en la economía de mercado explica también la apelación a ese peculiar lenguaje biomédico en el arte del insulto ideológico, otra de las marcas que dejó la neurótica cientificidad heredada del positivismo decimonónico.

A la altura del 2000 se reconocía que aquella esperanza de liberación por el neoliberalismo era ilusoria. La libertad del zoon katanalotis en el neoliberalismo era un mito: la desigualdad social se profundizaba y tomaba rostros nuevos por todas partes. Incluso los valores seculares propios de la modernidad retrocedían. El fundamentalismo religioso cristiano o islámico, una peculiar estrategia de consumir a Dios como mercancía y como artefacto político,  reverdeció. El fantasma del fascismo retornó en la forma de un neo o post fascismo, tal y como había ocurrido en el periodo entreguerras, los intensos años de la Gran Depresión y el capitalismo de guerra.

La derrota del segundo mundo por cuenta del primero tuvo una celebración corta y un costo extraordinario. Las novedades de la utopía tecnológica fueron atroces, los crímenes cibernéticos proliferaron y, sin nada que las frenara, las agresiones ambientales se produjeron por todas partes en nombre de un neoliberalismo dispuesto a mercantilizar la naturaleza . Además la competencia este / oeste no había desaparecido: Washington y Moscú seguían allí. Sólo había tomado una tesitura distinta a pesar de la comunidad de intereses capitalistas que se entronizó en los entornos de lo que antes había sido el primero y el segundo mundo.

Hay algo que no debe pasarse por alto: el neoliberalismo emergente tuvo dos caras. Es cierto que liquidó los restos del patético socialismo real, un sistema de cosas condenado a la luz de su fracaso económico y su autoritarismo más que por la carencia de nobleza moral de sus fines teóricos propios de una religión común. Pero también destruyó los restos del capitalismo liberal con rostro humano que se había consolidado a raíz de la Gran Depresión y durante la Segunda Guerra Mundial cuando el capitalismo y el socialismo internacional unieron fuerzas para confrontar la amenaza común “totalitaria” que representaban el fascismo italiano,  el nazismo alemán y el imperialismo japonés. El capitalismo de guerra en Estados Unidos había requerido la solidaridad de sus gigantescos sectores productivos y profesionales a fin de sobrevivir a la catástrofe de la conflagración.

Y en Puerto Rico ¿qué?

En Puerto Rico el fin de la Guerra Fría y el brote del neoliberalismo emergente significó otra cosa. Implicó barrer los últimos rastros del ennoblecido Nuevo Trato, del populismo paternal edulcorado y del Estado Interventor.  De paso contribuyó a erosionar la hegemonía de sus administradores seculares: los populares y los penepés. Es posible que el fin del bipartidismo, eventualidad que tantos celebran como una posibilidad real desde el 2008 deba, a la larga, ser agradecido al capitalismo neoliberal salvaje que se impone día a día. Las antilogías del cambio del siglo 20 al 21 en Puerto Rico han sido numerosas y en general poco discutidas.

Por otro lado, si el siglo 20 había sido interpretado como el escenario de modernización y el progreso. El siglo 21 se preveía como el de la demolición de ambos mitos y sin la capacidad de escoger una alternativa a aquellos discursos.  Ni uno ni otro concepto significan lo mismo hoy: la devaluación del sentido de ambos estandartes ha sido profunda. La invención de un nuevo lenguaje para interpretar el presente y sus posibles futuros era y es imperiosa. La respuesta más visible a esta situación vacilante en el campo historiográfica ha consistido es desconfiar cada vez más de los códigos interpretativos que articularon el discurso historiográfico de la era de la Guerra Fría.

En un momento dado, en las décadas de 1970 y 1980, se pretendió dejar atrás el empaque político jurídico de la historiografía en favor del utillaje económico y social con excelentes resultados. Al cabo de la Guerra Fría, entre 1990 y 2000, la intención era reformular aquellos con los recursos de la historia cultural e inventar una versión alternativa a la historiografía  “tradicional” y la “nueva” que integrara y superara a ambas. Me parece que ello ha guiado lo mejor de la producción historiográfica reciente. Numerosos investigadores han decidido, en cierto modo, dejar de ocuparse de establecer “lo que realmente sucedió”, pasión común de “tradicionales” y “nuevos” empecinados en esclarecer la “verdad” como un objeto concreto, para ocuparse de la diversidad de formas de interpretar “lo que percibimos que sucedió”. Eso se llama genéricamente revisionismo. La reflexión sobre el lenguaje y la producción de los historiadores que han marcado ese esfuerzo se hace cada vez más urgente. Lo que parece frenarlo es esa concepción moderna aún persistente del historiador como un comentarista o intérprete diferenciado de otros géneros de “ escritores” porque produce “verdades”. La tradición y la modernidad pesan todavía.

