• Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En lo que corresponde a la historiografía, el Vitalismo filosófico partía de la premisa de que la modernidad había enfrentado el problema de la explicación de la vida desde una perspectiva desatinada. El primero de los errores había consistido en pensar que la vida y la historia eran una misma cosa. De acuerdo con aquella filosofía los sentidos y la razón, las ciencias naturales, humanas, sociales y sus escuelas interpretativas, si bien eran de utilidad para explicar la historia, poco podían hacer para esclarecer la vida. Entre la una y la otra había, por lo tanto, una diferencia que los colocaba básicamente en dos polos opuestos: la historia se podía reducir a las premisas de aquellas pero la vida no.

El segundo de los errores había radicado en presumir que tanto la historia y la vida  eran procesos estructurados teleológicamente, o sea, determinados y conducentes a un fin previsible según habían afirmado la teología, la filosofía y las ciencias dominantes. Los vitalistas afirmaban que, si bien era probable que la Historia Hecho según la convertimos en Historia Relato mediante la narración poseía los rasgos de un cosmos u orden, no se podía afirma lo mismo respecto a la vida. Suponer que la vida era estructurada implicaba negar el efecto que el “azar” y lo “inesperado” tenían en ella y, por lo tanto, negar toda libertad al sujeto o al ser humano. El debate sobre el balance entre la libertad y la determinación, en este caso, se resolvía en favor de la libertad. La idea de que la estructura que se afirmaba tenía la Historia Hecho era una hechura del historiador también estaba clara tras la referida argumentación. El resultado neto de aquella disquisición era que la historia y la vida no eran equiparables: la primera atravesaba por un proceso al cabo del cual era sometida al principio de la determinación para resultar comprensible pero la segunda ofrecía un espacio para la libertad. Un corolario de aquella mirada era que negaba la afirmación clásica de Cicerón: la historia no podía ser la maestra de la vida y someterse a ella. En cierto modo sugería lo contrario: la vida debía ser la maestra de la historia y liberarse de ella.

Friedrich Nietzsche (1885)

El Vitalismo filosófico también cuestionaba la idea de que el ser humano era un ser enteramente racional, un zoon politikón como decía Aristóteles, aspecto en el cual coincidía con los avances del psicoanálisis en el proceso de maduración de la Psicología moderna durante el último tercio del siglo 19.  El psicoanálisis asumía que el ser humano, a pesar de su racionalidad y sociabilidad, poseía aspectos irracionales o animales. La irracionalidad manifiesta en las intuiciones, los instintos y los apetitos del cuerpo, las emociones, la voluntad de subsistir, el dolor, el placer moldeaban la identidad y penetraban los actos que los seres humanos ejecutaban en el escenario histórico y social concreto. En consecuencia afirmar la racionalidad de la historia no era posible. No tomar en consideración esos aspectos podía servir para los propósitos de entender la historia pero, para comprender la vida, debían ser tomados en cuenta. Entre la una y la otra había, por lo tanto, otra diferencia que las oponía: la historia se podía reducir la racionalidad  pero la vida no.

Aceptar aquel criterio implicaba admitir que el comportamiento humano en el tiempo y el espacio no siempre era racional y estructurado, es decir no respondía de manera necesaria a un conjunto de determinantes. Por el contrario, un acto histórico podía ser efecto del azar y ser arbitrario, inesperado y fortuito. De igual manera, una decisión histórica podía ser fruto del impulso, del instinto, del egoísmo, de la voluntad de poder. De ello derivaba que el principio de determinista que se sostenía sobre la relación causa/efecto en una explicación histórica se  debilitaba: las certidumbres abrían paso a las incertidumbres. El Vitalismo filosófico estimulaba, por lo tanto, la elaboración de preguntas originales a las huellas y rastros del pasado a la hora de formular un juicio historiográfico por lo que enriquecía la disciplina.

