• Elga M. del Valle La Luz, PhD

El profesor, escritor, historiador y crítico literario, oriundo de Hormigueros, Mario R. Cancel Sepúlveda, afirma: “Toda recuperación del pasado es una versión parcial de una totalidad inaprensible”. Esta aserción recoge el valor y la pertinencia del texto y en el que me adentraré en la siguiente reflexión. La riqueza del contenido de éste, el más reciente libro de Cancel sobre la disciplina que nos ocupa, exige más de una reflexión. Para la presente, se han escogido de manera puntual algunos de los planteamientos y desafíos a nuestro entender más relevantes desarrollados por Cancel Sepúlveda para provocar al lector-lectora.

¿En dónde y cuándo comienza el oficio de historiar? ¿Cuál es la función del historiador? ¿Existe la imparcialidad en el oficio, o la voz, la pasión y la visión de quien narra los hechos pasados estuvieron, están y estarán presente en sus escritos? ¿Cuáles cambios ha experimentado la disciplina y la manera de interpretar los hechos que dan origen al relato? Propiciar la curiosidad y la necesidad de entender los pormenores de la labor del historiador o historiadora, ver de manera crítica el devenir de la disciplina, entender y adquirir un panorama amplio de cómo se hilvana la periodización del acercamiento a los hechos pasados a la vez que se provoca interés por investigarlos para hacer una lectura de los mismos, es, sin duda, algunos de los logros de esta entrega titulada: “Historiografía y enfoques de la historia: pensamiento y escritura histórica”.

En la introducción del texto, Cancel Sepúlveda desmenuza los conceptos historia e historiografía. Presenta una visión amplia sobre los diversos acercamientos que definen la historia como disciplina para ofrecer al lector-lectora la posibilidad de hilvanar su transformación a través del tiempo. El autor plantea que el ser humano es un ser narrativo, o sea, un ser que narra lo que aprende y lo que imagina, por lo que su relación con el lenguaje le define como ser humano y como historiador: “El ser humano, en ese sentido, puede ser categorizado como un ‘ser narrativo’ que se comprende a sí mismo por medio de narraciones y que, en consecuencia, está sujeto a las formas de lenguaje que adopta lo que narramos”.

Para Cancel, la labor escritural del historiador es fundamental, y, por tanto, establece que aunque todos los seres humanos pueden pensar históricamente no todos pueden narrar historia. Hace énfasis en que la disciplina no se circunscribe exclusivamente a la narración del pasado, sino que siempre es la visión del presente sobre el pasado, “…que la historia nunca es solo y exclusivamente pasado. Por el contrario, siempre es la visión del presente sobre el pasado… quien decide lo que debe recordarse y a qué consideraciones apela para prohibir el olvido de ello”, nos advierte que constantemente reconstruimos el pasado de acuerdo con nuestra concepción de un presente que se debe precisamente a esos hechos y antecedentes.

En ese momento es que entra la figura del “historiador” a ocupar su puesto. […] Ni en el mundo helénico o griego ni en el latino o romano, la objetividad o la imparcialidad según las definió la ciencia moderna, fueron metas preciadas por los historiadores: el propio pensar o sentir estaba presente detrás de cada reflexión histórica.

El ser humano en el presente enfrenta un enorme desafío toda vez que, al carecer del cúmulo de hechos documentados y el conocimiento que de ellos se desprende, con que confrontaba en el pasado, se halla impedido de comprender a cabalidad la fibra con que está tejido el presente. Entender el presente sin mirar al pasado no tiene sentido alguno ni para el historiador(a) ni para el que no lo es.

El historiador se encuentra ante la situación de que el pasado y el fenómeno nunca pueden se restituidos del todo por lo que siempre se verá precisado a trabajar con las impresiones e imágenes que él elabora, moldea y organiza en una narración o relato coherente que tomará una diversidad de formas.

El proceso de rescatar tanto la historia documentada como la excluida de la oficial, resulta indispensable. Sobre todo, porque se mira desde ópticas diversas, lo que el autor llama “los diversos presentes”. En esa búsqueda se desafían los embates del tiempo y de los procesos de validación y rechazo que excluyeron algunos de los acontecimientos más relevantes o que son motivo de mayores cuestionamientos sobre su confiabilidad y veracidad. Para el autor, la escuela historiográfica es el proceso, como decir la obra, y el historiador, el personaje. El historiador asume el rol de protagonista, con o sin premeditación, al rescatar sucesos ignorados u olvidados y otorgarles significación como antecedentes del presente desde el cual se les mira, estudia o legitima.

Cancel relaciona las teorías religiosas del medio oriente, la judaica y la cristiana, y cuánto el discurso histórico, a la luz de ambas, mantuvieron un rol parecido en el que lo divino determinaba el destino de la humanidad y le negaba la posibilidad de autodeterminación.