La cultura histórica colectiva, aquella que ha sido socializada a través de la educación pública y privada preuniversitaria y universitaria, tenía y tiene ante sí ese gigantesco reto. La crisis por la que ambas atraviesan en este momento no debe reducirse solo a componentes institucionales, presupuestarios o demográficos. Todos saben hasta qué punto esos condicionamientos materiales se reflejan en el orden inmaterial o espiritual. La crisis que señalo también tiene que ver con la necesidad de cambiar la mirada y el lenguaje de modo que se pueda redefinir esa conexión entre presente y pasado que el fin de la Guerra Fría dejó inoperante. El presentismo, una forma más de mirar el propio ombligo, no sirve de mucho en este momento. Los tiempos de revisionismo continúan.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El historiador italiano Enzo Traverso (1957- )[1], especialista en historia del siglo 20 de la facultad de la Universidad de Cornell y un intelectual interesado en el tema de la relación entre memoria e historia, la cuestión judía y el holocausto, además de la situación del Materialismo Histórico y el socialismo como forma de activismo en el siglo 21, entre otros asuntos, ofrece otra reflexión original y promisoria sobre el presente.  En una entrevista publicada en el 2018, se planteó el tema de la devaluación de la relación entre historiografía, ciencias sociales y Materialismo Histórico en su libro Melancolía de izquierda, volumen en el cual intentó determinar el lugar que ocupaba dicha teoría de la historia en la era del neoliberalismo y el posmodernismo.

Sus argumentos son un excelente modelo de los procedimientos que invierte un historiador profesional a la hora de evaluar un presente complejo siempre impredecible. Traverso aceptaba las dificultades que imponía pensar la “evolución de las sociedades” del siglo 20 como una totalidad en un escenario en el cual la perspectiva microscópica y las miradas fragmentarias se habían impuesto como criterio interpretativo. Su premisa encarnaba una toma de conciencia en torno al probable agotamiento de las tradiciones gnoseológicas consagradas durante las décadas de 1960 y 1970, por cierto. En aquel momento la Microhistoria y el Microanálisis impusieron sus reclamos ante la invisibilización del individuo en el entramado del análisis macroscópico y estructural propio de la Historia Social y Económica y las miradas de la larga y la media duración dominantes por aquel entonces. 

Enzo Traverso (1957- )

La crítica a la mirada micro y a la fragmentación del saber histórico no era una novedad. A fines del siglo 19, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) había señalado lo que identificaba como el “exceso de historia” en la práctica de la historiografía positivista crítica de aspiraciones científicas de aquel periodo. De forma similar, a principios del siglo 20 el filósofo francés Henri Berr (1863-1954) insistió en la necesidad de elaborar una bien pensada “síntesis” en historiografía: la dispersión del saber le preocupaba sobremanera. También a fines del siglo 20 el historiador cultural inglés Peter Burke reconoció que la “subespecialización” generada por las prácticas de la historiografía nueva y la tradición del Giro Social, de la cual la Historia Social y Económica eran unos de los pilares, debían ser evaluadas de forma puntual. La insistencia de numerosos observadores del presente en estimular el diálogo entre los saberes micro y los saberes macro, tuvo mucho que ver con ese asunto.