Nietzsche compendiaba con precisión la crítica vitalista al gran relato moderno sobre la base de un conjunto de propuestas radicales

  • El rechazo de la razón, la racionalidad y la ciencia en favor de la valoración del instinto, la intuición y la estética en el proceso de interpretación.
  • El rechazo del progreso lineal y la continuidad teleológica o dirigida a un fin loable en favor de la valoración de los ciclos y la discontinuidad azarosa o dirigida a un fin incierto.
  • El rechazo del determinismo causal en favor de la casualidad, la contingencia y el azar o fortuna en el sentido de Maquiavelo en el proceso de explicación.
  • El rechazo del argumento historicista de que la historia era el lugar o el escenario en que se tomaba conciencia del ser en favor de la postura de que la conciencia del ser se desarrollaba en la vida.
  • En cierto modo lo que afirmaba era que aquellas eran abstracciones o dispositivos artificiales que servían para explicar la historia, otro dispositivo artificial, pero resultaban inútiles para explanar o revelar al ser humano individual en sus escenarios vitales. Con ello llamaba la atención sobre dos asuntos controvertibles.
  • Por un lado, sugería que la razón y la racionalidad contrario al consenso de los ilustrados no liberaba al individuo sino que, por lo contrario, tendía a esclavizarlo. Si en efecto no lo liberaba entonces solo su opuesto, la “irracional Voluntad de Vivir” de la mano de las intuiciones y los  instintos, era capaz de semejante tarea.
  • Por otro lado, si bien aceptaba que la memoria y el recuerdo transformadas en historia distinguían al ser humano como animal racional de los demás animales los beneficios de aquella capacidad eran en verdad pocos y que la historia en lugar de favorecerlo tenía la capacidad de perjudicarlo.

Para Nietzsche la memoria y el recuerdo eran la condición general de la historia Pero el filósofo alemán intuía que sus opuestos, la omisión y el olvido, eran la condición más general de la vida. Una consideración análoga convenció a Bergson de que el cerebro era en verdad una “máquina para olvidar” y algo similar había sugerido Renan, según ya se ha discutido, cuando enfrentaba el problema teórico de la configuración de las identidades nacionales para concluir que tan valioso era para aquellas lo que se recordaba y se preservaba como lo que se olvidaba y dejaba a un lado. El psicoanálisis denominaba aquel proceso con el concepto “represión” que significaba la capacidad de moderar o suprimir asuntos o sentimientos inconvenientes o incómodos. La represión, la omisión o el olvido no eran sino un mecanismo de defensa que permitía al individuo y en este caso el ser humano histórico, mantener en el inconsciente recuerdos o ideas embarazosas aunque ello no evitaba que pudiesen afectarlo en algún momento bajo condiciones particulares.

En su conjunto Nietzsche no sólo demostraba que la historia y la vida no equivalían sino que entre ambas mediaba un abismo insuperable. Pero ello no debería interpretarse como que no se estudiara la historia. La invitación era en realidad a que se le mirase de un modo crítico y menos iluso. Michel Foucault (1926-1984) filósofo y estudioso de la historia de las ideas y uno de los herederos críticos del  Vitalismo filosófico del siglo 20 insistía en que los seres humanos estudiaban el pasado con el propósito de “dejarlo fuera” para así  evitar que se convirtiera en un freno para el presente: lo estudiaban para reprimir los inconvenientes que podía generar.

El filósofo alemán afirmaba que la historia estaba emparentada con vida en tres sentidos concretos cada uno de los cuáles generaba una interpretación o mirada histórica específica. En el fragmento número “2” de la “Segunda consideración intempestiva” publicada en 1874, Nietzsche  elaboraba una evaluación sobre la historiografía tradicional o el gran relato moderno que vale la pena revisar. Nietzsche no enunciaba precisiones objetivas sino que, más bien, proponía tres metáforas sugerentes las cuales, de paso, echaban por la borda la idea de la unidad o universalidad o identidad de la historia en la medida en que reconocía que la narración o relato del pasado era en verdad contingente, relativo y cambiante: la historia no era una sustancia sino una forma que, desde su perspectiva, podía adoptar tres formas distintas.