El autor se detiene en la figura de Agustín de Hipona y detalla la formulación del Gran Relato Cristiano, más allá del dualismo maniqueo del filósofo. Cancel señala el contenido ético del discurso agustiniano y el desarrollo del concepto de lo temporal en paralelo a la constancia de los principios del judaísmo, a partir de la reflexión sobre la creación en el Génesis que, a fin de cuentas, representaba el cimiento del cristianismo. La historia, desde la óptica agustiniana, se definía a partir de Dios y el tiempo era controlado por este. El relato histórico, a medida que se expandió el cristianismo, bajo la institución de la Iglesia Católica, sería controlado por la jerarquía eclesiástica. La obediencia al mandato divino subordinaría todo lo que se consideraba mundano, o sea, ajeno a Dios, incluso o, tal vez, sobre todo, el quehacer político en la Edad Media.

La labor del historiador bajo el dominio de la Iglesia se convierte en la de cronista o recopilador de datos, que nunca deberá perder de perspectiva el principio articulado desde el Gran Relato Cristiano, “que la historia era una teofanía o la manifestación de Dios en el tiempo”. Los monasterios se convertirían en los centros de la compilación y escritura de los acontecimientos a la par que mostraban ser ejemplo de los verdaderos valores de la vida cristiana. Cancel expresa que, con el tiempo, los monasterios se corrompieron y en respuesta surgieron las órdenes franciscana y dominica, que coincidieron en cuanto a la incorporación de sus respectivas comunidades a la vida urbana y propusieron un nuevo acercamiento a los valores cristianos del Jesús histórico.

El autor inserta en su análisis la escolástica de Tomás de Aquino y la relación entre fe y razón, como dos pilares de la experiencia humana para nada contrarios, aunque estableciendo siempre la superioridad del primero sobre el segundo. Sobre la escolástica, dice Cancel: “El método incentivó la especulación, la refutación y el razonamiento sistemático hasta el punto de que llegó a identificar a Dios con la Razón y, como consecuencia de ello, a atenuar la contradicción Fe / Razón y a validar el saber racional”.

El autor explica los pormenores del pensamiento de Tomás de Aquino y revela cómo este valida la existencia del Estado como ente regulador de la vida del ser humano y como herramienta para trabajar por el Bien Común, conforme a la razón que viene de Dios. De acuerdo a la reflexión de Cancel, si bien hasta ese momento, el cristianismo amparado en el Determinismo Cristiano había rechazado los elementos de la cultura grecorromana, denominándolos paganos, bajo Tomás de Aquino y la escolástica, se toma de aquellos la posibilidad de validar intelectualmente los supuestos que cimentaban y consolidaban los arquetipos de la Iglesia.

En “El pensamiento histórico y social del Renacimiento a la Ilustración”, Cancel Sepúlveda se adentra en el pensamiento renacentista y humanista. Tanto el Renacimiento como el Humanismo, según el autor, representaron un reto al Providencialismo y Determinismo Cristiano que dominó la Edad Media. Llama la atención en esta sección, la elocución de Cancel sobre la trascendencia del Renacimiento y el Humanismo, y la vuelta al pensamiento heleno-latino, así como a la transformación del pensamiento y las instituciones en la que la incipiente burguesía tuvo rol protagónico y que desemboca en la modernidad, y el surgimiento de una nueva forma de quehacer político en el que el papel del Estado se replantea, y rompe con la visión medieval, anteponiendo la postura del Estado sobre la Iglesia.

Resulta indispensable reconocer la amplitud y profundidad del pensamiento historiográfico del autor. Este pone en perspectiva la influencia de Platón y Aristóteles, tanto en el pensamiento medieval como en el renacentista, pero brindando especial énfasis en lo disímil de ambos acercamientos al legado de los griegos.

En términos generales, las fuentes intelectuales del Humanismo que alimentaron el pensamiento y la cultura renacentista; y las fuentes intelectuales del Providencialismo Cristiano que alimentaron el pensamiento y la cultura medieval habían sido las mismas: los antes citados Platón y Aristóteles son antecedentes comunes a ambas vertientes. Lo que cambió, y esta es una lección historiográfica importante, fue la interpretación de las aportaciones de aquellos.