La preocupación de Traverso estaba relacionada con el problema de cómo apropiar una totalidad dada.  En su caso se trataba del siglo 20 desde la izquierda, es decir, desde el Materialismo Histórico innovador que el autor practicaba. El concepto “melancolía de izquierda” no era sino una metáfora sobre la actitud que se adoptaba en ciertos sectores de la izquierda ubicados en el siglo 21 a la hora de evaluar e interpretar el todavía cercano siglo 20. El concepto “melancolía” significaba literalmente en griego “bilis negra” o atrabilis. Simbólicamente sugería esa condición de tristeza, agobio o sufrimiento profundo que generaba la observación del siglo que se había ido: un periodo marcado por las llamadas guerras mundiales y de liberación nacional, las revoluciones sociales, el fin nominal del imperialismo europeo, las crisis económicas y los totalitarismos extremos. Traverso achacaba aquella emocionalidad, entre otras cosas, a la idea del “fin de la historia” que se había impuesto en medio del debate posmoderno, pero también a la “derrota de las revoluciones” que muchos presumieron como un rasgo del periodo pos Guerra Fría y la disolución del socialismo realmente existente durante la década de 1990. Los efectos de la “melancolía” en lo tocante a la relación de los estudiosos con el pasado fueron varios:

  • El primero era que ya no se aprendía el pasado con un propósito activo como por ejemplo, para “pertrecharse de herramientas para el futuro”. Más bien se le congelaba, se le inmovilizaba con el fin de desmenuzarlo, pero el resultado de la disección  y el conocimiento conseguido se consideraba inútil para construir un mundo mejor para la humanidad.
  • El segundo era que, al mirar el pasado, a muchos observadores les invadía la “nostalgia”, la “añoranza” y la “evocación”. Invadidos por aquellas emociones el conocimiento adquirido no les permitía articular nuevas “utopías” o proyectos de cambio originales que fuesen funcionales. Uno de los principios distintivos de la modernidad, la utilidad material y espiritual del saber historiográfico, había perdido legitimidad. Si conocer el pasado no era útil para construir un mundo mejor ¿qué sentido tenía saberlo?

Lo interesante era que Traverso recurría al argumento nietzscheano a tenor de la historia monumental, aquella que representaba “lo activo y lo que lo impulsa”. De acuerdo con el pensador alemán, si bien su “virtud” consistía en que estimulaba el respeto a la grandeza pasada, ello podía desembocar en el “defecto” de que el respeto desmedido podía intimidar y emascular la creatividad en el presente. La veneración extrema o desmedida del pasado implicaba el riesgo de desembocar en la “parodia” o generar una versión irreal del pasado y del presente.

Para Traverso ser de izquierda o ser Materialista Histórico en el siglo 20 y el 21 eran cosas distintas. De igual manera, hacer una revolución, acelerar el cambio social en el siglo 20 y el 21, tampoco eran la misma cosa. Ser de izquierda o Materialista Histórico y hacer una revolución progresista no era imposible en el siglo 21. Sólo sería diferente. Apoyado en la lógica de Fredric Jameson (1934- ), Traverso afirmaba que los acontecimientos ocurridos durante la década de 1990 habían provocado un cambio radical: la humanidad salió de un siglo 20 cargado de “esperanzas” en el cual había gente dispuesta a tomarse el riesgo de pensar en la posibilidad de un futuro mejor. El siglo 21, por el contrario, era uno cargado de “miedos” e inseguridades en el cual la gente prefería evitar en lo posible pensar en el futuro.

El diagnóstico de Traverso estaba relacionado con la forma en que la “memoria” del siglo 20 había sido diseñada y articulada bajo condiciones disímiles:  antes y después de la década de 1980, es decir, antes y después del desenvolvimiento del neoliberalismo y la globalización de la economía. Previo a la década de 1980, el siglo 20 era vislumbrado como el periodo de las revoluciones sociales, de las olas emancipatorias, de la descolonización, del fin del imperialismo político y las esperanzas de libertad. Aquel conjunto de fenómenos confluyó en el fortalecimiento de una visión esperanzadora y optimista de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio.

Posterior a la década de 1980, el siglo 20 tendió a ser reducido a la condición del siglo de las grandes guerras, los totalitarismos y los nacionalismos extremos, los genocidios y la consolidación del capitalismo salvaje de la mano del neoliberalismo y la globalización y la muerte de la libertad tal y como había sido imaginada.  Aquel conjunto de fenómenos confluyó en el fortalecimiento de una visión desoladora y pesimista de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio. La “derrota de las revoluciones del pasado”, identificada con el fin del socialismo realmente existente, aceleró el proceso. En términos sensatos el siglo 20 había sido ambas cosas, pero la tendencia a la polarización de los juicios sobre la época era notoria.