  • En primer lugar, podía actuar como un agente activo y pujante, sentido que desembocaba en la “historia monumental”. De acuerdo con aquella actitud el protagonista de la historia era el “hombre de acción”, el “poderoso” que se admiraba del pasado grandioso y lo observaba como quien caminaba por una galería de arte. Su virtud era que estimulaba el respeto a la grandeza pasada. Su defecto era que la admiración acrítica de aquel lo extasiaba e inmovilizaba por lo que interrumpía “su marcha hacia la meta”, el futuro. Dicha actitud, si bien permitía que se recordase “lo grande”, mutilaba la creatividad. Para Nietzsche aquel era un escenario en el cual la historia estaba en posición de perjudicar la vida: respetar en exceso el pasado y sus valores podía frenar la inventiva. El resultado neto de aquella actitud que podría identificarse con el romanticismo nostálgico era que conducía a concluir que la grandeza del pasado sólo sería posible en el futuro si se restablecían los tiempos pretéritos postura que implicaría un retroceso. Pero, dado que en la realidad de las cosas el pasado si bien podía ser recordado nunca sería restituido, la propuesta no alimentaba más que una ilusión. La historia monumental no solo exageraba la perfección y la armonía de los tiempos pasados sino que evitaba aceptar que en aquellos también habían ocurrido procesos conflictivos e infamias. Sobre aquella base el pasado quedaba reducido a la condición de una imagen edulcorada y su culto podía justificar el desprecio del presente y la ansiedad reaccionaria de regresar a aquel.  La veneración extrema del pasado podía convertirse en “parodia” o generar una versión irreal de las cosas. La afirmación de que “todo tiempo pasado fue mejor” traducía en el lenguaje común aquella mirada.
  • En segundo lugar, podía actuar como un agente que invitaba a conservar y venerar, sentido que desembocaba en la “historia anticuaria”. La historia anticuaria poseía la virtud de que, practicándola, se demostraba que entre el pasado y el presente había una continuidad, certeza que hacía posible que los seres humanos se sintiesen parte de una tradición y/o continuadores de ella. Pero de igual modo, poseía el defecto de que podía animar la evasión del presente, un recurso extremo en el cual el historiador ha decidido huir de su contexto específico y “permanecer dentro de lo habitual y añejo” como si se tratase de su guardián, cohibiendo el desarrollo de formas nuevas de vivir por lo que podía tener un efecto conservador y pasatista.
  • En tercer lugar, podía actuar como una fuerza que hacía sufrir a aquel que, “oprimido por un malestar presente”, “juzga y condena” y conminaba a la búsqueda de la liberación, sentido que desembocaba en la “historia crítica” o “científica”. La virtud de aquella consistía en que estimula la voluntad de cambio y propiciaba una mirada más justa del pasado. Pero poseía el defecto de que era capaz de promover el rechazo al pasado y generar la desvinculación de una y otra esfera. No solo eso, de acuerdo con Nietzsche el exceso de crítica ante el pasado podía mutilar la voluntad de saber y estimular el presentismo o el culto excesivo al hoy.