Al analizar estos antecedentes en el contexto del Renacimiento y el comienzo del Humanismo, el autor resalta las figuras de Nicolás Maquiavelo y Leonardo Da Vinci para explicar la percepción de ambos a la luz del Humanismo en el que se redefine la historia en la modernidad. Maquiavelo brinda especial énfasis a la importancia del “papel creativo del individuo y su voluntad de poder en la fragua de la historia”. Por otro lado, para Cancel Sepúlveda, Leonardo, partía de la premisa de que “la experiencia sensorial, la determinación causa–efecto y la razón, combinadas, producían la verdad”. A tenor con este supuesto, la nueva manera de aproximarse a la historia, ciertamente se comienza a desvincular de la visión Providencialista del medioevo para dar paso a una manera modernista de reflexionar sobre los hechos históricos. Este planteamiento sugiere al lector-lectora, que el ser humano se logra convencer a sí mismo del poder de la razón para evaluar los hechos y pasar juicio sobre ellos, ya no bajo el crisol de la voluntad divina, sino desde la propia. Cancel resalta que, a pesar del crecimiento de este aparente distanciamiento del medievo, aun allí seguían prevalentes los principios del cristianismo.

Resulta entonces, comprensible que durante el periodo del Barroco se pudiese observar una vuelta al Providencialismo y se intentase deslegitimar la visión humanista bajo el amparo de la Contrarreforma de la Iglesia Católica. Sin embargo, la lucha entre clericalismo y secularismo no detuvo el avance del pensamiento humanista. Más aun, las ideas humanistas ven su culmen, como expresa Cancel, en la obra de Francis Bacon y el acercamiento empírico, indispensable para la visión modernista de la historia y la historiografía. O en las palabras del autor: “Sin la percepción de que lo empírico y lo contingente podrían servir de base para un conocimiento auténtico, no hubiese sido posible la historiografía moderna ni la historiografía científica”.

Así, el autor da paso a la figura de Vico, cuyos planteamientos pretendían explicar la naturaleza humana, y dar a entender las causas del comportamiento humano en la historia. Cancel resalta la importancia de las ideas de Vico para allanar el camino al Positivismo y el Krausismo, reconociendo que éste logró armonizar lo mejor de las corrientes del Providencialismo, la Revolución Científica y el Racionalismo, para legar “un sistema especulativo de rasgos modernos que deja al estudioso en las puertas de la Ilustración”.

El autor, hace referencia al “gran relato moderno” y la postura de Nietzsche sobre la historia en la que éste apunta a la perspectiva de ver la historia en las tres metáforas nietzscheanas: historia monumental, historia anticuaria e historia crítica. Según Cancel, estas tres actitudes que responden a cada una de las dimensiones: admiración (pasado), esperanza (presente), ansiedad (futuro)… sensaciones habituales que se experimentan en la praxis del oficio de historiar. Por tanto, añade, en Nietzsche “la narración o relato del pasado era en verdad contingente, relativo y cambiante” en la medida que enfrentar los hechos desde la óptica humana carece de objetividad.

Para Cancel, el filósofo alemán derrota la visión de la historia universal según concebida por la historiografía latina, cristiana y moderna, puesto que todas partían de la supremacía de Dios. El orden de las cosas, determinado por el ser divino, no existe, más bien no hay tal cosa, de ahí la aserción del filósofo de que “Dios ha muerto”. El historiador hormiguereño, de manera audaz, enfrenta al lector con las inquisitivas interrogantes propuestas por Nietzsche que resultaron ser premisas a partir de las cuales se dedicará, como señala Cancel, buena parte de la discusión historiográfica, particularmente en la segunda mitad del siglo XX.

Más adelante, el autor reflexiona en torno al Vitalismo Filosófico. Para ello desglosa los pormenores del debate sobre el tiempo y la visión dual del filósofo francés Henri Bergson: tiempo científico y tiempo real. Bajo los supuestos de Bergson, la vida no se regía por el tiempo científico y por tanto, la historiografía aunque intentara entender los acontecimientos, dicha acción le resultaría inútil en la medida en que la vida transcurre en tiempo puro.

La llegada del siglo XX converge con un replanteamiento sobre la historiografía y la concepción de una historia total. Los proponentes de este acercamiento veían la necesidad de tomar en consideración los avances de las Ciencias Sociales para la comprensión de la historia. Con este nuevo enfoque, surge el “giro social” que, si bien atendía asuntos parecidos al Materialismo Histórico, amplió el espectro de acercamientos a otras disciplinas de las Ciencias Sociales y, además, mostró particular interés por el estudio de la sociedad y sus expresiones culturales.

El autor reflexiona sobre las propuestas de Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel. Estos, afirma, se distanciaron de las teorías especulativas para dar paso a un balance entre reflexión teórica e investigación histórica que ha caracterizado la manera de hacer historiografía hasta el presente. Entre estas cavilaciones, llama la atención la definición de Bloch del historiador como aquel que da orden al caos y le brinda una estructura que le otorga sentido. Por otro lado, la labor del historiador es aún más compleja en la medida que no todos los seres humanos viven, reaccionan o comprenden los hechos de la misma manera y, por tanto, las interpretaciones de quien reflexiona en torno a estos, varían.