El avance del neoliberalismo y la globalización favoreció que los iconos del socialismo tales como la Unión Soviética, la República Popular China, la República de Cuba, Corea del Norte y otras se transformaran, a pesar del discurso de tinte socialista o populista radical que aún dominaba en algunos de aquellos sistemas, en países capitalistas alternativos que si bien permitían el libre mercado y la  acumulación de propiedad privada, instituyeron fuertes controles proteccionistas para frenar la inversión de capital extranjero en sus economías a través de gobiernos autoritarios. El Estado o gobierno conservó los rasgos de autoritarismo que ya poseía y se aseguró un gran poder sobre el mercado y la economía. El ideal de la democracia socialista que debía atenuar la competencia y estimular la solidaridad en los procesos productivos y distributivos nunca se consolidó ni antes ni después de aquel giro.

El testimonio intelectual de Traverso es una invitación a que se acepte que los sistemas filosóficos y las teorías de la historia, por más complejos y cuidadosos que parezcan ser,  poseen cierta falsabilidad o refutabilidad.  Es decir, pueden ser sometidos a demostraciones que los contradigan. Lo que identificamos como realidad, una imagen filtrada por un yo que siempre cambia, escapa a cualquier esfuerzo de inmovilización o fijación.  El reclamo de verdad de cualquier filosofía o teoría siempre puede ser superado o excedido por la realidad. El Materialismo Histórico y el socialismo, su aplicación a las luchas sociales, ha sido un tópico presente de diversos modos en la evolución de la historia de la humanidad desde su maduración a mediados del siglo 19. Que Traverso lo inscriba en la agenda para la discusión a principios del siglo 21, no debe sorprender a nadie. Se trata de un debate necesario, sin duda, a la luz de los reclamos de un nuevo orden social y económico. Las formas que adopte el Materialismo Histórico y el activismo que genere serán un asunto para debatirse en el futuro. Espero que ese esfuerzo no se haga en vano.

Publicada originalmente el 5 de noviembre de 2021 en 80 Grados-Historia

Bibliografía

Centro de Investigación Social Aplicada CISA-RUM. “Conversatorio: Historia y Memoria. Perspectivas desde el siglo XXI”. Disertantes: Enzo Traverso, PhD (Cornell University) y Carlos Pabón, PhD (UPR-RP). Moderador: Marcelo Luzzi, PhD (UPR-RP). Quinta conferencia del ciclo Historia y Memoria, organizada por el Centro de Investigación Social Aplicada (CISA), Marzo-Octubre 2021. URL https://www.youtube.com/watch?v=geHwOTEK7eM&t=9s ; e Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2021/10/02/enzo-traverso-y-carlos-pabon-ortega-dialogo-sobre-la-memoria/

Diego Rojas (18 de noviembre de 2018) “Enzo Traverso: “En el siglo XX no sólo hubo totalitarismos y genocidios, sino también revoluciones” en Infobae-Cultura.

Enzo Traverso (2019) Melancolía de izquierda. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

—–(2017) La historia como campo de batalla. México: FCE.

—– (2011 ) El pasado. Instrucciones de uso. Buenos Aires: Prometeo

—– (2013) ¿Qué fue de los intelectuales? Epublibre

—– (2001) El Totalitarismo. Historia de un debate. Buenos Aires: EUDEBA


[1] Centro de Investigación Social Aplicada CISA. “Conversatorio: Historia y Memoria. Perspectivas desde el siglo XXI”. Disertantes: Enzo Traverso, PhD (Cornell University) y Carlos Pabón, PhD (UPR-RP), 1ro de octubre de 2021. Moderador: Marcelo Luzzi, PhD (UPR-RP). Quinta conferencia del ciclo Historia y Memoria, organizada por el Centro de Investigación Social Aplicada (CISA), Marzo-Octubre 2021. URL https://www.youtube.com/watch?v=geHwOTEK7eM&t=9s  ; e Historiografía: la invención de la memoria URL https://mariocancel.wordpress.com/2021/10/02/enzo-traverso-y-carlos-pabon-ortega-dialogo-sobre-la-memoria/

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

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Mario R. Cancel-Sepúlveda

El presente es la plataforma desde la cual el ser humano construye y ajusta una imagen del pretérito. Esto significa que al evaluar sus juicios no se pueden pasar por alto las condiciones que distinguen la vida social, cultural y las relaciones internacionales del momento en el cual emite sus juicios. Es de suma importancia explorar el modo en que esas transformaciones inciden en la práctica de los profesionales de la historia. La imagen del pasado cercano o remoto y su figuración siempre han estado y estará sujeta a las tensiones entre la imagen que se posea del pasado y la forma en que se sienta el presente. Esa tensiones involucran lo mismo a la emocionalidad que a la racionalidad del historiador.