Nietzsche presentaba tres actitudes o formas que podían generarse de la relación con la historia acorde con cada una de las miradas. La primera conducía a la admiración por la grandeza de pasado y a la inmovilidad, la segunda estimulaba el deseo de huir del presente y refugiarse en el pasado, y la tercera la ansiedad por vivir el presente y enfrentarlo. En los tres casos el lugar desde el cual se emitía el juicio era el único posible, el presente, el cual actuaba como plataforma ineludible a la hora de mirar al pasado histórico o auscultar el futuro utópico o distópico. Aquellas tres formas de la historia compartían un mal común: todas partían de un punto de vista metafísico o sobrehumano que veía la historia como un proceso autónomo que estaba detrás de la vida organizándola o dictándola al margen de la voluntad humana. En términos filosóficos los que defendían aquel punto de vista partían de la premisa de que detrás del acontecer humano en el tiempo y el espacio había una “sustancia” o fundamento estructurador fuera del control humano. Lo cierto era que, en ausencia de una “sustancia” o fundamento estructurador, la concepción del historiador como un ser racional que descubría un orden existente no era más que una farsa. La realidad no era el orden o cosmos sino el desorden y el caos. Si el orden o cosmos no estaba allí ¿por qué siempre parecía tan obvio? Nietzsche sugería que el orden o cosmos que se adjudicaba, al pasado en este caso, era producto del historiador.

El historiador observaba el caos fluyente de las cosas y le creaba, inventaba o construía un orden con el propósito de comprenderlo o apropiarlo, es decir, adecuarlo a su entendimiento. Apoyado en esa presunción elaboraba tanto la “historia monumental”, la “historia anticuaria” o la “historia científico” por lo que la narración o el relato eran efecto de la percepción y un producto estético o de la creatividad. Al cabo de aquel proceso el historiador olvidaba que la narración o relato no eran sino una creación suya y terminaba objetivándolo o adjudicándole una condición de realidad que lo conducía a creer que él, el historiador y la humanidad, eran producto de lo narrado y lo relatado. Aquel era un proceso de reificación o cosificación en la medida en que transformaba una idea (inmaterial) en un objeto (material), en el sentido que le dio Marx a ese concepto en su tesis sobre Feuerbach antes discutida. La sumisión a la narración o relato se explicaba por la necesidad de adjudicar sentido a su entorno que Eliade y Jaspers atribuían a la condición humana.  La imagen de la historia como una narración o relato voluble, fluido, plástico,  tentativo o líquido era evidente.

Aquel planteamiento invitaba a un debate profundo en torno a la relación del historiador y la historia y, en consecuencia, del ser humano con el pasado a través de la historia y la memoria. Desde su punto de vista los seres humanos se apoderaban del pasado mediante la intuición y el instinto de conforme a su conveniencia o inclinaciones. La imagen que se desarrollaba de aquel era en lo fundamental una adecuación o acomodo o, si uso el lenguaje de Renan al hablar de la nación, un proceso de selección y una combinación de recuerdos y olvidos. Por ello un nacionalista esencialista, un materialista histórico, un liberal y un vitalista verían el pasado de modo diferente: miraban de modo distinto y cada cual miraba hacia aspectos diferentes. El pasado podía ser hipotéticamente uno pero la forma de verlo era potencialmente infinita. La  polisemia o multiplicidad de significados del pasado dependía de la perspectiva del observador por lo que la imagen del pasado no podía ser  única sino plural.

Nietzsche insistía además en que el historiador no podía evadir su perspectiva o su mirada como lo requería la teología, la metafísica o la ciencia, por lo que la objetividad científica, uno de los paradigmas del siglo 19, terminaba convertida en un mito. Negar su perspectiva o su mirada  equivalía a negar su individualidad o su yo y oponerse a la vida. En vista de ello, sugería la adopción de un perspectivismo permanente que lo facultara para comprender la volubilidad, fluidez, plasticidad o liquidez del mundo. La objetividad, la imparcialidad o la verdad asumidas como valores posibles, no eran sino condiciones ilusorias e inalcanzables. El fragmento citado de Nietzsche representaba una crítica muy puntual del concepto de la modernidad, de la historiografía tradicional y del gran relato moderno que influiría de manera gradual la discusión historiográfica de todo el siglo 20 en particular la segunda parte de aquel.

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Tucídides de Atenas (470-c. 395 A.C.), autor de la Historia de la guerra del Peloponeso, fue crítico del estilo de Herodoto de Halicarnaso. La crítica de Tucídides a Herodoto era eminentemente hermenéutica o interpretativa. Uno de las metas de Tucídides era tratar de superar el determinismo divino como explicación causal manifiesta en la épica griega. En ese sentido su proposición es eminentemente moderna: la causalidad se racionaliza y se humaniza en la medida en que se aleja de los factores suprahumanos.