Sobre Lucien Febvre, Cancel resalta el acercamiento a la historia-problema y la fluidez de los acontecimientos, la labor del historiador de analizar el hecho y verlo desde todas las dimensiones posibles para comprenderlo. Braudel, añade, elaboró una teoría de las duraciones o teoría del tiempo histórico que resultó en el distanciamiento del análisis cronológico de los eventos. La esencia de la propuesta teórica de Braudel es el ser humano social y culturalmente definido, como afirma el autor. Estas aportaciones de Braudel sirvieron de cimiento para la Historia Ambiental, la Historia Ultramarina, “los Sistemas Mundos” de Immanuel Wallerstein y los Estudios Caribeños.

Dentro de esta reflexión sobre las aportaciones de la nueva historia a partir de la Escuela de los Annales, sobresale el hecho de que esta última logró completar el desafío de una historia total, pero sin limitarse a los supuestos del Providencialismo Cristiano y la Ilustración, sino que abarcó consideraciones más amplias bajo los elementos sociológicos y culturales, incluyendo aquellos relegados en el Gran Relato Moderno, el “abajo social”, la periferia y los habitantes de los márgenes.

El autor reflexiona en torno al enfrentamiento de visiones generacionales que dan paso a la interpretación del relato histórico en un interesante acercamiento: el pasado vivido y la reflexión ante dicho pasado. Por un lado, la generación silente vivió los efectos de la Segunda Gran Guerra y el inicio de la posguerra a flor de piel. Por el otro, los boomers, con los bríos de la juventud y el deseo de cambio, interpretaban aquellos eventos como vestigios de una realidad política que había que dejar atrás y, reconceptualizaban con sus acciones, la libertad concebida como una transformación cultural. Aquello se manifestó de manera concreta con las experiencias del 1968, trascendió Paris y se replicó en Estados Unidos y Latinoamérica.

A los eventos que caracterizaron este periodo convulso se pueden añadir la crisis del petróleo, el desarrollo de la economía de consumo, el fundamentalismo islámico para nada disímil del cristiano, etc. El autor elabora cuánto todo aquello redundó en el cuestionamiento de los paradigmas del Materialismo Histórico, la Historia Social y Económica de la Escuela de los Annales. Sin embargo, aquellas teorías no desaparecerían, más bien suscitaron un relevo intelectual. Aquel relevo provocó que se replanteara la historiografía, ya no analizando los hechos culturales y sociales desde el punto de vista económico, sino que se proponía ver los fenómenos económicos y sociales desde una mirada cultural.

Es precisamente desde esa perspectiva que el autor reflexiona en torno a los trabajos de Jacques Le Goff y Pierre Nora. Estos propusieron una nueva mirada historiográfica que se ocupara de aquello que relacionaban con lo cultural, las ideas, las mentalidades, el pensamiento, lo inmaterial. Además, rompieron con el paradigma de los Segundos Annales a la vez que criticaron su obstinación con el análisis materialista de los hechos.

Resulta necesario resaltar que Cancel señala que lo material e inmaterial en términos culturales convergen. Por un lado, afirma que, si bien es cierto que lo cultural es inmaterial, esto se transforma en un producto (algo material) que se consume, a través de libros, revistas, películas, por tanto, coexisten. Sobre la propuesta de la Historia de las Mentalidades, resalta que el ser humano volvió a ser el centro de atención y se le otorgó mayor libertad en el proceso histórico, integrando conceptos de otras disciplinas de las Ciencias Sociales como la etnología, la lingüística, la crítica literaria y la psicología social. La Historia de las Mentalidades sentó las bases para lo que sería la Historia Cultural.

Sobre el papel del historiador y su rol en la Historia Cultural, el autor resalta que, dentro del quehacer de la Historia Cultural, el papel del historiador se transforma de científico social a un escritor creativo. El controvertido planteamiento afirma que cada vez más se descubre que el oficio de historiar se acerca a la escritura creativa, el análisis textual y discursivo, aunque sin distanciarse de las ciencias sociales. En este contexto, la Historia Cultural da lugar al análisis y la interpretación del pasado a la discusión activa y afirma que los estudiosos de esta miran la cultura como concepto hibrido o mestizo, para nada puro, particularmente a partir de la revolución de las comunicaciones y la aparición de las redes o internet.