Un ejemplo de ello puede ser el siguiente. Lo que la Edad Media representó para quienes la vivieron, para los Humanistas, los Ilustrados y los Modernos, dependió en gran medida del lugar en el tiempo y el espacio desde el cual tomaron posesión imaginativa y creativamente de aquella época. Reconocido ese hecho resulta inevitable aceptar que el siglo 20 significó una cosa para sus actores concretos como proceso activo pero, sin duda, ha sido interpretado de un modo diferente por quienes comenzaron a percibirlo como un proceso terminado a inicios del siglo 21.

La discusión historiográfica en torno al siglo 20 después del fin de la Guerra Fría (1989-1991) giró alrededor de un conjunto particular de problemas que brindaban pistas sobre la forma en que la representación de aquel periodo y de la historia se fue alterando.

  • Primero la idea de la “revolución”, una herencia de fines del siglo 18 que distinguió al siglo 20, perdió legitimidad a partir de la década de1990. La revolución había sido un paradigma respetado que había adquirido prestigio a partir de la experiencia francesa de 1789, proceso que estableció un nuevo balance de fuerzas entre lo que se conocía como el Antiguo Régimen y los tiempos modernos. El fenómeno había sido determinante para el desarrollo de la historiografía del siglo 19 y para la transformación de la historia en una disciplina profesional, académica y respetable. Los historiadores estaban de acuerdo en que la Revolución Francesa de 1789, junto a un conjunto de procesos de cambio radical que habían comenzado en 1776 y habían terminado en 1830 -el llamado Ciclo Revolucionario Atlántico-, habían iniciado lo que se conocía como la era contemporánea, esa segunda fase de la modernidad que se reconocía había comenzado con los grandes cambios experimentados por un grupo de países europeos alrededor del año 1500: los descubrimientos geográficos, la reforma evangélica, el Renacimiento y el Humanismo, entre otros. La revolución había sido un artefacto práctico derivado de la teoría del progreso, útil para estimular el cambio, e interpretativo, útil para explicarlo. La idea de la revolución se nutría de la creencia en que la racionalidad humana poseía la capacidad para acelerar el cambio social, económico, político y cultural de manera controlada y encaminar a la humanidad en la ruta hacia un fin legítimo y deseable. Numerosos activistas e intelectuales, incluyendo historiadores, la habían reconocido como uno de los motores de cambio histórico y social más relevantes de los últimos dos siglos, es decir, en la modernidad. Tras la quiebra de los valores de la revolución francesa en el contexto de la revolución juvenil del 1968, y la disolución del socialismo realmente existente entre 1989 y 1991, algunos observadores llegaron a la conclusión de que en el futuro ya no sería posible una revolución en el sentido en que la habían formulado el 1789 o el 1917. La conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa de 1789 en 1989, como antes la del bicentenario de la declaración de independencia de la 13 colonias inglesas de 1776 en 1996 que fue la base de Estados Unidos, estimularon la evaluación de los triunfos y los fracasos que acompañaban a los dos más respetados procesos revolucionarios de la historia occidental. Los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y disfrute de la propiedad que aquellas habían cultivado, no se habían materializado y los resultados de la carrera por conseguirlos eran por demás engañosos. La Revolución Rusa o bolchevique de 1917 no subsistió como para articular la memoria y la historia en una actividad centenaria, como se sabe, pero el comunismo con el que soñó no se consiguió nunca. La “muerte” simbólica del concepto revolución supuso varias cosas. Por un lado, el fin de la era contemporánea, criterio que fue interpretado como en el “fin de la modernidad” y que sirvió de fundamento al debate posmoderno. Pero la “muerte” simbólica del concepto revolución representó además un desafío para cualquier interpretación de la historia total como un proceso progresivo que, a pesar de sus altas y sus bajas, conducía de forma irrevocable a algún lugar predecible. La desconfianza cándida en el progresismo ya ha sido discutida a la luz de las posturas de Bury en torno a la crisis generadas de la experiencia de la Gran Guerra y la Revolución Bolchevique expuestas a principios del siglo 20. El derrumbe de la idea del progreso, idea que tanto debía a las concepciones teológicas ligadas a la idea de la salvación, fue uno de los puntos cardinales en la idea de la historia de la historiografía de la segunda parte del siglo 19 y lo que va del siglo 21. El nuevo siglo se desenvolvió como uno en el cual las utopías y las expectativas en el advenimiento de un mundo mejor y más justo producto del esfuerzo racional humano eran inadmisibles. El hecho de que, durante la Guerra Fría, las promesas de uno y otro extremo del dueto en pugna hubiesen decepcionado a quienes esperaban lo mejor del capitalismo o del socialismo, pareció haber agotado las esperanzas de una parte significativa de la humanidad. Aquella situación equivalía a la pérdida de cualquier forma fe mesiánica profana, por lo que favoreció