Tucídides de Atenas

Esto significa que para Tucídides,  la historia y sus problemas tienen un carácter puramente profano. La implicación hermenéutica o interpretativa más notable, es que los giros y mutaciones del acontecer,  la contingencia de la materia de la historia, se explican mediante las pasiones humanas concepto que adelanta la idea de la voluntad de poder y que pone la mira en el papel del individuo como protagonista de la historia. En ese sentido, los actores humanos se mueven acorde con sus instintos, es decir,  las perturbaciones de ánimo, las preferencias, las aficiones. Los paralelos entre esta perspectiva y el lenguaje teórico del siglo 18 europeo, que tanta responsabilidad otorgó a la temperie o temperamento, y al estado natural en la explicación del origen de la cultura y el estado, no puede ser descartada. El carácter egoísta de las pasiones humanas es un parentesco nada desechable entre aquella concepción antigua y la de  lo contratistas e iusnaturalistas de la Ilustración.

Las implicaciones metodológicas de aquel aserto son muchas. Si el historiador conoce las pasiones humanas, la historia se hace comprensible. La aproximación sugiere algo análogo a la denominada psicohistoria. Pero tiene otras implicaciones mayores. Buena parte de los acontecimientos históricos, se apoyan en bases irracionales. A pesar de ello, la comprensión de  aquellos acontecimientos tiene que darse sobre bases racionales.

Por otro lado, también en el aspecto puramente metodológico, Tucídides insiste en la historia testimonial pero argumenta que el dato debe ser documentado de una manera precisa: su meta es alcanzar una credibilidad a toda prueba. Lo que no sea demostrable, quedará fuera del relato. Si bien Herodoto inventa una suerte de etnografía o de historia cultural, por su temática Tucídides sienta las bases de la historia política de contenido bélico, e inventa el culto a los grandes hombres o figuras próceras que se desenvuelven en ese mundo del “arriba” social de la Polis. El héroe civil y público, una suerte de superhombre con timé (honor), están en el centro de su narración.

Herodoto y su imago mundi

La Historia de la guerra del Peloponeso cuenta la guerra entre una potencia marítima y otra terrestre. La guerra se expone como un sistema dualista mecaánico: el escenario confronta  una voluntad de poder imperialista, representada por Atenas; y otra antiimperialista sintetizada en Esparta. El poder de Persia, es terciar en el conflicto al lado de los espartanos  o los antiimperialistas. Tucídides era hijo de una familia aristocrática y poseía formación militar. El texto demuestra que quien escribe es un partisano de los imperialistas, de los atenienses. A pesar de la racionalidad del texto, su objetividad es cuestionable. En realidad el autor  produce una versión sesgada, la de los atenienses quienes, además, resultan ser los vencedores. En consecuencia, piensa la historia como un aristócrata y un militar imperialista. El libro es un alegato que aspira justificar la victoria de los imperialistas.

El hecho de que algunos intérpretes lo prefieren como “Padre de la Historia” ante Herodoto, me parece relevante. La legitimidad de la historiografía en el mundo griego no tenía que ver con la objetividad y el pluralismo. Por el contrario, el discurso estaba invadido por el etnocentrismo y los prejuicios sociales y políticos del autor.

 

Una síntesis

Herodoto y Tucídides son pensadores de momentos de crisis. Herodoto escribe en el contexto de las Guerras Médicas e inventa la historia cultural y etnográfica. Tucídides escribe en el contexto de las Guerras del Peloponeso e inventa la historia bélica y política. El etnocentrismo y el sesgo o prejuicio cultural los domina a ambos. Los momentos de crisis política y social, parecen ser excelentes para la reevaluación de las posturas historiográficas.