No es posible abarcar la inmensidad de acercamientos que hace este texto en una sola reflexión. Estos breves apuntes son solo una muestra del valioso contenido de este ejemplar. Si el propósito de Cancel Sepúlveda, al redactar este texto, fue propiciar el interés por la disciplina y despertar el entusiasmo por la lectura del legado historiográfico basado en el conocimiento y análisis crítico con una visión panorámica de la historia de la historiografía, logró exitosamente su cometido. Decía el filósofo Michel Foucault, “el saber es el único espacio de libertad del ser”, basado en esta afirmación, la sed de saber redime, y la historiografía es terreno fértil para enarbolar bandera. Ojalá cada estudiante que lea esta obra abrace el oficio crítico y escritural del historiador/historiadora.

Referencia

Cancel Sepúlveda, M., (2023). Historiografía y enfoques de la historia: pensamiento y escritura histórica, San Juan, Puerto Rico: Editorial Plaza Mayor.

Pensar la Historia Cultural hoy. Conversatorio con Roger Chartier, auspicido por el Centro de Investigación Social Aplicada (RUM, Mayagüez) y el Programa Graduado de Historia (UPR, Río Piedras) con la participación del Dr. Marcelo Luzzi, los estudiantes Alanis Calder Molina, Stephanie Crespo Méndez, Carlos Vélez Mercado y el Prof. Mario R. Cancel Sepúlveda.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

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Mario R. Cancel-Sepúlveda

El presente es la plataforma desde la cual el ser humano construye y ajusta una imagen del pretérito. Esto significa que al evaluar sus juicios no se pueden pasar por alto las condiciones que distinguen la vida social, cultural y las relaciones internacionales del momento en el cual emite sus juicios. Es de suma importancia explorar el modo en que esas transformaciones inciden en la práctica de los profesionales de la historia. La imagen del pasado cercano o remoto y su figuración siempre han estado y estará sujeta a las tensiones entre la imagen que se posea del pasado y la forma en que se sienta el presente. Esa tensiones involucran lo mismo a la emocionalidad que a la racionalidad del historiador.

Un ejemplo de ello puede ser el siguiente. Lo que la Edad Media representó para quienes la vivieron, para los Humanistas, los Ilustrados y los Modernos, dependió en gran medida del lugar en el tiempo y el espacio desde el cual tomaron posesión imaginativa y creativamente de aquella época. Reconocido ese hecho resulta inevitable aceptar que el siglo 20 significó una cosa para sus actores concretos como proceso activo pero, sin duda, ha sido interpretado de un modo diferente por quienes comenzaron a percibirlo como un proceso terminado a inicios del siglo 21.

La discusión historiográfica en torno al siglo 20 después del fin de la Guerra Fría (1989-1991) giró alrededor de un conjunto particular de problemas que brindaban pistas sobre la forma en que la representación de aquel periodo y de la historia se fue alterando.