el renacimiento de otros anhelos utópicos que la modernidad con su componente secular parecía haber dejado atrás: el fundamentalismo religioso propio de los sistemas religiosos monoteístas como el cristianismo y el islamismo, ambos deudores del judaísmo, llegó para suplir esa necesidad de certidumbre y sentido que la humanidad parecía requerir. Debe quedar claro que el desprestigio de la idea de la revolución y la pérdida de atractivo de la utopías racionales no significó que aquellas desaparecieran del todo. Los reclamos, pacíficos o agresivos, por un orden social más justo y equitativo continuaron surgiendo. Pero lo cierto es que los reclamos revolucionarios han ido atemperando o ajustando sus expectativas al hecho de que la libertad plena, en la forma de una economía capitalista o socialista perfectas, es una imposibilidad. Cualquier historiador reconocería que la idea de la revolución no desapareció del panorama pero, bajo las condiciones nuevas, sus propulsores se vieron forzados a revisar su discurso y sus prácticas. Era evidente que una época diferente, requería instrumentos originales para comprenderla y cambiarla.
  •  Segundo, llamó poderosamente la atención el papel cada vez más relevante que cumplieron los medios de comunicación masiva y los recursos de la informática en la elaboración de una imagen del mundo social e histórico e incluso en el plano individual. La revolución de las comunicaciones y la informática ha tenido un efecto inmenso en la historia reciente de la humanidad. La creación de la imagen o representación del mundo, que antes se forjaba en el seno de la familia, los sistemas educativos, los grupos sociales, el trabajo y la interacción presencial con otros seres humanos, entre otros, recibió el impacto de los saberes que se formulaban en escenarios innovadores que la ciencia aplicada o la tecnociencia pusieron al alcance de la gente. No solo eso: las formas de comunicar y aprender se diversificaron, fenómeno que no dejó de generar conflictos. Para las disciplinas académicas aquel era un problema que había estudiar en la misma medida en que se digerían sus efectos sobre sus rutinas. El proceso afectó de un modo u otro a todas las disciplinas y prácticas sociales con resultados desiguales y, claro está, el impacto no excluyó a los historiadores. La historiografía, en su aspecto investigativo y educativo, es un proceso de comunicación. Bajo las nuevas circunstancias los historiadores se vieron precisados a competir con la autoridad de aquellos medios emanados de la tecnología. La emisión de juicios sobre el lugar del ser humano en el tiempo y el espacio ya no dependió de profesionales de la historia solamente: la televisión y la Internet, por solo mencionar dos de los medios más emblemáticos, a los cuales se podía acceder desde una amplia variedad de dispositivos también estaban en posición de hacerlo. El prejuicio respecto al historiador “aburrido” y el medio de comunicación “interesante” se generalizó a la vez que el asunto de la confiabilidad del emisor y el saber pasó a un segundo plano. La revolución tecnológica, que pronto se convirtió en uno de los entornos más productivos del mercado de capital, tuvo el efecto adverso de devaluar y sembrar la desconfianza en las formas usuales de conocer el mundo. La figura del intelectual como productor y educador, la cual se había consolidado a lo largo de los siglos 19 y 20, comenzó a retroceder en ocasiones hasta el extremo del antiintelectualismo, una expresión de hostilidad hacia la labor de aquellos sobre la base de que la suya es una actividad impráctica que no redunda en beneficios inmediatos para la gente común. El antiintelectualismo ha insistido en que los intelectuales son parte de una elite que usa el saber para lastimar la ley y el orden, considerados dos valores cruciales para la paz social, por lo que se merecerían la desconfianza de todos. La base de apoyo más fuerte del antiintelectualismo han sido las personas menos educadas de la sociedad.
  •  Tercero, es importante llamar la atención sobre el hecho de que a pesar de que los recursos del Giro Social y el Giro Cultural con su apelación a la lingüística y la narración, podían explicar de manera apropiada los dramáticos cambios observables, los paradigmas de aquellas propuestas también fueron cuestionados. La revolución de las comunicaciones y en particular la tecnológica, no sólo perturbó las prácticas de los seres humanos en el ámbito social e histórico y en el mercado hasta el punto de reinventar lo que significa ser un ciudadano y un consumidor. También socavó la confiabilidad que habían depositado los historiadores del siglo 20 en sus procesos de explicación. La ciencia aplicada o la tecnociencia se han hecho de una posición importante a la hora de establecer formas alternas de enfrentar el problema de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio y su ubicación en la sociedad que recuerdan el respeto que se dispensaba a la física mecánica de Newton como criterio de explicación abarcador durante el siglo 18 y buena parte del 19.
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia
Publicado originalmente en Puerto Rico: su transformación en el tiempo (19 abril 2008)

El posmodernismo fue una discusión ideológica centrada en torno a los fundamentos del saber heredados de la modernidad y, en última instancia, de la Ilustración. Su asociación a un tiempo histórico llamado posmodernidad, momento que implicaba una experiencia cultural y un ordenamiento social distinto a aquellos que distinguieron a la modernidad, era evidente. Los pensadores que centraron la discusión en torno a aquel elusivo concepto diferían en torno a si la posmodernidad como momento histórico, representaba una etapa nueva en la evolución de occidente, o si era meramente una fase nueva del desarrollo de la llamada alta o tardía modernidad.

Algunos pensadores ligados al Materialismo Histórico como el estadounidense Fredric Jameson (1934- ) conceptualizaron el fenómeno bajo el código tardomoderno. Visto dentro de aquel contexto cambiante, el pensamiento posmodernista fue el conjunto de planteamientos ideológicos que caracterizan una época de cambio que inició después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, alcanzó su madurez en la inquieta década de 1960 y llegó a su culminación después de 1989 con la quiebra concreta de la solidez de la mayor parte de los paradigmas o autor de fe de la modernidad. El dominio de las comunicaciones, la virtualidad, el neoliberalismo, la globalización, el hiperconsumo y la reestructuración de las ideas sobre la riqueza y la pobreza fueron el caldo de cultivo material de la presunta nueva época. El pensamiento postmoderno fue del interés de una amplia gama de disciplinas del saber. Ello repreentó una revolución hermenéutica o interpretativa por medio de la cual se fueron perdiendo la mayor parte de las garantías en torno a la estabilidad del saber heredado.

El pensamiento posmoderno ha sido interpretado, usando el lenguaje del filósofo y sociólogo francés Jean F. Lyotard (1924-1998), como el espacio en el cual terminaban los metarrelatos, se lastimaban los paradigmas explicativos y perdían credibilidad las utopías heredadas de la modernidad, incluyendo el sueño de la democracia liberal y el socialismo como garantes de la igualdad. En ese sentido la filosofía, la ética y la teología, han visto desvanecerse los cimientos seguros en los cuales se montaban sus discursos en la medida en que aquellos fueron reducidos a la condición de mera retórica o se han esclavizado a un utilitarismo extremo. Al posmodernismo competía una posfilosofía que aceptaba la relatividad de la representación de las cosas por lo que las explicaciones caminaban hacia los terrenos de la ficción literaria y una posética que se abrazaba a la disciplina del mercadeo y al principio del pragmatismo. En general se presumía que los principios considerados eternos se habían disuelto y que la guía única de la poshumanidad sería el goce y la utilidad inmediatas. La posteología (re) inventó una divinidad con los fragmentos de múltiples sistemas religiosos y desarrolló una relación más abierta con la divinidad. El impacto de todo ello sobre la vida cotidiana fue enorme.