  • Primero la idea de la “revolución”, una herencia de fines del siglo 18 que distinguió al siglo 20, perdió legitimidad a partir de la década de1990. La revolución había sido un paradigma respetado que había adquirido prestigio a partir de la experiencia francesa de 1789, proceso que estableció un nuevo balance de fuerzas entre lo que se conocía como el Antiguo Régimen y los tiempos modernos. El fenómeno había sido determinante para el desarrollo de la historiografía del siglo 19 y para la transformación de la historia en una disciplina profesional, académica y respetable. Los historiadores estaban de acuerdo en que la Revolución Francesa de 1789, junto a un conjunto de procesos de cambio radical que habían comenzado en 1776 y habían terminado en 1830 -el llamado Ciclo Revolucionario Atlántico-, habían iniciado lo que se conocía como la era contemporánea, esa segunda fase de la modernidad que se reconocía había comenzado con los grandes cambios experimentados por un grupo de países europeos alrededor del año 1500: los descubrimientos geográficos, la reforma evangélica, el Renacimiento y el Humanismo, entre otros. La revolución había sido un artefacto práctico derivado de la teoría del progreso, útil para estimular el cambio, e interpretativo, útil para explicarlo. La idea de la revolución se nutría de la creencia en que la racionalidad humana poseía la capacidad para acelerar el cambio social, económico, político y cultural de manera controlada y encaminar a la humanidad en la ruta hacia un fin legítimo y deseable. Numerosos activistas e intelectuales, incluyendo historiadores, la habían reconocido como uno de los motores de cambio histórico y social más relevantes de los últimos dos siglos, es decir, en la modernidad. Tras la quiebra de los valores de la revolución francesa en el contexto de la revolución juvenil del 1968, y la disolución del socialismo realmente existente entre 1989 y 1991, algunos observadores llegaron a la conclusión de que en el futuro ya no sería posible una revolución en el sentido en que la habían formulado el 1789 o el 1917. La conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa de 1789 en 1989, como antes la del bicentenario de la declaración de independencia de la 13 colonias inglesas de 1776 en 1996 que fue la base de Estados Unidos, estimularon la evaluación de los triunfos y los fracasos que acompañaban a los dos más respetados procesos revolucionarios de la historia occidental. Los ideales de libertad, igualdad, fraternidad y disfrute de la propiedad que aquellas habían cultivado, no se habían materializado y los resultados de la carrera por conseguirlos eran por demás engañosos. La Revolución Rusa o bolchevique de 1917 no subsistió como para articular la memoria y la historia en una actividad centenaria, como se sabe, pero el comunismo con el que soñó no se consiguió nunca. La “muerte” simbólica del concepto revolución supuso varias cosas. Por un lado, el fin de la era contemporánea, criterio que fue interpretado como en el “fin de la modernidad” y que sirvió de fundamento al debate posmoderno. Pero la “muerte” simbólica del concepto revolución representó además un desafío para cualquier interpretación de la historia total como un proceso progresivo que, a pesar de sus altas y sus bajas, conducía de forma irrevocable a algún lugar predecible. La desconfianza cándida en el progresismo ya ha sido discutida a la luz de las posturas de Bury en torno a la crisis generadas de la experiencia de la Gran Guerra y la Revolución Bolchevique expuestas a principios del siglo 20. El derrumbe de la idea del progreso, idea que tanto debía a las concepciones teológicas ligadas a la idea de la salvación, fue uno de los puntos cardinales en la idea de la historia de la historiografía de la segunda parte del siglo 19 y lo que va del siglo 21. El nuevo siglo se desenvolvió como uno en el cual las utopías y las expectativas en el advenimiento de un mundo mejor y más justo producto del esfuerzo racional humano eran inadmisibles. El hecho de que, durante la Guerra Fría, las promesas de uno y otro extremo del dueto en pugna hubiesen decepcionado a quienes esperaban lo mejor del capitalismo o del socialismo, pareció haber agotado las esperanzas de una parte significativa de la humanidad. Aquella situación equivalía a la pérdida de cualquier forma fe mesiánica profana, por lo que favoreció el renacimiento de otros anhelos utópicos que la modernidad con su componente secular parecía haber dejado atrás: el fundamentalismo religioso propio de los sistemas religiosos monoteístas como el cristianismo y el islamismo, ambos deudores del judaísmo, llegó para suplir esa necesidad de certidumbre y sentido que la humanidad parecía requerir. Debe quedar claro que el desprestigio de la idea de la revolución y la pérdida de atractivo de la utopías racionales no significó que aquellas desaparecieran del todo. Los reclamos, pacíficos o agresivos, por un orden social más justo y equitativo continuaron surgiendo. Pero lo cierto es que los reclamos revolucionarios han ido atemperando o ajustando sus expectativas al hecho de que la libertad plena, en la forma de una economía capitalista o socialista perfectas, es una imposibilidad. Cualquier historiador reconocería que la idea de la revolución no desapareció del panorama pero, bajo las condiciones nuevas, sus propulsores se vieron forzados a revisar su discurso y sus prácticas. Era evidente que una época diferente, requería instrumentos originales para comprenderla y cambiarla.
  •  Segundo, llamó poderosamente la atención el papel cada vez más relevante que cumplieron los medios de comunicación masiva y los recursos de la informática en la elaboración de una imagen del mundo social e histórico e incluso en el plano individual. La revolución de las comunicaciones y la informática ha tenido un efecto inmenso en la historia reciente de la humanidad. La creación de la imagen o representación del mundo, que antes se forjaba en el seno de la familia, los sistemas educativos, los grupos sociales, el trabajo y la interacción presencial con otros seres humanos, entre otros, recibió el impacto de los saberes que se formulaban en escenarios innovadores que la ciencia aplicada o la tecnociencia pusieron al alcance de la gente. No solo eso: las formas de comunicar y aprender se diversificaron, fenómeno que no dejó de generar conflictos. Para las disciplinas académicas aquel era un problema que había estudiar en la misma medida en que se digerían sus efectos sobre sus rutinas. El proceso afectó de un modo u otro a todas las disciplinas y prácticas sociales con resultados desiguales y, claro está, el impacto no excluyó a los historiadores. La historiografía, en su aspecto investigativo y educativo, es un proceso de comunicación. Bajo las nuevas circunstancias los historiadores se vieron precisados a competir con la autoridad de aquellos medios emanados de la tecnología. La emisión de juicios sobre el lugar del ser humano en el tiempo y el espacio ya no dependió de profesionales de la historia solamente: la televisión y la Internet, por solo mencionar dos de los medios más emblemáticos, a los cuales se podía acceder desde una amplia variedad de dispositivos también estaban en posición de hacerlo. El prejuicio respecto al historiador “aburrido” y el medio de comunicación “interesante” se generalizó a la vez que el asunto de la confiabilidad del emisor y el saber pasó a un segundo plano. La revolución tecnológica, que pronto se convirtió en uno de los entornos más productivos del mercado de capital, tuvo el efecto adverso de devaluar y sembrar la desconfianza en las formas usuales de conocer el mundo. La figura del intelectual como productor y educador, la cual se había consolidado a lo largo de los siglos 19 y 20, comenzó a retroceder en ocasiones hasta el extremo del antiintelectualismo, una expresión de hostilidad hacia la labor de aquellos sobre la base de que la suya es una actividad impráctica que no redunda en beneficios inmediatos para la gente común. El antiintelectualismo ha insistido en que los intelectuales son parte de una elite que usa el saber para lastimar la ley y el orden, considerados dos valores cruciales para la paz social, por lo que se merecerían la desconfianza de todos. La base de apoyo más fuerte del antiintelectualismo han sido las personas menos educadas de la sociedad.
  •  Tercero, es importante llamar la atención sobre el hecho de que a pesar de que los recursos del Giro Social y el Giro Cultural con su apelación a la lingüística y la narración, podían explicar de manera apropiada los dramáticos cambios observables, los paradigmas de aquellas propuestas también fueron cuestionados. La revolución de las comunicaciones y en particular la tecnológica, no sólo perturbó las prácticas de los seres humanos en el ámbito social e histórico y en el mercado hasta el punto de reinventar lo que significa ser un ciudadano y un consumidor. También socavó la confiabilidad que habían depositado los historiadores del siglo 20 en sus procesos de explicación. La ciencia aplicada o la tecnociencia se han hecho de una posición importante a la hora de establecer formas alternas de enfrentar el problema de la situación de los seres humanos en el tiempo y el espacio y su ubicación en la sociedad que recuerdan el respeto que se dispensaba a la física mecánica de Newton como criterio de explicación abarcador durante el siglo 18 y buena parte del 19.
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia
Publicado originalmente en Puerto Rico: su transformación en el tiempo (19 abril 2008)

El posmodernismo fue una discusión ideológica centrada en torno a los fundamentos del saber heredados de la modernidad y, en última instancia, de la Ilustración. Su asociación a un tiempo histórico llamado posmodernidad, momento que implicaba una experiencia cultural y un ordenamiento social distinto a aquellos que distinguieron a la modernidad, era evidente. Los pensadores que centraron la discusión en torno a aquel elusivo concepto diferían en torno a si la posmodernidad como momento histórico, representaba una etapa nueva en la evolución de occidente, o si era meramente una fase nueva del desarrollo de la llamada alta o tardía modernidad.

Algunos pensadores ligados al Materialismo Histórico como el estadounidense Fredric Jameson (1934- ) conceptualizaron el fenómeno bajo el código tardomoderno. Visto dentro de aquel contexto cambiante, el pensamiento posmodernista fue el conjunto de planteamientos ideológicos que caracterizan una época de cambio que inició después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, alcanzó su madurez en la inquieta década de 1960 y llegó a su culminación después de 1989 con la quiebra concreta de la solidez de la mayor parte de los paradigmas o autor de fe de la modernidad. El dominio de las comunicaciones, la virtualidad, el neoliberalismo, la globalización, el hiperconsumo y la reestructuración de las ideas sobre la riqueza y la pobreza fueron el caldo de cultivo material de la presunta nueva época. El pensamiento postmoderno fue del interés de una amplia gama de disciplinas del saber. Ello repreentó una revolución hermenéutica o interpretativa por medio de la cual se fueron perdiendo la mayor parte de las garantías en torno a la estabilidad del saber heredado.

El pensamiento posmoderno ha sido interpretado, usando el lenguaje del filósofo y sociólogo francés Jean F. Lyotard (1924-1998), como el espacio en el cual terminaban los metarrelatos, se lastimaban los paradigmas explicativos y perdían credibilidad las utopías heredadas de la modernidad, incluyendo el sueño de la democracia liberal y el socialismo como garantes de la igualdad. En ese sentido la filosofía, la ética y la teología, han visto desvanecerse los cimientos seguros en los cuales se montaban sus discursos en la medida en que aquellos fueron reducidos a la condición de mera retórica o se han esclavizado a un utilitarismo extremo. Al posmodernismo competía una posfilosofía que aceptaba la relatividad de la representación de las cosas por lo que las explicaciones caminaban hacia los terrenos de la ficción literaria y una posética que se abrazaba a la disciplina del mercadeo y al principio del pragmatismo. En general se presumía que los principios considerados eternos se habían disuelto y que la guía única de la poshumanidad sería el goce y la utilidad inmediatas. La posteología (re) inventó una divinidad con los fragmentos de múltiples sistemas religiosos y desarrolló una relación más abierta con la divinidad. El impacto de todo ello sobre la vida cotidiana fue enorme.