«Mona Lisa con bazuka» (2010) por Banksy (1974- )

Algo análogo ocurrió en la arquitectura y las artes plásticas en general en la medida en que la hibridez, el acopio de las tradiciones más diversas y anacrónicas, se impuso al purismo heredado de la modernidad. En aquel ámbito la ruptura con el estructuralismo moderno, esa percepción de que la realidad toda estaba organizada alrededor de un sistema simbólico común, resultó más patente. La revolución posmoderna consistió en que la presumida unidad elemental de significación, el principio de que el objeto cognoscible era siempre aprensible realmente por el sujeto cognoscente, perdió confiabilidad. No se cuestionaba la capacidad de saber. Lo que se ponía en duda era el carácter del conocimiento. El efecto de aquel proceso en las ciencias naturales y sociales fue notable. Aquellas disciplinas que servían para explicar al ser humano y su entorno, habían sido el producto más acabado de la modernidad. Todas ellas dependían de la noción ciencia como saber exacto, del artefacto de la razón como unidad o estructura universal de saber, del automatismo de la relación causa y efecto para apropiar una realidad comprensible, del determinismo que convertía la realidad en un proceso necesario e inevitable, y del principio de la evolución como sinónimo de progreso. Ese conjunto de principios servía para celebrar el “presente” que formuló aquellas percepciones.

Los sistemas de interpretación asociados al posmodernismo y a la posmodernidad partieron de la premisa de que los mencionados asertos de la modernidad eran impugnables. En términos generales, preocupaba más a los pensadores la forma en que se construía un saber o su representación, para usar el concepto del historiador francés Roger Chartier (1945- ), que el saber en sí. Preocupaba más la hermeneusis o interpretación, que la epistemología o la gnoseología. La estructuración que se atribuía a lo real era vista como una construcción tentativa que servía en la medida en que era funcional y que podía ser sustituida por otra en condiciones particulares. En ese sentido el pensamiento posmoderno fue el reino de la incertidumbre, de la inseguridad y de la sospecha, como decían Michel Foucault (1926-1984) cuando celebraba la obra de los alemanes Friedrich Nietzsche (1844-1900), Karl Marx (1818-1883) y ek psicoanalista austriaco Sigmund Freud (1856-1939). La muerte de la objetividad y el fin de los principios esenciales teóricamente imposibilitan toda ciencia natural o social en el sentido moderno de la palabra.

El pensamiento postestructural implicaba, precisamente, la aceptación de que las estructuras heredadas (ciencia, razón, causalidad, determinismo, universales, esencias, progreso) ya no eran útiles para refrendar el saber. Los nombres de Foucault, Jacques Derrida 1930-2014) y Paul Ricouer (1913-2005) estuvieron íntimamente ligados a aquella tradición. Desde la perspectiva postestructural, para comprender o apropiar la realidad, era imperativo reconocer un nuevo nivel de complejidad en aquella. Si, según Nietzsche, se sabía de manera perspectiva, la pluralidad de puntos de vista y la polisemia de la realidad resultaban patentes. Si además de aceptar aquel principio se erosionaban las jerarquías de saber y se afirmaba un pluralismo democratizador, era plausible imaginar que la postmodernidad sí representaría un chance u oportundad para la libertad como sugería el filósofo italiano Gianni Vattimo (1936- ) creador del concepto del «pensamiento débil».

Esa misma diversidad hizo al posmodernismo difícil de definir y de aceptar por los pensadores de la modernidad, la alta o la tardía modernidad. El carácter de la rebelión antimoderna de algunos posmodernos a fines del siglo 20, guardaba alguna analogía con la rebelión romántica ante la herencia ilustrada en los primeros decenios del siglo 19. El posmodernismo negaba la posibilidad del conocimiento objetivo y cuestionaba el significado universal y estable de las palabras y textos. El significado se transformaba en una transacción ejecutada entre el emisor y el receptor a la luz de las circunstancias. Si la razón y la verdad no eran más que un acto arbitario o de poder, o la consolidación de las metáforas o las mentiras, entonces lo que se encontraba en juego era la noción central sobre la cual se había cimentado la civilización cristiana occidental: la idea de la verdad. Una verdad degradada a la condición de artefacto mundano que era producida por medio de múltiples formas de la coartación, no se ajustaba ni a los principios de la ilustración ni a los de la modernidad. En ello radicaba el núcleo creativo del posmodernismo.