«Mona Lisa con bazuka» (2010) por Banksy (1974- )

Algo análogo ocurrió en la arquitectura y las artes plásticas en general en la medida en que la hibridez, el acopio de las tradiciones más diversas y anacrónicas, se impuso al purismo heredado de la modernidad. En aquel ámbito la ruptura con el estructuralismo moderno, esa percepción de que la realidad toda estaba organizada alrededor de un sistema simbólico común, resultó más patente. La revolución posmoderna consistió en que la presumida unidad elemental de significación, el principio de que el objeto cognoscible era siempre aprensible realmente por el sujeto cognoscente, perdió confiabilidad. No se cuestionaba la capacidad de saber. Lo que se ponía en duda era el carácter del conocimiento. El efecto de aquel proceso en las ciencias naturales y sociales fue notable. Aquellas disciplinas que servían para explicar al ser humano y su entorno, habían sido el producto más acabado de la modernidad. Todas ellas dependían de la noción ciencia como saber exacto, del artefacto de la razón como unidad o estructura universal de saber, del automatismo de la relación causa y efecto para apropiar una realidad comprensible, del determinismo que convertía la realidad en un proceso necesario e inevitable, y del principio de la evolución como sinónimo de progreso. Ese conjunto de principios servía para celebrar el “presente” que formuló aquellas percepciones.

Los sistemas de interpretación asociados al posmodernismo y a la posmodernidad partieron de la premisa de que los mencionados asertos de la modernidad eran impugnables. En términos generales, preocupaba más a los pensadores la forma en que se construía un saber o su representación, para usar el concepto del historiador francés Roger Chartier (1945- ), que el saber en sí. Preocupaba más la hermeneusis o interpretación, que la epistemología o la gnoseología. La estructuración que se atribuía a lo real era vista como una construcción tentativa que servía en la medida en que era funcional y que podía ser sustituida por otra en condiciones particulares. En ese sentido el pensamiento posmoderno fue el reino de la incertidumbre, de la inseguridad y de la sospecha, como decían Michel Foucault (1926-1984) cuando celebraba la obra de los alemanes Friedrich Nietzsche (1844-1900), Karl Marx (1818-1883) y ek psicoanalista austriaco Sigmund Freud (1856-1939). La muerte de la objetividad y el fin de los principios esenciales teóricamente imposibilitan toda ciencia natural o social en el sentido moderno de la palabra.

El pensamiento postestructural implicaba, precisamente, la aceptación de que las estructuras heredadas (ciencia, razón, causalidad, determinismo, universales, esencias, progreso) ya no eran útiles para refrendar el saber. Los nombres de Foucault, Jacques Derrida 1930-2014) y Paul Ricouer (1913-2005) estuvieron íntimamente ligados a aquella tradición. Desde la perspectiva postestructural, para comprender o apropiar la realidad, era imperativo reconocer un nuevo nivel de complejidad en aquella. Si, según Nietzsche, se sabía de manera perspectiva, la pluralidad de puntos de vista y la polisemia de la realidad resultaban patentes. Si además de aceptar aquel principio se erosionaban las jerarquías de saber y se afirmaba un pluralismo democratizador, era plausible imaginar que la postmodernidad sí representaría un chance u oportundad para la libertad como sugería el filósofo italiano Gianni Vattimo (1936- ) creador del concepto del «pensamiento débil».

Esa misma diversidad hizo al posmodernismo difícil de definir y de aceptar por los pensadores de la modernidad, la alta o la tardía modernidad. El carácter de la rebelión antimoderna de algunos posmodernos a fines del siglo 20, guardaba alguna analogía con la rebelión romántica ante la herencia ilustrada en los primeros decenios del siglo 19. El posmodernismo negaba la posibilidad del conocimiento objetivo y cuestionaba el significado universal y estable de las palabras y textos. El significado se transformaba en una transacción ejecutada entre el emisor y el receptor a la luz de las circunstancias. Si la razón y la verdad no eran más que un acto arbitario o de poder, o la consolidación de las metáforas o las mentiras, entonces lo que se encontraba en juego era la noción central sobre la cual se había cimentado la civilización cristiana occidental: la idea de la verdad. Una verdad degradada a la condición de artefacto mundano que era producida por medio de múltiples formas de la coartación, no se ajustaba ni a los principios de la ilustración ni a los de la modernidad. En ello radicaba el núcleo creativo del posmodernismo.